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Crítica literaria y reseña de libros

LO RACIAL ES LO POLÍTICO

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El rumor de las aguas mansas

Christian Reynoso

Peisa

Lima, 2013

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Durante los últimos años de su gobierno, Alejandro Toledo enfrentó un prolongado desgaste debido a los frecuentes conflictos sociales surgidos en el interior del Perú. En la sierra sur estos reclamos sociales, económicos y políticos adoptaron la forma de reivindicaciones etnoculturales de la nación aymara. El progresivo ascenso de Evo Morales en Bolivia reforzó la idea de que existían otras naciones —confinadas al interior del Estado-nación oficial— no solo a la espera de un histórico reconocimiento político sino además y sobretodo, cultural. 

El linchamiento de Cirilo Robles, alcalde de Ilave —un pequeño distrito ubicado a 50 kilómetros de la ciudad de Puno, ocurrido a fines de abril de 2004— se interpretó como una advertencia de las pretensiones aymaras a todo el país y como ejemplo a seguir por otras comunidades si es que sus reclamos no eran atendidos. El rumor de las aguas mansas (Lima, Peisa, 2013), segunda novela de Christian Reynoso (Puno, 1978), narra las oscuras circunstancias que decidieron la muerte de Robles. 

Una repentina persecución obliga a Bruno Giraldo y Almudena a interrumpir su luna de miel y  huir de la ciudad de Lago Grande. Aquel lleva consigo el manuscrito de la investigación periodística emprendida por su amigo Núñez acerca de lo sucedido en Ilave tres años atrás con el alcalde Fernando Godoy, masacrado en público por una turba enardecida. La pareja se traslada a La Paz, Asunción y finalmente Buenos Aires hasta asegurarse de que la calma volvió a Lago Grande. No obstante, los pasajes más intensos y mejor logrados se relatan en el segundo capítulo donde se detallan los entretelones de la revuelta popular convocada contra el alcalde de Ilave. La extraña confluencia entre radicales aymaras, contrabandistas, autoridades locales y algunos allegados definió la trágica muerte de Fernando Godoy. 

La novela sostiene una hipótesis reveladora: en nombre de la cultura aymara, los rivales políticos de Godoy convencieron a los radicales de que había llegado el momento preciso para ajusticiar a los opresores del pueblo;  sus principales líderes vieron este ofrecimiento como la ocasión para exhibir a gran escala las demandas de la nación aymara; los contrabandistas, la oportunidad para desbloquear sus negocios; y los enemigos personales de Godoy, la hora de ajustar cuentas pendientes. El etnocentrismo de los movimientos pro nación aymara fue inteligentemente aprovechado por dos de los poderes fácticos más influyentes de la región: autoridades corruptas y crimen organizado. Sin embargo, la novela de Reynoso explora una lectura más osada: rencillas personales, líos sentimentales y celos profesionales acumulados contra Godoy  fueron la causa principal de lo sucedido en Ilave. En tal sentido, del mismo modo que el «aleteo de una mariposa puede provocar un huracán al otro lado del mundo», El rumor de las aguas mansas deja entrever que una mínima perturbación personal fue suficiente para desencadenar, en un contexto propicio, una secuela de acontecimientos fatales. El progresivo ascenso académico, económico y político de Godoy —a quien no le perdonaron la arrogancia ni los excesos— lo sitúa ante la mirada de sus enemigos como un aymara «blanqueado»: soberbio, letrado, mujeriego y con una promisoria carrera política; solo restaba construir la imagen del alcalde corrupto para deshacerse de él. 

El relato muestra que lo racial organiza varias dimensiones de la vida social en aquella región. Godoy, cuyo segundo apellido evidenciaba su origen aymara, superó hábilmente la discriminación racial, gracias a la convicción que había lograr el éxito personal, profesional y político; es decir, que el racismo es como una enfermedad que ataca despiadadamente a quien tuviera las defensas bajas, y la mejor defensa contra el racismo sería el éxito. Los líderes del Movimiento Juventud Popular Aymara sostenían una postura etnocéntrica a partir de la cual se asentaría la nación aymara. En lo académico, Godoy, sociólogo y doctor en Ciencias Políticas,  confrontó el discurso fundamentalista que sostenía la superioridad de la cultura aymara frente la raza blanca y mestiza. Al respecto, el apodo de Zorro Blanco es sumamente significativo: para sus enemigos, se trata de un sujeto astuto y con poder, cualidades que combinadas convierten a quien las posea en una amenaza; asimismo, es una referencia al homo politicus, es decir, a la imposibilidad de evadir las relaciones de poder que sitúan a cualquier sujeto dentro la matriz hegemonía/subordinación; y a la triple connotación de la política, como regulación del estado de naturaleza, legitimación del autoritarismo y como rebeldía contra la opresión del poder político. Lo interesante de la novela de Reynoso es que enfatiza las dos versiones más perversas de la política: el autoritarismo y la anomia. Quizá el revolucionario radical, el funcionario corrupto y el delincuente colaboran sin saberlo en la misma causa: la seducción del poder. 

La otra línea argumental cuenta los altibajos de la relación entre Bruno y Almudena, pero no alcanza la intensidad de la trama de Godoy; solo ofrece un marco para identificar a Bruno como un escritor atribulado por hallar tiempo para escribir lo que se perfila más adelante como una novela-reportaje inspirada en las vicisitudes que lo comprometieron con lo sucedido en Ilave. Almudena no adquiere el calibre del personaje que complemente a un escritor angustiado por escribir; es perturbadora por ser demasiado concesiva, no por oponerse deliberadamente a los planes literarios de Bruno, quien tiempo después advierte que tuvo el material de su historia desde el instante que comenzó la aventura del matrimonio, compromiso que implicaba el riesgo de postergar indefinidamente la escritura. Por ello el triunfo de Bruno fue hallar el momento idóneo para escribir. 

Así como los grandes acontecimientos históricos, las revoluciones hiperideologizadas y las luchas políticas y sociales más extremas tienen como detonador situaciones anecdóticas, íntimas, sentimentales, tan menudas como los celos personales, los grandes proyectos literarios se originan en las luchas y renuncias de un escritor. De este modo, la «gran historia» (history) bien podría narrarse a partir de una circunstancia personal (story), pero no por ello menos crucial para quien la escribe. 

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ESCRITURA CREATIVA: UNA APROXIMACIÓN

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El aporte de un taller de escritura creativa a la formación de un escritor es una discusión que suele concentrarse mayormente en el ámbito de la escritura literaria de ficción. Por ello es que muchos de los que se dedican a la creación poética, narrativa o dramática cuestionan estos talleres o, en el caso de que los dirijan, los recomiendan. Sin embargo, cabe preguntarse si la creatividad es un patrimonio de la escritura literaria, entendiendo “literaria” en la acepción más corriente: como ficción. En Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco señala que los Escritos de Lacan lucen tan creativos y sugerentes como un relato de aventuras; del mismo modo, la correspondencia de los más grandes genios de la ciencia ha mostrado, una vez revelada, que también disponían de enormes recursos creativos para la expresión escrita. ¿Por qué la obra de Dante, Cervantes, Shakespeare y Góngora se admite sin más como evidencia de escritura creativa y no así los ensayos de Montaigne, Roland Barthes, Maurice Blanchot, Jacques Lacan y Jacques Derrida? Para Eco la creatividad es posible en cualquier manifestación escrita sin perjuicio del saber que lo enuncie. Así, una carta, un ensayo, un cuento, una monografía, etc. podrían apelar a ciertos recursos de expresión escrita que los revistan de un lenguaje creativo, es decir, sugerente, metafórico, pleno de giros, analogías y comparaciones que refuercen, cuando no, amplifiquen la diversidad de significados posibles. En este sentido, un taller de escritura creativa no tiene por qué estar necesariamente dirigido a la formación de cuentistas, novelistas, dramaturgos o guionistas, sino a todo aquel usuario del lenguaje escrito interesado por un cierto tipo de registro textual que considera importante conocer y dominar.

Otro punto que suscita discusión es si realmente se puede enseñar a alguien a escribir creativamente. Para los convencidos de que el talento artístico es resultado de un genio creador, de una musa inspiradora o de alguna entidad sobrenatural externa al escritor es complicado admitir que alguien sin talento pueda lograr mediante el aprendizaje sistemático lo que ellos habrían adquirido de modo “natural”. Lo paradójico es que cuando estos genios de la palabra escrita dan testimonio de su proceso creador insisten en dejar lecciones a los novatos. O sea, si se trata de discutir la validez de un taller de escritura creativa, sostienen que allí de ningún modo se podría aprender a escribir; sin embargo, frente a un auditorio real, imaginario o simbólico ofrecen verdaderas clases magistrales sobre lo que deberían hacer quienes desean ser poetas o cuentistas. Ante cada testimonio semejante, siempre hallaremos un contratestimonio: Picasso era de la idea que la inspiración debe encontrar al artista trabajando; para Faulkner el esfuerzo y la constancia trascendían mucho más que la inspiración. Aunque un taller de escritura creativa lleve tal nombre, su objetivo primordial no debería ser formar escritores creativos sino incentivar el hábito de corregir lo escrito. En Taller de corte y corrección, Marcelo Di Marco advierte la importancia de esta precisión: quizá no sea posible enseñar a escribir, pero sí enseñar a corregir.

¿Y acaso no será que la proliferación de estos talleres obedece fines meramente lucrativos? La profesionalización de la escritura creativa mediante centros de formación académica, cursos de extensión universitaria o talleres en centros culturales demuestra que una institución responsablemente comprometida con la continuidad del taller debe invertir en infraestructura, publicidad, profesores y, eventualmente, en publicaciones. Inversión, si es que no gasto, pues si la rentabilidad no es sostenible en términos económicos, el primero en sufrir las consecuencias es quien ofrece el taller y, al mismo tiempo, los interesados en asistir. Un “taller” de 3 horas impartido sobre la marcha durante dos días, aunque fuera por el más célebre de los escritores actuales, no es en modo alguno un taller: podrá ser una conferencia magistral, un acopio de testimonios o confesiones de parte, una invitación a la escritura (o a la adquisición de su último libro, lo cual en realidad suele ser), pero no un taller, ya que este implica la participación activa del asistente en un hacer, y no la simple escucha. Por un evento así es claro que no habría por qué pagar; sin embargo, si se trata de varias sesiones semanales con frecuencia interdiaria, una plana docente experimentada, materiales de aprendizaje útiles y una certificación, la gratuidad condenaría al taller a la muerte por inanición, salvo que se disponga de un generoso y desinteresado presupuesto e instalaciones; que algún filántropo de las artes y letras lo financie; o que baste con la idea de que el taller es una reunión donde se intercambian conocimientos, anécdotas y libros (no son pocos los que confunden taller con grupo de lectura o club de amigos). Si se lo concibe así, definitivamente, tampoco habría que pagar. En consecuencia, en lugar de exigir gratuidad, convendría exigir que las actividades, materiales, saberes, espacio e idoneidad de quien lo ofrece estén a la altura de la inversión solicitada.

Finalmente, no falta los que desestiman un taller de escritura creativa porque quien lo dicte no sea propiamente un escritor con cierto prestigio, un número regular de publicaciones, premios que avalen la calidad de sus obras y con cierta trayectoria en el medio donde se desenvuelve. Recuerdo que cuando la Universidad Nacional Mayor de San Marcos inauguró la primera y única Maestría en Escritura Creativa en el Perú, anunció que su plana docente contaría con la presencia de Alfredo Bryce Echenique. Es muy posible que buena parte de quienes ingresaron a esta especialidad —que solo se mantuvo vigente durante 4 años— lo hayan hecho esperanzados en ver al autor de Un mundo para Julius frente a frente, charlar con él en los pasillos, tomar un café luego de clases o, armados de valor, compartirle algún escrito propio. Pues ni Bryce se asomó por la maestría, ni esta existe actualmente. Ciertamente, este no es el derrotero de todas las instituciones que anuncian la presencia de un escritor famoso, ya sea como parte de su plana regular o como invitado para una sesión. No obstante, aunque parezca obvio, no es suficiente con que un escritor famoso por la acogida de sus publicaciones dirija un taller de escritura creativa. Sí lo será que escriba, y también que lea críticamente. (Atiéndase con rigor a la siguiente observación que será motivo de otro artículo: escribir y publicar son dos decisiones totalmente distintas). Que sus apreciaciones sobre los escritos que evalúa contribuyan al desarrollo de competencias observables. No basta encandilar a la asistencia con anécdotas sobre escritores que los marcaron en la adolescencia ni sobre aquellos que son sus amigos íntimos, compañeros de aventuras y correrías nocturnas. Hay que retroalimentar con propiedad y rigurosidad.

En suma, un taller de escritura creativa no forma novelistas, cuentistas ni poetas; no enseña a escribir sino a corregir; requiere una inversión económica que lo haga sostenible y ello cuesta dinero; y más que un escritor reconocido, es indispensable un escritor-lector-crítico que nos brinde apuntes claros y precisos sobre nuestros avances en materia de escritura.

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LA RAZÓN AUTORITARIA

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Arequipa viene siendo narrada con más frecuencia según lo mostrado por novelas como Espejos de humo (Cascahuesos, 2010), de Goyo Torres, El nido de la tempestad (Tribal, 2012), de Yuri Vásquez, Babilonia en América (Tribal, 2012), de Aldo Díaz Tejada, y Nada que declarar (Tribal, 2013), de Teresa Ruiz Rosas, entre otras. El viaje de María Hortensia (Altazor, 2014), de Porfirio Mamani Macedo (Arequipa, 1963), se inscribe en esta tendencia reciente que elige Arequipa como escenario contemporáneo, cosmopolita e histórico, en algunos casos, o como sucede con esta novela, un espacio donde tiene lugar una trama policial con ingredientes del realismo mágico. 

El autor acierta en la elección del pueblo como locus narrativo, desplazando el interés precedente de otros escritores locales por narrar la metrópoli hacia una Arequipa que no es la urbana ni la de las gestas heroicas de la ciudad caudillo; tampoco la ciudad post crecimiento económico ni la urbe de las élites que añoran sus años de esplendor. Es más bien la Arequipa de pueblos que rodean la ciudad, por lo cual pareciera que vivieran otro espacio y tiempo propicios para acontecimientos insólitos. 

El argumento combina el relato policial con la narración de sucesos cercanos al realismo mágico: María Hortensia regresa a Arequipa luego de veinte años, concretamente, a un pueblo distante de la ciudad donde vivió de muy niña, con el propósito de descubrir al asesino de su padre. Durante esa búsqueda, se encuentra con personajes insondables como un hombre a caballo que la interroga ni bien llega al pueblo, quien después desaparece sin mayor explicación; un anciano con el don de ver el pasado, quien no le ofrece revelaciones claves; y un capitán autoritario convertido repentinamente en general. La narración alternada permite apreciar distintos momentos en la vida de la protagonista: el presente de María Hortensia empeñada en descubrir al asesino de su padre; sus padecimientos durante la infancia sin padre ni madre y a merced de una mujer que la detestaba; breves instantáneas de su paso por Lima y las vicisitudes experimentadas hasta antes de su regreso a Arequipa. 

La trama policial sumada a las ingentes dosis de misterio aproximan esta novela al thriller. El empleo de distractores para dilatar el suspenso, por ejemplo, tendiendo señuelos al lector para inducirlo a conclusiones apresuradas sobre la posible culpabilidad de un personaje refuerza esta cualidad. Sin embargo, aunque apenas iniciada se vislumbra efectivamente una novela policial, en varios pasajes se suspende las premisas básicas de este género, como la indagación racional, la observación o la intuición del personaje que decide investigar la resolución de un hecho ocurrido en circunstancias no esclarecidas, sobre el que existen diferentes versiones y que sucedió muchos años atrás. María Hortensia no es precisamente una investigadora aguda ni exhibe grandes cualidades analíticas; tampoco posee elaboradas hipótesis o conclusiones acerca del asesinato de su padre. Desde el inicio, y en reiteradas ocasiones, manifiesta el simple deseo de saber quién o quiénes mataron a su padre, pero no revela qué desea hacer con ellos al saberlo. Las acciones que emprende con ese objetivo no dan los resultados esperados, pero tampoco es que haya hecho mucho, más allá de trasladarse a su pueblo natal y realizar algunas preguntas muy generales. Su búsqueda personal es infructuosa, nada relevante halla porque sus indagaciones son erráticas, a tal punto que lo que llega a saber no es resultado de sus propias averiguaciones. Por ello es que María Hortensia es un personaje que no logra la performance que le compete dentro del relato policial estándar. 

Asimismo, tres elementos perjudican el desarrollo del argumento. Primero, la participación de personajes que desaparecen sin más, pero cuya presencia había cautivado la atención desde el inicio y que se anticipaban como piezas claves en el descubrimiento de la verdad. Segundo, la inclusión de secuencias narrativas como la irrupción del excéntrico capitán Carvajal, la cual si bien imprime matices del realismo mágico, en ciertos instantes incurre en una descripción disforzada. En este sentido, no se aprovecharon en toda su dimensión las expectativas sembradas por personajes como el misterioso hombre a caballo, doña Gertrúdez —la cual parecía iba a cobrar un protagonismo fundamental a medida que avanzaba el relato— o el mismo general Carvajal. 

Las referencias espacio-temporales sugieren que la novela se ambienta hacia las tres últimas décadas del siglo XX. La representación del militar como un sujeto permeable al autoritarismo y absolutamente convencido de su función salvadora en la sociedad incluso en un contexto carente de una amenaza flagrante es un rezago de la tradición autoritaria en el Perú. El general Carvajal es un amante desaforado así como un individuo paranoico y autoritario, es decir, congrega los excesos que supuestamente una figura de autoridad debiera mantener bajo control en la esfera pública. De otro lado, la resistencia del pueblo no es contundente, no pasa de leves contravenciones a sus mandatos. Pese a ello, Carvajal es fundamental en el desenlace. 

Si bien El viaje de María Hortensia no es una lograda novela policial, lo más sugerente de su discurso está en el modo cómo representa la lectura del pasado y el juego de relaciones de poder. Por un lado, a pesar que María Hortensia posee motivos más que justificados para emprender una venganza implacable por los maltratos recibidos cuando niña y por la muerte de su padre, no es la venganza el móvil de su regreso sino tan solo saber quién o quiénes mataron a su padre. O sea que lo que estimula su búsqueda es el «saber», pero no se atribuye el «comprender» ni el «juzgar», operaciones que aparentemente la desbordan. Por el contrario, es Carvajal quien se arroga la facultad de juzgar drásticamente, sin mayor análisis ni dilación, a quienes considera responsables de un crimen. La novela sugiere a través de María Hortensia que juzgar es una acción que comporta una gran responsabilidad incluso para aquellos que supuestamente tienen suficientes razones para aplicarla hasta las últimas consecuencias; por consiguiente, la manera más honesta de examinar el pasado consiste en abstenerse de juzgar y en lugar de ello sería mejor saber para después comprender y en una instancia posterior, recién juzgar. 

Por otro lado, en la novela de Porfirio Mamani asistimos a una confrontación de poderes fácticos: la fuerza armada y la oligarquía terrateniente. Los antiguos propietarios que retornaron al pueblo para recuperar sus bienes se encuentran con un panorama totalmente distinto al que dejaron veinte años atrás. Ya no es el contexto en el que la oligarquía tuvo en los militares un aliado incondicional sino a un adversario dispuesto a disputarle espacios de poder. Si vemos en el velascato un régimen que terminó con el Estado oligárquico y que «a trancas y barrancas» emprendió una reforma de la sociedad peruana, adjudicándose para sí el deber de conducir la justicia social, la muerte del padre de Hortensia y el desencanto de esos «extranjeros» ante la imposibilidad de recuperar sus bienes expropiados por el general Carvajal, sugiere una lectura literaria de los trabajos de la memoria y la razón autoritaria en el Perú. 

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FICCIONES FUNDACIONALES

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Belisario Llosa y Rivero
El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa

Mario Rommel Arce Espinoza
Arequipa, 2014
Cascahuesos

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El siglo XIX fue crucial en la formación de la idea de nación en América Latina. El romanticismo latinoamericano en sus vertientes histórica, social y política tuvo en la novela a un género que contribuyó sustancialmente al diseño de estas ideas. Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento; Amalia (1855), de José Mármol; María (1867), de Jorge Isaacs; Clemencia (1869), de Ignacio Manuel Altamirano; Martín Rivas (1892), de Alberto Blest Gana; El matadero (1871), de Esteban Echevarría, entre otras, son algunas de las novelas más emblemáticas de este periodo.

Asimismo, el siglo XIX fue escenario de la confrontación entre las ideas políticas que regirían los destinos de las nacientes repúblicas latinoamericanas en el siglo posterior: liberalismo, conservadurismo, socialismo, anarquismo, indigenismo y nacionalismo fueron el marco ideológico de encendidos debates protagonizados por un creciente sector de ciudadanos ávidos de participar en la opinión pública, esa esfera deliberativa que congregaba a todo aquel que formando parte de la ciudad letrada sentía la necesidad de asociarse libremente con sus pares ideológicos en torno a partidos políticos y círculos literarios principalmente. La intelligentsia más notable de las metrópolis latinoamericanas, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, fue configurando entre mediados del XIX e inicios del XX una sociedad de opinantes, entre académicos y autodidactos, con gravitante influencia en las masas letradas.

En estas coordenadas se sitúa parte de la genealogía literaria trazada por Mario Rommel Arce (Arequipa, 1971) en su libro Belisario Llosa y Rivero. El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa (Cascahuesos, Arequipa, 2014). El texto tiene dos partes: en la primera, el autor se remonta a los primeros ancestros de Mario Vargas Llosa, quienes procedentes de España se instalaron en Arequipa promediando el siglo XVIII. Rommel Arce anota que distinguidos miembros de la familia Llosa, a lo largo de sucesivas generaciones, ocuparon cargos importantes en la función pública, y en otros casos, se dedicaron a las letras. Justamente, Belisario Llosa —bisabuelo de Mario Vargas Llosa y autor de la novela Sor María— es el motivo central de su investigación. Seguidamente, expone una breve sumilla de la trayectoria de Mario Vargas Llosa. La segunda parte reúne tres textos de Belisario Llosa: un discurso pronunciado en 1881 en la Universidad Nacional de San Agustín con ocasión del inicio del año académico; la novela corta Sor María (1886), premiada en el concurso internacional del Ateneo de Lima; y un ensayo titulado «El genio y el gusto» (1886), leído en una velada literaria realizada en el Ateneo de Lima.

Sor María narra la desventura amorosa de dos jóvenes, Carlos Mare y María Laran. La historia transcurre en París, Lima y Arequipa. Se trata de una novela corta que contiene los motivos centrales de la novela romántica: la mujer virtuosa, ángel del hogar, que deviene monja piadosa luego de una decepción amorosa; el hidalgo caballero que acude al rescate de damas desprotegidas; la separación de los amantes producto de circunstancias fuera de su control; el exilio voluntario del o de la amante que se considera abandonado; el reencuentro en otra ciudad lejana luego de muchos años y peripecias; la fatalidad, ya sea la ruina moral o económica que agobia a los amantes, como digno de un degradación progresiva; el desenlace fatal que los reúne; y el enfoque de un narrador testigo que confiesa haber recibido el relato de primera mano. Es llamativo que los mejores momentos de la pareja hayan tenido lugar en París durante su niñez y albores de juventud y que a medida que maduraban acaecían mayores desgracias, las cuales no cesan sino se incrementan luego del reencuentro; como también es singular que estas circunstancias acontezcan en los márgenes de Europa, es decir, en Lima y Arequipa, en momentos que las nacientes repúblicas latinoamericanas libraban guerras internas por el poder. Y si bien el tópico dominante es el idilio propio de la novela romántica francesa, a diferencia de María, de Jorge Isaacs, la naturaleza americana no adquiere un protagonismo central en el relato de Belisario Llosa; y en contraste con Amalia, de José Mármol, no son las ideas políticas el contexto que rodea a los amantes.

Los capítulos correspondientes a los ancestros de Mario Vargas Llosa —y propiamente a Belisario Llosa— suscitan reflexiones que trascienden el valor histórico de la genealogía de los Llosa. Pues el mayor aporte que encuentro en el libro de Rommel Arce no está en tal genealogía sino en la relación entre literatura y política. Indagar en tales relaciones yendo más allá de la trayectoria de una familia distinguida con la finalidad de examinar cómo se fueron configurando las ideas políticas y las discusiones literarias en la Arequipa del siglo XIX y qué tanto subsisten hoy algunas «ficciones fundacionales» —empleando el término de Doris Summer— sobre la identidad arequipeña y su peculiar idea de nación, es un desafío mayor que no debemos soslayar. No obstante, es significativo el aporte de Rommel Arce en lo concerniente a la publicación de los tres textos de Belisario Llosa que de otra forma no estarían al alcance del público masivo.

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TESTIMONIOS SUBALTERNOS

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Publicado en Revista Latinoamericana de Ensayo Critica.cl

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La narrativa de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956), escritora radicada hace varios años en Colonia, Alemania, ha obtenido reconocimientos en importantes certámenes internacionales como la final del Premio Herralde 1994 para su primera novela, El copista (Anagrama, 1995) y el Premio Juan Rulfo en 1999 para su relato Detrás de la calle Toledo (Antares, 2004). Posteriormente, El retrato te ha deslumbrado (Free Penn, 2005), publicado en español y alemán, reunió su producción cuentística. Con La falaz prosperidad (San Marcos, 2007) y La mujer cambiada (San Marcos, 2008), la escritora arequipeña retornó a la novela hasta llegar a su más reciente publicación de largo aliento, Nada que declarar (Tribal, 2013).

Silvia Olazábal Ligur —personaje que en La falaz prosperidad evoca su experiencia europea y las penurias que ha atravesado desde entonces— reaparece en la última novela de Teresa Ruiz Rosas. Ahora se narra un momento un tanto más confortable de su vida, aunque no exento de situaciones igualmente penosas para esta joven traductora arequipeña residente en Alemania hace un par de décadas. Nada que declarar cuenta, por un lado, la historia de Silvia Olazábal, embarcada en la tarea de escribir el testimonio de Diana Postigo (Dianette Pöstges), una muchacha limeña que, bajo la promesa de una vida mejor, viajó a Alemania donde fue obligada a ejercer la prostitución en la ciudad de Düsseldorf. Por otro lado, la novela contrasta la experiencia europea de ambas mujeres, en lo concerniente al hecho de ser mujer y latinoamericana en Europa, así como un sutil contrapunto entre los avatares de la traducción y el meretricio. Otros relatos que alternan con los anteriores tratan sobre el erudito arequipeño Gastón Solís —conocido como «El Hombre de los Libros Rojos», famoso por haber publicado numerosas ediciones piratas de importantes pensadores alemanes, entre ellos las de Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y Max Horkheimer— cuya vida Silvia también está interesada en narrar; y aparte, las esporádicas apariciones del escritor Rogelio La Mar, entrañable amigo de Silvia Olazábal, personaje que nos remite en seguida a Edmundo de los Ríos, autor de Los juegos verdaderos. No obstante, las vicisitudes de Silvia estructuran todas las líneas argumentales de la novela.

Las mujeres han cobrado especial protagonismo en la narrativa de Teresa Ruiz Rosas: la bella Marisa Mantilla, amante del copista de partituras musicales Amancio Castro en El copista; Dora Bakarel, hija del cineasta búlgaro Slatan Dudow y de Silvia Olazábal en La falaz prosperidad; y la ayacuchana Elvira Peña de La mujer cambiada. Nada que declarar prolonga esta atención situándola en una problemática social de alcance global como es la esclavitud sexual vinculada a la prostitución y otras circunstancias en las cuales se muestra las peculiaridades de la condición subalterna de una mujer.

El escrutinio de los matices que definen la subalternidad del «ser-mujer» es un elemento central en la relación que entablan Diana y Silvia, ya que la novela evidencia la distancia sociocultural que media entre ambas. El ser mujer, negra, latina, pobre, indocumentada, monolingüe y sin profesión configura una condición subalterna que no es equiparable a la de una mujer latinoamericana blanca, de clase media, trilingüe, becada y traductora; del mismo modo que las mujeres de Europa oriental respecto a sus pares alemanas, o de cualquier mujer en la sociedad islámica respecto a las europeas. Sea en América Latina, Europa o el Islam, la novela enfatiza una condición subalterna en la mujer que tiende a esencializarse: la mirada masculina que subestima toda posibilidad de autonomía o emancipación para la mujer. De este modo, pese a la distancia sociocultural, se explica por qué Diana y Silvia padecieron situaciones en las que el ser mujer significó una condición suficiente para ser vulneradas en su dignidad.

El cosmopolitismo es otra cualidad que se advierte en esta novela. Arequipa, Lima, Düsseldorf, Berlín, Barcelona, Marruecos son los escenarios por donde transita Silvia Olazábal, de ascendencia vasca e italiana; culturas, lenguas, modos de vida y saberes diversos integran su experiencia global acumulada, en contraste con los estereotipos homogenizantes de la mirada eurocéntrica, particularmente, alemana, ante la cual toda la periferia latinoamericana o árabe es la misma. (No en vano, la actual idea de Europa proviene en gran parte del pensamiento de Kant, Hegel y los románticos alemanes). Sin embargo, la protagonista se las arregla para evocar Arequipa a lo largo de su variada travesía cosmopolita. En este sentido, Nada que declarar se suma a la extensa tradición de novelas que narran la experiencia de los latinoamericanos en Europa, en las cuales el leitmotiv sigue siendo la desmitificación de cierta idea sobre el Viejo Continente, la asunción del regreso como un fracaso y el sufrimiento, una escala obligatoria en el camino hacia la felicidad.

En relación a lo anterior destaca el motivo del exilio voluntario, ese desarraigo que atormenta a los individuos que buscan en otra nación o en otra lengua a la patria que sienten les ha sido negada en su origen. Silvia, Diana y el excéntrico Gastón Solís son personajes extraterritoriales, quienes, con éxito en algunos casos y con no menos padecimientos en otros, intentaron crearse una patria personal fuera del Perú: una económicamente próspera para Diana, otra refinada y erudita para Gastón, y otra lingüística y culturalmente más diversa para Silvia.

Diana es la mujer subalterna que procura hablar a través de otra mujer subalterna pero mejor situada. La indagación de Silvia en el testimonio de Diana Postigo revela el entramado del comercio sexual en la vida social donde se articulan sexo, raza, nacionalidad, clase social, profesión y lengua, y donde el cuerpo de la mujer constituye un territorio a dominar, primero, y a explotar, después, hasta doblegar toda posibilidad de resistencia. Diana carece de la competencia necesaria para escribir su propia historia, por ello solamente ofrece su testimonio oral a Silvia quien sí posee el control del discurso escrito. En la decisión de contar una historia de vida y en la de escribirla, el lenguaje se perfila como un recurso liberador que confronta la violencia sexual volcada sobre el cuerpo de la mujer —histórico territorio de disputas por su emancipación— y paradójicamente la confronta narrando sus episodios más dolorosos.

Así, la célebre pregunta de Gayatri Spivak, «¿Puede el subalterno hablar?», obtiene una respuesta parcialmente positiva en la reciente novela de Teresa Ruiz Rosas, en tanto la condición subalterna de una mujer como Diana solo alcanza a ser voz mediada por otra mujer, Silvia, situada en una posición menos oprimida y con mayores posibilidades de expresión para su discurso.

Nada que declarar representa un punto de quiebre en la novelística de Teresa Ruiz Rosas, no solo porque se trata de una obra notablemente más extensa que sus precedentes sino por la ambición del proyecto narrativo que la orienta: una voz narrativa muy versátil en cuanto al punto de vista —del narrador-personaje a la tercera persona omnisciente y la combinación simultánea del estilo directo e indirecto— narraciones alternadas, retrospecciones, largas y por momentos extenuantes digresiones, y un constante diálogo intertextual entre literatura y experiencia vital, pero sobre todo, un afán totalizante en el cual espacios, culturas y lenguas se superponen en una narración que les confiere simultaneidad, como ha sido propio de la novela posmoderna, configurando una novela total no porque exhiba una minuciosa descripción de la realidad sino porque condensa aspectos contrastantes de realidades diversas.

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SUMA POÉTICA DE CHURATA

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La obra de Gamaliel Churata (1897- 1969) contiene una de las expresiones más heterogéneas de la poesía vanguardista peruana. En Bolivia, donde vivió más de 30 años, integró el grupo literario Gesta Bárbara, de Potosí; en el Perú lideró el grupo Bohemia Andina y formó parte del grupo Orkopata, ambos en Puno, ciudad en la que presentó su propia corriente literaria, el ultraorbicismo, durante una conferencia dictada en 1965. Además, dirigió las revistas La Tea (1917-1920) y Boletín Titikaka (1926-1928). El pez de oro (1957) constituye su obra más importante, la cual junto a La casa de cartón, de Martín Adán, y El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas, integra una trilogía textual caracterizada por la disrupción de las convenciones estilísticas, estructurales y lingüísticas. En este sentido, José Luis Ayala señala que Churata se adelantó en muchos años a Arguedas, Cortázar y Rulfo, y Ricardo González Vigil considera que anticipó lo real maravilloso de Carpentier, Asturias y Arguedas. Sin embargo, aparte de El pez de oro, Churata no publicó otros libros de poesía, lo cual ha dificultado la tarea de constituir un corpus de textos que sirva de base para iniciar investigaciones sobre aquella producción poética igualmente deslumbrante y esquiva desatendida por la crítica debido a que la mayor parte de su obra poética se halla dispersa en periódicos, revistas y antologías.

Superar esta dificultad es el objetivo central de Mauro Mamani Macedo en Ahayu-watan. Suma poética de Gamaliel Churata (Lima, Pakarina, 2013), donde ha compilado la poesía de Churata publicada en revistas y antologías, precedida por un estudio sobre su proceso poético. Ahayu-watan continúa una línea de investigación acerca de la poesía andina desarrollada por Mamani Macedo en Poéticas andinas (2009) y Quechumara. Proyecto estético ideológico de Gamaliel Churata (2012).

La primera parte, “El proceso poético de Gamaliel Churata”, expone las particulares circunstancias en torno a la publicación de los poemas de Churata y establece tres periodos para su producción poética. Mamani Macedo afirma que debido a la atención concitada por El pez de oro la crítica académica no ha estudiado el resto de la poesía de Churata, específicamente, la publicada en diarios, revistas y antologías. Además contrasta la poesía que el poeta puneño proyectó publicar y la que efectivamente se publicó, colocando un paralelo entre poesía anunciada y poesía publicada. Mamani Macedo estima que Churata habría escrito siete libros de poesía: Hararuñas del Chullpa tullu, Harawilegio del Khori-puma, Canciones de ultratumba, Kirkhilas de la sirena, Mayéutica, Baladas, Haylli incásico, Biorritmias del Tawan y Estrellas del Kosko. Ninguno de estos títulos anunciados por su autor llegó a editarse. Al indagar en la poesía publicada en diarios, revistas y antologías —editadas en Lima, La Paz, Arequipa, Cusco y Puno— reconstruye parte de la obra anunciada por Churata.

¿Por qué fue desatendida la obra de Churata? Mamani Macedo anota algunas razones como la escasa difusión de su obra, la dispersión de su poesía en publicaciones periódicas, la trascendencia de El pez de oro —que relegó al resto de su obra poética—, el registro de la escritura poética de Churata —la cual exige un lector compenetrado culturalmente con la realidad andina—, y de igual modo, porque la poesía quechumara demanda un lector lingüísticamente competente para examinarla.

El autor de Ahayu-watan divide el proceso poético de Churata en tres momentos: modernista, vanguardista y andino, cuyos límites están mediados por transiciones, donde la hibridez del registro textual es la marca distintiva en cada etapa, pero con predominio de un particular uso del lenguaje, formas poéticas y referentes culturales. El periodo modernista está determinado por un contexto en el que los poetas latinoamericanos escribían bajo el influjo de Rubén Darío. Churata y los poetas puneños contemporáneos no se mantuvieron al margen de esta influencia. Los temas amatorios y nostálgicos, y el empleo del soneto y el verso alejandrino evidencian la filiación modernista de la poesía churatiana. No obstante, Mamani Macedo anota que en esta etapa se advierten ciertos giros hacia las formas poéticas andinas. La polémica entre Churata y Vallejo forma parte sustancial del momento vanguardista. Churata, a diferencia del autor de Trilce, sostuvo que el vanguardismo latinoamericano no constituía una simple extensión o imitación de un movimiento originalmente europeo, sino que aquel se erigía sobre la base de una especificidad histórica y cultural. Es así que la renovación del lenguaje mediante la fusión del quechua, aymara y español evidencia de parte de Churata una búsqueda por modelar una expresión genuinamente indoamericana. Asimismo, la ruptura de las convenciones ortográficas, la ausencia de signos de puntuación y el empleo de metáforas disruptivas demuestran la impronta vanguardista en la poesía de Churata. La etapa andina se halla básicamente en El pez de oro. La inserción de formas tradicionales de la poesía quechumara (haylli, harawi, tokaña, eiray, hararuñas, etc.) dentro de un texto tan heterogéneo por los géneros que lo componen (relato, poesía, panfleto, ensayo) permite a Mamani Macedo delimitar un núcleo autónomo que mantiene una relación intertextual con el resto de la obra.

La segunda parte contiene los poemas publicados por Churata en diarios, revistas y antologías siguiendo el orden cronológico de publicación. Mamani Macedo explica el significado de Ahayu-watan: el ahayu es la parte del ser vivo vinculada a la naturaleza y a las divinidades; se trata de una categoría propuesta por Churata (ahayu-watan: el alma amarra) que destaca la continuidad entre naturaleza, comunidad y divinidad.

Ahayu-watan no solo ofrece la sistematización de un proceso poético y el acopio de poemas dispersos en publicaciones periódicas, sino que contribuye a superar el abandono de un amplio sector de la crítica, lo que redunda en una mayor difusión y estímulo para posteriores investigaciones sobre la obra de Gamaliel Churata.

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DISCURSOS TUTELARES

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La mayoría de los relatos que integran Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013) giran en torno a circunstancias decisivas en la elección por la escritura. Hay un relato vital exterior: la construcción del escritor en función del reconocimiento otorgado por figuras de autoridad —la mayoría escritores— paralelo a la narración ficcional del proceso que condujo al protagonista de la ficción hacia la escritura literaria. 

Sin embargo, el relato más revelador no se halla en alguno de los cuentos que conforman el libro sino en el discurso exterior que construye la imagen del escritor sobre la base del reconocimiento otorgado por otros escritores, el cual complementa la historia de cómo y por qué es posible convertirse en escritor. 

La apelación a figuras de autoridad es una estrategia acorde a la lógica cultural del capitalismo tardío que tiene en la industria cultural un motor y motivo para legitimar ideas dominantes sobre las artes y las letras, donde por ejemplo resulta más determinante el aura del escritor que la discusión de su discurso literario. El problema de la invocación a una  autoridad es que es el aura lo que finalmente se impone; la transferencia de esa aura a través de una apreciación favorable, es delegación, consentimiento, admisión, pero deja intacta la interpelación a las implicancias más nefastas del discurso literario, asunto desplazado por la figura autoral que brinda su respaldo. Asimismo, la figura de autoridad es una imagen tutelar, garante y cobijadora. Es así que el protagonismo del aura, la celebración o denostación del autor como fuente exclusiva del sentido del texto, (teleología autoral), deviene olvido del discurso que emana de su escritura.

Una crítica aureática solo puede ser cómplice del establishment, porque abandona al lector ante el asedio de las ideologías dominantes toda vez que no interpela el discurso que supuestamente debiera criticar. Esta es una de las debilidades más persistentes en la crítica literaria  manifiesta en las redes sociales y la prensa en Arequipa, sobre todo en la proveniente de escritores que comentan obras de otros escritores, aunque también en aquellos que provienen de los estudios literarios. En este sentido, no son pocos los escritores persuadidos por la falacia biográfico-referencial, por ejemplo cuando se identifica al personaje de un cuento con una persona real. Igualmente perjudicial es la crítica parafrásica, es decir, aquella que no trasciende los sentidos que el texto expone sino que los reorganiza y expone al lector acompañada de adjetivaciones vacías de contenido: “gran autor”, “la mejor obra… el peor libro”, “soberbio lenguaje”, “estilo logrado”, etc. Sea porque el autor seduce, sea porque no se arriesga a examinar el texto, ambas modalidades de crítica confinan al lector a un lugar muy seguro, al terreno de la obviedad. Y la crítica no puede ser más un espacio garante de certezas.

La recepción del último libro de cuentos de Orlando Mazeyra Guillén es un ejemplo de lo antedicho. Que buena parte de las apreciaciones sobre Mi familia y otras miserias sean aureáticas y parafrásicas no es casual. Es un reflejo especular de una sociedad en una época que ve en las artes y letras una plataforma ideal para leerse a sí misma —si no es para admirarse de sus propios avances— para ratificar lo que considera haber logrado con éxito en la economía y gastronomía.  De modo que la entusiasta celebración aureática de y sobre los escritores que adquieren y transfieren un aura tiene correlato en una crítica claudicante y circular. Aura y paráfrasis son ambas las dos caras de una misma moneda.

El relato interno, transversal a casi todos los cuentos, es el devenir del sujeto escritor producto de circunstancias aciagas donde el padre es el monstruo mitológico que motiva al protagonista a elegir la escritura como territorio para resistirlo y combatirlo. No obstante, el discurso predominante en los cuentos no es el del poder transgresor de la escritura, pues no desestabiliza al sujeto represor sino que, paradójicamente, lo empodera mediante la exposición redundante de escenas represivas, donde la agencia es potestad paterna. Se trata de una forma peculiar de veneración fundamentada en la reactualización de la escena represiva, en la redramatización de los roles jerárquicos y en la inmovilidad contemplativa del ejercicio del poder. El regodeo sobresaturado y circular en la exposición del poder paterno dificulta el cuestionamiento de ese mismo poder. No solo la sumisión o el acatamiento dócil son señales de veneración, también lo es la actitud contestataria basada  en la re-visión de las escenas represivas, de la performance del poder en su máximo esplendor.

El poder subversivo de la escritura, condensado en la máquina de escribir como símbolo, solo alcanza una representación rudimentaria: no es la escritura sino la máquina de escribir en tanto solamente máquina, instrumento, objeto, herramienta, la que es usada para confrontar al padre, es decir, la máquina de escribir es un arma tan reducida en sus posibilidades de subversión que otros objetos podrían reemplazarla y lograr el mismo propósito —incomodar el poder paterno— pero no por lo que simboliza o por el discurso que produce, donde radica su mayor capacidad transgresora. Tal es así que el poder paterno permanece incólume, el padre ignora de dónde provino la agresión (es otro mucho más subalterno que el hijo, un ladrón, el que acarrea la responsabilidad del ataque) y el protagonista disfruta de lo que interpreta como una victoria: haber provocado la furia paterna.

Sin embargo, tal como es representado en varios pasajes, el poder paterno no requiere de una provocación para desencadenar violencia, le basta apelar a su propia condición para ejercerla soberanamente. Incluso la provocación es un aliciente, una oportunidad para refrendar su situación de poder. Este tipo de confrontación rudimentaria termina por empoderar a quien se pretende debilitar. En consecuencia, aunque la escritura es una presencia permanente en los relatos que ofrece evadir una realidad adversa, la evade más no la discute.

Otro aspecto que merece detenida atención es la representación de la clase media arequipeña. Este es el asunto primordial, aun más que la impronta paterna, pese a que esta presencia es constante. Tal como es representado, el discurso de Mi familia y otras miserias hurga en las miserias históricas de la clase media: el culto a sus represores, la nostalgia por la identidad perdida o estropeada y los ritos de iniciación de los que no puede despercudirse como la universidad, el título profesional, el empleo, el desenfreno adolescente, la abnegación materna, enmarcadas todas ellas en una idea de tutelaje que no incomoda sino que brinda confort: el tutelaje de la palabra autorizada.

Se trata de una clase media, o más bien de una generación particular y contextualmente situada, que lamenta no haber llegado durante el esplendor de una sociedad sobre la cual dispone de testimonios y concepciones heredadas que no cuestiona; una clase media convencida de que tiene una misión redentora, si no es restauradora. Así, los límites de la identidad cultural son los límites de las comunidades imaginadas desde la clase media arequipeña donde nuevamente un lugar común no problematizado es la dicotomía limeño/arequipeño. Una clase media local que carece de referentes actuales que exhibir como ejemplos de virtud, y a la cual solo le resta echar mano de sus monstruos mitológicos, recurso que en los cincuentas y sesentas en América Latina tuvo como correlato la disidencia política, los cambios sociales, el mayo francés, el feminismo, la revolución sexual, la guerra fría y que actualmente a nivel local canta y llora sus miserias en un registro a veces exultante de protagonismo y otras sensiblero y melodramático. El melodrama de la joven clase media arequipeña, sus excesos, descensos y crisis.

Un logro parcial es narrar esta situación; la tarea pendiente es sabotear ese modelo de sociedad. 

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LOS CAMINOS DE PIGLIA

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Publicado en la Revista Latinoamericana de Ensayo Critica.cl 12-09-2013

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El policial latinoamericano tiene en Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940) a uno de sus más notables escritores. Sus novelas Respiración artificial (1980), La ciudad ausente(1992), Plata quemada (1997), Blanco nocturno (2010) y la reciente El camino de Ida (2013); los cuentos reunidos en La invasión (1967), Nombre falso (1975) y Prisión perpetua (1988); así como los ensayos Crítica y ficción (1986), La Argentina en pedazos (1993) y El último lector (2005) integran lo más destacado de su obra.

En El camino de Ida, Piglia retoma a Emilio Renzi, habitual personaje de sus novelas,  protagonista deBlanco Nocturno y que apareciera por primera vez en La invasión. Renzi, a quien nada le espera en Buenos Aires, mientras que Estados Unidos solo le ofrece una vigencia sin pena ni gloria, aceptó la invitación de la profesora Ida Brown para dictar un curso en la prestigiosa Taylor University de New Jersey sobre la experiencia argentina del naturalista y escritor William Henry Hudson. Luego de sostener un furtivo affaire con Ida, se convierte en el principal sospechoso para la policía que investiga la repentina muerte de la profesora.

La trama policial del relato permite apreciar la maestría de Piglia en el dominio del género. La experiencia de Renzi como profesor de un seminario sobre Hudson; la investigación de la muerte de Ida Brown; y la búsqueda y captura del matemático Thomas Munk conforman las principales líneas argumentales narradas por Renzi en primera persona. Su evocación, puesto que entre los sucesos narrados y el presente ha mediado cierto tiempo, es la que da coherencia a la historia. Retrospectivamente, el narrador personaje va recuperando fragmentos de hechos ya acontecidos. Renzi se remonta al pasado y dentro de él inserta otras líneas argumentales menores: su pasado en Buenos Aires, el deterioro de su matrimonio y breves referencias a la dictadura militar en Argentina. Aunque la experiencia norteamericana de Renzi y su interés por Hudson, y la muerte de Ida Brown se perfilaban como las tramas más importantes, la historia de Munk concita la atención durante la mayor parte de la narración. El estilo de escritura facilita recorrer la historia sin detenerse en detalles nimios. Algunas descripciones brindan una idea general que el lector con suma facilidad puede completar para luego avanzar, lo cual muestra un uso idóneo de la elipsis narrativa, de manera que breves trazos y omisiones oportunas redondean algunas escenas que de otro modo hubieran requerido un desarrollo aparte.

El aspecto más sobresaliente de la trama es la amenaza inminente que representan las organizaciones conspirativas anticapitalistas. Los investigadores sospechan que la muerte de Brown estaría vinculada a una serie de asesinatos perpetrados por una organización anarquista contra los académicos más prestigiosos de las universidades norteamericanas, a quienes han decidido eliminar porque los acusan de ser el sostén intelectual del capitalismo. Este es precisamente el componente ideológico que desarrolla la novela: el capitalismo que controla los modos de producción intelectual, la tecnología invasiva de la privacidad ciudadana, la vigilancia del Estado sobre la ciudadanía, en oposición a la resistencia y ataques de agrupaciones secretas permiten una lectura de la biopolítica capitalista que ejerce control sobre los sujetos. El camino de Idatambién podría leerse en clave frankfurtiana, debido a la postura dócil de la ciencia ante el avance del capitalismo, la cual fue examinada desde la teoría crítica de Max Horkheimer, quien en «Teoría tradicional y teoría crítica» (1927) afirmaba que el progreso científico fue impulsado por el capitalismo y favorable a sus intereses.

De este modo, el relato configura un sucinto mapeo ideológico de las amenazas contemporáneas contra los Estados imperiales que, a su vez, atentan contra las libertades ciudadanas. Lo particular es que el modo de lucha contemporánea contra el capitalismo, tal como se expone en la novela, ya no apela a un emprendimiento colectivo organizado a través de un frente visible y compacto como lo fue a inicios del siglo XX, sino que aquella asume un signo anarquista, donde la iniciativa solitaria, dispersa y fragmentaria, pero firme en sus propósitos, dificulta la represión del sistema. En el nuevo panorama de lucha política anunciado por el manifiesto de Munk, los proyectos colectivos marxistas que descreían de las iniciativas individuales son reemplazados por un giro anarquista donde el binomio individuo/sociedad no comporta una oposición irreductible sino mutuamente complementaria.

Paralelamente, el relato muestra las rivalidades académicas entre intelectuales de primera línea; los perfiles profesionales y personales de quienes se inician en la vida académica, a la cual se entregan con denodada pasión y excelencia, a tal punto que una tesis de grado o de posgrado se torna estilo de vida, y además, en el caso de Ida, mantienen una rigurosa disciplina para ocultar su vida privada —cuyos detalles nadie imagina, por ejemplo, el deterioro inadvertido de la vida personal resultado de un afán total por la investigación académica—; y las polémicas entre intelectuales consolidados y nuevas mentes brillantes que emergen para interpelarlos.

La novela indaga en los dilemas de quienes se dedican a la enseñanza y la investigación académica de alto nivel. En este punto, se advierte una dicotomía implícita entre académicos e intelectuales. Los primeros son representados como laburantes del sistema educativo, quienes en algún momento de su carrera proyectaron la imagen de una promisoria trayectoria intelectual, pero que al ser absorbidos por el sistema, devinieron burócratas del saber; poseen prestigio pero los más jóvenes amenazan con desplazarlos; su actividad se rige por la lógica de la producción editorial académica (publicar un paper o perecer); son eficientes, cumplidores, distendidos, sociables, resignados y licenciosos. Por el contrario, los intelectuales son sujetos contrariados, oscuros, díscolos, desadaptados, insumisos, introvertidos, perfeccionistas y entregados totalmente al trabajo intelectual; su genialidad no encaja en el mundo académico que lo constriñe y ahoga sus capacidades, por lo cual solo les queda sabotear el sistema al cual conocen desde adentro. Esta es la línea argumental que desarrolla la historia del brillante matemático Thomas Munk —la parte más consistente y seductora de toda la novela—, quien decide apartarse de la academia y emprender una utopía anarco-ecologista radical. Munk es un convencido de que el capitalismo ha empobrecido el trabajo intelectual, por lo cual ha planeado un ataque sostenido contra los cuerpos disciplinarios controlados por la biopolítica capitalista. Renzi y Munk componen los términos de la contradicción académico/intelectual.

En Munk se materializa la idea de que la nueva lucha intelectual consiste en un ataque violento contra el sistema que amenaza la libertad. Munk es una mente brillante —quien no ha perdido el juicio, sino que racionaliza los usos de la violencia,  lo cual no es admitido por las fuerzas de seguridad y el grueso de la opinión pública sino como demencia— alguien que asume una lucha individual anarquista y anticapitalista. Munk fue  formado en uno de los centros del más prestigioso saber académico mundial, la Universidad de Berkeley, y declara la guerra contra quienes considera son el soporte del capitalismo: los investigadores más connotados de las universidades norteamericanas.

Munk aspira retornar a un primitivismo inmaculado de capitalismo. Para él la intelectualidad académica está coludida con el capitalismo y él ha de castigarlos. Su discurso no es irracional, pues halla justificaciones racionales para sus planes convencido de que saber es poder, foucaultianamente hablando. Este excéntrico matemático abandonó la academia y el trabajo intelectual para emprender una solitaria lucha contra el capitalismo. Su performance lo aproxima al fanático cultural Saúl Zuratas de El Hablador (1987): Munk y Zuratas fueron formados en los centros académicos más importantes de su entorno; ambos fueron destacados estudiantes e investigadores, y también experimentaron un desencanto progresivo ante el sistema que los instruyó, al cual enfrentaron de modos diferentes.

Mención aparte merecen el bovarismo y quijotismo de Munk en lo referente a la performatividad del discurso literario y, a partir de ello, los límites y posibilidades de las utopías revolucionarias. ¿Es la violencia producto de la insania o de la razón? ¿Acaso no hemos construido  razones que justifican la violencia? ¿Acaso el saber más destacado no ha elaborado modos de objetivación y subjetivación del sujeto subversivo que a priori lo descalifican para el debate atribuyéndole un origen maligno? No obstante, El camino de Ida nos coloca ante una pregunta fundamental: ¿cuál es el modo de subversión de lo establecido al que nos incita la literatura?

Una hipótesis que se desliza es que la excelencia intelectual conduciría al fanatismo, y que el mundo intelectual constituye un reducto para individuos disfuncionales o propensos a trastornos de la personalidad.  Como si a una gran virtud la acompañara un desorden moral o mental proporcional. El académico es descrito como esclavo de una institución que lo fosiliza, alguien que vive para la universidad, un burócrata académico; el intelectual es representado como un agente subversivo, saboteador, peligroso porque conoce al monstruo desde adentro y lo quiere destruir para salvar a la humanidad. Tal es la lectura de las agencias de seguridad estadounidenses: que los atentados contra académicos son obra de una organización anarco-ecologista.

También el relato da lugar a la situación de los migrantes en los Estados Unidos, cuya sociedad constituye un crisol multicultural fragmentado y jerárquico: rusos, italianos, polacos, irlandeses, mexicanos, etc., que llegan para construir la América. Particular atención merecen los sujetos de frontera: Hudson, Conrad, Borges, Sarmiento, escritores que vivieron entre dos mundos y que mantuvieron relaciones tensas con la civilización y la barbarie. En este sentido, la novela de Piglia reactualiza el conflicto entre civilización y barbarie a través de esos sujetos de frontera como Hudson y Conrad, «escritores atados a una doble pertenencia», anota Renzi.

El camino de Ida incide en que la instrumentalización acrítica de la teoría y el uso perverso y desvirtuado de su potencial emancipador transforman a la academia en instrumento del poder. En consecuencia, proliferan académicos dóciles ante la teoría, cuerpos dóciles ante el poder y sujetos resentidos contra el sistema que persiguen una refundación violenta. Pero sobre todo, aporta un diagnóstico literario sobre los modos contemporáneos de lucha política, donde la literatura advierte la violencia que vendrá, esa que emerge cuando la civilización engendra su propia barbarie.

 

 

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WASABI. UNA ANTINOVELA EVANESCENTE

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En «Ese extraño señor Alan Pauls», Roberto Bolaño mostró su sentida admiración por el escritor argentino, a quien elogió «como  uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos», atributo que, entre muy pocos, Bolaño se enorgullecía de haberlo advertido. Los halagadores comentarios de Bolaño sobre Alan Pauls contrastan con sus ácidas declaraciones acerca de otros escritores latinoamericanos. Pero si un relato,  «El caso Berciani», y una novela, Wasabi, fueron suficientes para que el autor de Los detectives salvajes leyera fervorosamente a Pauls, solo un testimonio de parte en tanto lectores podría confirmar o desestimar el entusiasmo de Bolaño.

Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) ha sido profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires, además de guionista y crítico de cine. Como periodista ha colaborado en el suplemento cultural del diario porteño Página/12. Su obra novelística comprende El pudor del pornógrafo (1984), El coloquio (1990), Wasabi (1994), El pasado (Premio Herralde de novela 2003), y una trilogía sobre la Argentina de los años setenta: Historia del llanto (2007), Historia del pelo (2010) e Historia del dinero (2013). También ha publicado ensayos de crítica literaria, entre los que destacan Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth (1986) y El factor Borges (1996). Asimismo escribió el guión de La era del ñandú, de Carlos Sorín (1987), Sinfín, de Cristian Pauls (1988) y Vidas privadas, de Fito Páez (2001). 

En el ensayo «Las malas lenguas», Pauls toma postura a favor de la hibridez de la lengua y en contra de toda concepción prescriptiva que la torne rígida, de modo que considerar Wasabi como una antinovela tiene fundamento en el modo cómo el lenguaje adquiere protagonismo por encima de la historia. En Wasabi no se narra una «gran historia» en el sentido de un magno relato trascendental; la novela no se apoya sobre una línea argumental complejamente entramada; es más, cuesta definir por momentos cuál es el argumento, pues más allá del propósito del protagonista de asesinar a Pierre Klosowski y el drama personal que supone el crecimiento de un quiste sebáceo en la base de la nuca, los acontecimientos se van sucediendo uno tras otro sin que el lector pueda advertir qué importancia posterior cobrarán el quiste y el asesinato planeado. No obstante, la complejidad del argumento radica en una cualidad frecuentemente írrita para quienes aprecian la experimentación estructural en la narrativa: extensas digresiones sobre asuntos intrascendentes que no revisten importancia para el «argumento», al menos el que explicita el narrador protagonista, y súbitos giros que si bien están encadenados tampoco conducen el relato hacia un desarrollo coherente del argumento. 

Un lector poco o nada habituado a un estilo narrativo donde la historia sea desplazada por el lenguaje abandonará la novela en cuestión sin reparos, pues su habitus como lector lo condiciona a identificar ciertos elementos cuya presencia no es negociable en una novela, como la coherencia estructural de los acontecimientos narrados a favor de una línea argumental explícita. Sin embargo, Wasabi cautiva precisamente por aquellas razones que un lector tradicional podría abandonarla.

Publicada en 1994 por Alfaguara y reeditada en 2005 por Anagrama, la génesis de Wasabi obedece a una solicitud muy peculiar. Fue escrita a partir de una invitación de la Maison des Écrivains Étrangerset Traducteurs (MEET) a Alan Pauls para una estadía de unos meses en Saint-Nazaire, en la costa noroeste de Francia. A cambio, Pauls se comprometía a escribir un texto de ficción breve que aludiera al contexto donde había sido escrito. Por ello el relato se ambienta en Saint-Nazaire y es narrado en primera persona por un escritor argentino del cual se desconoce su nombre. Este compromiso de escritura agrega una variable indispensable para la interpretación de la novela, no por el condicionamiento autorreferencial de relatar ficcionalmente un hecho real, sino porque la escritura misma funciona como un recurso para evadir la demanda que recae sobre el escritor.

La respuesta más convencional a la petición del MEET habría sido escribir una novela cuyo argumento fuera correlato ficcional inspirado en sus condiciones de producción. Así, leída en clave referencial, ya fuera porque se haya aproximado o distanciado de la realidad, la historia narrada tendría sentido en tanto su argumento remitiera al contexto de su escritura. Pero lo que encontramos en Wasabi es que el lenguaje se repliega sobre sí mismo a tal punto que dificulta la narración de una historia colocando en primer plano la facultad del lenguaje para rehuir la determinación referencial impuesta sobre el escritor. Es decir, que en lugar de escribir una novela con arreglo a un argumento que la organice, Pauls escribió una antinovela que se lee como una reflexión del escritor sobre la imposibilidad de escribir una novela por encargo. En todo caso, si un escritor decidiera llevar adelante ese proyecto, lo único que podría obtener siendo honesto sería una antinovela: un relato donde el lenguaje se rehúsa a cumplir una función referencial bajo mandato explícito, por lo cual la sucesión continua de los acontecimientos narrados en Wasabi no nos cuentan una historia, por el contrario, la evaden, señal de cómo la escritura se subleva contra el determinismo referencial.

Una dolencia aparentemente insignificante da inicio al relato: un quiste en la base de su cuello va creciendo hasta formar una monstruosa joroba en Saint-Nazaire. Tellas, su mujer, y el narrador descubren por casualidad los efectos no previstos de una pomada prescrita por una homeópata para tratar su quiste. Luego, el narrador intenta asesinar a Pierre Klossowski, una idea surgida después de un ataque de narcolepsia, plan que fracasa además de que pierde sus pertenencias en un robo donde es brutalmente golpeado. Por su parte, Tellas, cansada de París y los franceses, se ha marchado a Londres donde descubre que está embarazada. Un bizarro encuentro sexual con una prostituta cierra la novela.

Pese a que es una novela corta, hay pasajes sumamente densos y agotadores que dan la sensación de experimentar la misma desorientación del narrador personaje, un sujeto hipocondriaco, paranoico y atacado por súbitos trances de narcolepsia, cuya mayor preocupación es un quiste que le está creciendo tras la nuca, el cual llega a  alcanzar la pronunciada forma de un espolón, «una saliente ósea, como la hoja irregular de unos de esos puñales hechos con un fémur tallado»,  y que su mujer, con sorna y cariño, llama «mi percherito».

Wasabi, una antinovela cuya escritura nos deja un extraño sabor, intenso y evanescente, como la desazón que nos embarga al viajar muy lejos y sentir que no hemos llegado a ninguna parte.

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