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LA CIUDAD DE LA FURIA

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Después de 25 años, estoy nuevamente en Buenos Aires, pero esta vez en un momento muy especial para la ciudad, sus habitantes y la nación en general. Se cumple una década de las protestas sociales por la crisis económica que el 19 y 20 de diciembre de 2001 alcanzaron su mayor intensidad. Los principales diarios, revistas y medios de la capital y del país han rememorado aquellos momentos en que la consigna popular de los argentinos de todas las clases sociales era “que se vayan todos”, demanda que los coloca como los primeros indignados “del lado de acá” en los albores del siglo XXI.

La crisis institucional fue de tal magnitud que en dos semanas desfilaron seis presidentes por la Casa Rosada. La represión policial no logró disuadir a las masas sino que atizó aun más la rabia contra un gobierno que hizo poco por corregir la política económica del menemismo precedente, basada en una paridad ilusoria entre el peso y el dólar. El famoso “corralito”, del cual todos los argentinos conservan fresca memoria, fue la chispa que incendió Buenos Aires hasta convertirla en la ciudad de la furia. De un día para otro, miles de ahorristas veían impotentes cómo se pulverizaban sus ahorros en pesos, pues sólo se les permitía retirar una cantidad que en nada paliaba la situación. Y si no fuera suficiente con ello, los que tenían ahorros en dólares tampoco escaparon a la debacle financiera, porque sus cuentas fueron pesificadas. “Yo era dueño de un taller en Burzaco. En el peor momento de la crisis me dije que había que deshacerse de todo así que vendí cuanto pude. Prácticamente, regalé mi taller”, me comentó el taxista que me condujo del aeropuerto Jorge Newberry, más conocido como Aeroparque, al centro de Buenos Aires. “Ahora estamos mejor, pero igual todo sigue subiendo”.

El mundo entero vio cómo Fernando De La Rúa abandonaba la Casa Rosada en helicóptero para regocijo de los miles de manifestantes apostados en Plaza de Mayo y en los alrededores de la casa de gobierno. Ni en el peor de sus cálculos, De La Rúa imaginó en una situación semejante. Sin embargo, algunos meses más fueron necesarios para aplacar la furia de una nación.

Eduardo Duhalde fue el encargado de conducir la transición, no sin menos dificultades. Su gestión se vio empañada por la masacre del Puente Pueyrredón donde la policía intentó dispersar a un enorme piquete de manifestantes que bloqueaba la vía. (El piquetero, el cartonero y el cacerolazo se constituyeron como los emblemas de la furia colectiva. Para buena parte de los habitantes de la metrópoli, la incursión de los piqueteros y de los organismos de base del conurbano bonaerense fue un verdadero descubrimiento. A los piquetes, inicialmente conformados en su mayoría por gente de las villas miseria, se sumaron sindicatos, estudiantes y ciudadanos de todos los estratos sociales). Algunos opinan que fue Duhalde, no Kirchner, el verdadero artífice de la superación de la crisis. Otros consideran que Kirchner devolvió la esperanza a la nación argentina en su momento más grave, cuando más lo necesitaban. Oí decir que prefería tomar notas en un cuaderno que cargar con una laptop. Nuevamente, el peronismo viraba radicalmente desde un extremo político al otro. El peronismo es tan dúctil que fue capaz de cobijar a la Alianza Anticomunista Argentina de López Rega, a Montoneros, al neoliberalismo de Menem y al reformismo socialista de los Kirchner, que la izquierda hubiera querido ejecutar si llegaba al poder. De nuevo el peronismo le ganó por puesta de mano.

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Bajé en Leandro N. Alem y me dejé conducir por mi intuición. Evité preguntar por las calles en las que hacía casi dos décadas atrás, cuando era un adolescente igual de curioso que ahora, me desmarcaba de la vigilancia parental y emprendía la aventura de caminar por las calles, peatonales, plazas y parques que rodeaban nuestro hotel. Mientras más incierto el destino, me decía, mejor. Y ahora que transito por Lavalle, Florida, Esmeralda, Suipacha y tomo la Carlos Pellegrini hasta llegar al obelisco en el cruce de la 9 de julio con Corrientes me doy cuenta que sigo siendo el mismo.

Sigo Corrientes hasta Uruguay y me doy con una grata sorpresa que me conduce a la adolescencia cuando el canal 8 de Arequipa a fines de los 80 e inicios de los 90 pasaba cada el ciclo de cine pícaro todos los sábados a las 22 horas donde las estrellas eran el flaco Olmedo y el gordo Porcel, escoltados por Moria Casán y Susana Giménez. El negro Olmedo como cariñosamente lo llamaba la gente, ese rosarino entrañable que me hacía desternillar de risa con su chispa, estaba allí “sentado” junto a Javier Portales, otro grosso del humor argentino. Pero me extrañó que fuera este y no Porcel, con quien hizo una dupla legendaria, su compañía, sentados en un sillón, cruzados de piernas y con las sonrisas pícaras que les imprimían a sus personajes, de espaldas al Obelisco, con una perspectiva inmejorable para las fotos y con un espacio entre ambos para que cualquiera pueda terciar en la charla imaginaria entre estos dos capos de la comedia argentina. La escultura está a unas cuadras de otro monumento que homenajea a Olmedo casi en la esquina de Callao, en la vereda del teatro Alfil. Verlos en Corrientes y Uruguay, a partir de ahora, servirá para recordarlos actuando. Me tomo la foto de rigor.

Buenos Aires cambió, y mucho en la última década. Los paseos de Lavalle y Florida están abarrotados de vendedores y cómicos ambulantes. Los escaparates de las tiendas comerciales compiten con las ofertas de los “manteros” quienes se han apoderado del microcentro, me dicen, hace ya buen tiempo. Por momentos me recuerda al centro de Lima de los noventas. No es difícil reconocer a algunos compatriotas ganándose la vida en esta ciudad. Los más afortunados son prósperos empresarios que a base de esfuerzo se hicieron de un lugar en el paladar bonaerense, poco afecto al ají o al rocoto, insustituibles para nosotros. No es nada difícil encontrar un restaurant peruano por esta zona: arroz chaufa, seco de cordero, cebiche, papa a la huancaína, lomo saltado, arroz con pato (pollo en realidad), entre otros, son platillos de bandera, los más solicitados por la colonia peruana que de alguna manera así se mantiene vinculada con su patria a través de la comida. Incluso el mozo de la parrilla donde almorcé me confesó que regularmente come seco de cordero.

No falta por ahí, en alguna esquina muy transitada, parejas milongueras impecablemente ataviadas, dispuestas a exhibir su talento a cambio de unas monedas; pequeños conjuntos de música folklórica, tal vez integrados por peruanos o bolivianos. Casas de cambio, ciber-cafés, pollerías a la brasa, agencias para envío de remesas al exterior, buena parte de ellos, propiedad de peruanos como en Santiago de Chile. Son fáciles de reconocer por su nombre, afiches, música, imágenes y demás motivos que ambientan sus interiores: el Señor de los Milagros, Santa Rosa de Lima, la beata Melchorita, Sarita Colonia, Armonía 10, Hermanos Yaipén, Grupo 5, Macchupicchu, etc., son los más evocados por nuestros compatriotas en la capital del Plata.

Terminado el café, hago tiempo en las librerías que me salen al encuentro. El Ateneo es la más impresionante por la infraestructura y el catálogo que poseen, no obstante, no encontré lo que buscaba. Cada cierto trecho veo un afiche conmemorativo de los sucesos del 2001. Pero ya fue suficiente para mí. Esto de que “las paredes son la imprenta del pueblo”, como leí en el frontis del Banco Nación, me resulta de muy mal gusto. Prefiero pensar que las calles son el teatro del pueblo. Por estas en las que hace unas horas acabo de caminar, tuvieron lugar las mayores protestas contra un gobierno democrático en la Argentina, como no se registraba desde el final de la dictadura militar. Al mirar el obelisco, imagino la mezcla de rabia, impotencia y júbilo de la población volcada en las calles, los cacelorazos, los cánticos futboleros adaptados a la ocasión, las súbitas incursiones de los piqueteros, la arremetida de la policía, la huida de De La Rúa y la esperanza depositada en Néstor Kirchner.

Me aventuro a tomar un colectivo rumbo a Aeroparque. Mientras tanto, la noticia del momento es la operación a la tiroides de Cristina Fernández de Kirchner. Hugo Chávez aprovecha para difundir al mundo que existe una conspiración contra los gobiernos de izquierda latinoamericanos opuestos a la política de los Estados Unidos. El cáncer de Lula, Lugo, Cristina, y el suyo son las evidencias de la delirante teoría conspirativa del mandatario venezolano.

De lo último que me entero es que los muchachos de La Cámpora se preparan para una vigilia en la previa al internamiento de la presidenta argentina. Doy el último vistazo a estas notas hasta que el anuncio del vuelo a Lima me dice que ya es hora de partir. Hasta pronto, Buenos Aires, me verás volver. Sigue leyendo