Un asunto frío y vulgar
Gustavo Pino
Aletheya, 2019
Por Charlie Caballero
Universidad Nacional de San Agustín
ccaballerome@unsa.edu.pe
Las relación entre periodismo y literatura comprende una vasta tradición. A Journal of the Plague Year (1722) de Daniel Defoe, es uno de los antecedentes más remotos de la narrativa de no ficción, aquella que narra la realidad mediante el empleo de recursos literarios propios de la escritura de ficción. Posteriormente, en el siglo XIX, el ascenso de la novela como un género de masas en las grandes metrópolis europeas y estadounidenses estuvo acompañado de la consolidación de la prensa escrita. Los diarios más prestigiosos de Londres, París y Nueva York crearon suplementos culturales donde algunas figuras autorizadas, no por la academia sino por el reconocimiento de los lectores, exponían su apreciación sobre asuntos de la vida pública como artes, letras y política.
También publicaron novelas por entregas lo que conocemos como novela folletinesca. Dickens, Thackeray, Balzac, Flaubert, Zola llamaron la atención de los propietarios de diarios de gran circulación, por lo cual celebraron contratos de exclusividad para la publicación seriada de sus novelas. La novela folletinesca, cuyo equivalente actual son las series televisivas de alta sintonía en cable o vía Netflix, se caracterizó por una abordaje sencillo y liviano de situaciones cotidianas, escabrosas algunas, moralizantes, otras, a través de un tono melodramático que sintonizara sin complicaciones con las expectativas de los lectores de masa. Nos sorprenderá saber que las diatribas que Paulo Coelho recibe hoy por ser un autor de best sellers son en general del mismo calibre de las que recibiera Balzac por escribir novelas folletinescas bajo encargo. La elección de un novelista como posible autor folletinesco, así como su continuidad, dependían de la respuesta de los lectores, de modo que no era extraño que los dueños de diarios establecieran temas o directrices generales a sus autores, del mismo modo que establecían una línea editorial para el diario. En tal sentido, había que trasladar a la novela folletinesca las expectativas de los lectores, no contrariarlas. Visto así el interés de la floreciente industria periodística europea y estadounidense de mediados y fines del siglo XIX estuvo puesta no en los lectores tradicionales, sino en los nuevos lectores, una ingente masa de individuos (obreros, mujeres y niños) quienes fueron integrados a programas de alfabetización de los principales Estados-nación europeos, quienes décadas atrás no merecieron atención alguna.
Entrado el siglo veinte, la tensiones entre periodismo y novela se agudizaron. Tom Wolfe lo ilustra muy bien en The New Journalism (1973). Los novelistas consagrados gozaban de un aura envidiable para quienes deseaban convertirse en escritores. Los periodistas, no. El periodismo era tenido por un oficio mundano cuya escritura de ningún modo merecía una apreciación estética, puesto que no se la consideraba creativa. Wolfe cuenta que las redacciones de los diarios y revistas neoyorquinas congregaban a periodistas, jóvenes, maduros y viejos, que esperaban en algún momento dar el golpe escribiendo una gran novela, la cual los alejaría definitivamente de un oficio que solo apuntalaba sus precarias economías o que a lo sumo los convertiría en alguna autoridad referencial para los periodistas más jóvenes. Los mismos periodistas, anota Wolfe, subestimaban sus capacidades literarias. Los novelistas famosos estaban allí para recordárselo.
In Cold Blood (1966) de Truman Capote marcó un giro radical en la concepción de los límites entre periodismo y novela. Así, el término “novela de no ficción” dejó de ser una contradicción para constituirse en realidad literaria. Lo fáctico y lo ficticio encontraron en este subgénero el discurso apropiado para narrar la realidad mediante los recursos usados por la novela: diálogos extensos, perspectiva narrativa múltiple, intromisión del narrador en el curso de la historia, monólogos interiores, investigación documental, lenguaje estético, experimentación tipográfica, etc. Antes Hemingway, Dos Passos, y luego Capote, Gay Talese, Norman Mailer, Ryszard Kapuściński, y en Hispanoamérica García Márquez, Pérez-Reverte, Martín Caparrós y Tomás Eloy Martínez, demostraron que los periodistas tenían mucho que enseñar sobre el arte de escribir una novela.
En la literatura peruana, la intersección entre periodismo y literatura tampoco estuvo ausente. Valdelomar, Vallejo, Sebastián Salazar Bondy, Vargas Llosa, y más recientemente, Jaime Bayly, Jeremías Gamboa y Renato Cisneros, entre otros, alternaron el periodismo con la escritura novelística, escribieron novelas donde se combinan ambas escrituras o abordaron íntegra o parcialmente esta relación. El joven periodista que tiene aspiraciones literarias; el director malgeniado, hosco y displicente; el periodista experimentado a quien encargan la tutela del aprendiz; la muchacha femme fatale y un variopinto mosaico de personajes signados por la mediocridad y el fracaso son los tópicos más recurrentes en estas novelas.
Un asunto frío y vulgar (Aletheya, 2019) de Gustavo Pino desarrolla estos tópicos. La trama principal gira en torno a la investigación de Ignacio Expósito, narrador protagonista, sobre una serie de macabros asesinatos perpetrados en la ciudad de Arequipa. Las subtramas cuentan las vicisitudes personales del protagonista: episódicos encuentros sexuales con parejas de ocasión, su experiencia formativa en la sección policial de un diario local y la disipada vida de este joven periodista que posee inquietudes literarias.
Lo primero que debe destacarse en la decisión por publicar una novela, un género de largo aliento que demanda una concepción madura de la escritura, en el sentido del manejo de un amplio repertorio de recursos lingüísticos y técnicos. Lo otro es la apuesta por el relato policial. Ambas decisiones no son sencillas, puesto que el policial clásico posee convenciones que si bien muchos escritores han innovado sobre ellas, escribir un policial requiere un sólido respaldo de la tradición moderna europea y latinoamericana. Esta primera novela de Gustavo Pino nos coloca ante un relato policial típico: crímenes en la apertura, especulación, análisis e investigación, enredo y resolución. No obstante, la trama policial se disuelve por momentos en las digresiones de las subtramas, las que no aportan a la comprensión o revelación de aspectos no expuestos en el argumento principal. La novela habría ganado más profundidad psicológica si las subtramas abordaban en paralelo alguna revelación sobre el posible criminal. El proceso de la perversidad del criminal es un tópico difícil de soslayar en un policial.
La impronta de Tinta roja (1996), de Alberto Fuguet, y Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo es bastante ostensible. La caracterización de Ignacio y de Mayhuire, director del diario El Caso es muy semejante a la de Alfonso, practicante en el diario sensacionalista El Clamor y Saúl Faúndez, su jefe en la sección policial. Algunas escenas de la novela de Fuguet son adaptadas: en Tinta roja, Faúndez aprovecha la vulnerabilidad de una viuda para seducirla; en la novela de Pino, es el teniente coronel Chahuaicani quien hace lo propio. La hipótesis de asesinatos cometidos en el contexto de sacrificios rituales nos remite en seguida al thriller de Roncagliolo. El apellido del narrador personaje evoca al protagonista del filme El secreto de sus ojos, Benjamín Espósito, secretario de un juzgado quien también investiga un crimen. Hay, además, leves referencias a la novela negra en los pasajes donde se explora lo más escabroso de la condición humana: agresiones contra mujeres, violaciones a menores de edad y muertes masivas en accidentes atroces. Esta línea argumental requería mayor profundidad por cuanto son el marco donde Ignacio investiga la supuesta muerte de Manuel Quispe.
Un asunto clave en el policial es el poder. El investigador marcha en búsqueda de una verdad que corrobore su hipótesis; sin embargo, este emprendimiento es incómodo para el poder que hará todo lo posible por impedir la revelación o relativizar la contundencia de la verdad. La resistencia del poder ante la investigación de Ignacio es casi nula, más bien se allanan a las demandas del protagonista con alguna afectación, pero sin plantear obstáculos concretos. El mayor Camacho, el superior Chahuaicani y el director Mayhuire forman parte de poderes fácticos que requerían más contundencia en lo que concierne a los obstáculos que Ignacio debía vencer durante su investigación.
La advertencia que precede al proemio aclara que lo que prosigue es una novela de autoficción. El empleo de la primera persona, la correspondencia explícita o sugerida entre la identidad del autor, narrador y personaje, o entre personas reales y otros personajes, los referentes espaciales, así como el título, epígrafes y demás paratextos otorgan a las autoficciones una posición transgresora frente a las convenciones de la autobiografía y la novela. Es decir, la autoficción nos presenta a un mismo autor, narrador y personaje pero dentro de una historia ficticia donde la verdad de los hechos no pretende ser referencial; sin embargo, la presencia de equivalencias con la realidad provocan la ambigüedad. El boom autoficcional de los últimos 10 años en el Perú acusa el impacto de una agenda editorial que lleva varias décadas instalada en Europa, particularmente en los ámbitos anglófono y francófono. El desafío de los escritores periféricos será emular o reformular los discursos literarios hegemónicos sobre todo si obedecen a consignas de la industria editorial transnacional.
En la narración prevalece la acción dramática (diálogos) sobre la acción narrativa (resumen). Por ello abundan los diálogos copiosos donde los personajes son expuestos en su espontaneidad en vez de ser presentados por el narrador protagonista. Esto le confiere una oralidad al relato que contribuye a una lectura fluida. No obstante, algunos diálogos como el que confronta al asesino con el protagonista merecían un tratamiento más verosímil.
Es singular que la mayoría de los personajes socialmente subalternizados (criminales, dementes, inmorales y víctimas) estén representados con apellidos de origen quechua, excepto Chahuaicani y Mayhuire, quienes están socialmente más empoderados que Manuel Quispe, Milagros Condori y Manuel Pilco. Las mujeres son frívolas algunas; otras sexualmente dispuestas y a la vez autónomas con sus cuerpos.
Los mejores pasajes de la novela muestran la idiosincrasia de una ciudad caracterizada por el tremendismo, la ridiculez, los prejuicios y la inseguridad donde el protagonista siente que no tiene o debe construirse un lugar, un nombre propio. En este sentido, la orfandad aludida en su apellido plantea una búsqueda existencial. El tono melodramático con que se narra estas situaciones sugiere una sociedad que no trasciende la indignación sino que se regodea contemplando la desgracia ajena. Por otro lado, Ignacio Expósito adquiere una dimensión detectivesca cuando observa, deduce, cuestiona y avanza sobre la verdad.
Un asunto frío y vulgar nos recuerda que los medios de comunicación no pervierten a una sociedad sino que la confrontan ante sus propias miserias, y que la indignación social es en realidad el espanto ante nuestra propia contemplación.