“Oriente no es sólo el mundo islámico. Oriente es, sobre todo, China y es India. Centrar toda la atención en el islam, intentar crear un problema con él, es un error y una manipulación”
Ryszard Kapuscinski (Pinsk, 1932 – Varsovia, 2007)
Carlos Arturo Caballero
La literatura es, posiblemente, el espacio en el que las verdades acerca de la realidad se relativizan con mucha facilidad. En la actualidad, resulta una obviedad afirmar que toda pretensión de objetividad o realismo documental a través de la literatura, entendida como actividad creativa, no pasa de ser una pretensión que otorga verosimilitud, mas no la categoría de verdad, al discurso literario. La narratología nos permite comprender que la realidad “real” es solo un referente para la literatura, pero, de ninguna manera, un objeto que pueda ser descrito con absoluta fidelidad. Asimismo, el análisis estructural del relato ha facilitado desentrañar el entramado profundo de los textos narrativos, me refiero a aquella lógica que Greimas, Propp y Barthes consideraban era consustancial a todas las narraciones: sin importar las circunstancias sociales, históricas o culturales, siempre subyacería una estructura profunda. De esta manera, comprendemos que aunque el autor se coloque como personaje de sus relatos y los exponga en primera persona, este no debería se identificado con el “yo-autor” y mucho menos asumir que la vida del autor es una fuente de primera mano para interpretar sus obras.
En lo referente a los límites entre los géneros literarios, existe cierto consenso entre los especialistas, pues se sostiene que, luego del influjo de los movimientos históricos de vanguardia, toda clasificación de los géneros corre el riesgo de sucumbir ante la imposibilidad de definir límites claros o establecer criterios útiles para distinguir la poesía del cuento y este de la novela o la nouvelle. ¿Es La metamorfosis una novela corta o un cuento largo? ¿Y La casa de cartón? ¿Novela poética o poema novelado? A diferencia de lo que afirmaban los hombres vinculados a las belles lettres durante la Edad Media y siglos posteriores hasta los albores del siglo XX, hoy es poco frecuente encontrarse dentro del ámbito de los estudios literarios con opiniones cerradas y más bien es común escuchar que las diferencias entre los géneros son poco nítidas. Al respecto, considero que sí es posible establecer tales diferencias sobre la base de algunas características particulares, concretamente, en lo que concierne a aquellas que distinguen a la crónica de la narrativa de ficción.
El buen cronista es capaz de revestir de un inusitado interés a cualquier tema, acontecimiento, lugar o personaje que para el común denominador de los lectores pasa desapercibido. Utiliza la información obtenida de la realidad, y a la realidad misma, como pretextos para sustentar un punto de vista personal acerca de lo que conoce “de primera mano”, pues el haber presenciado un hecho, conversado con un personaje o vivido en alguna ciudad, zona o barrio le brinda la autoridad suficiente para situarse como un relator privilegiado por encima de aquellos que tomaron contacto con los hechos mediante fuentes secundarias o de manera indirecta.
Sin embargo, debo aclarar que tal condición no radica en el solo hecho de presenciar un evento, puesto que a menudo es posible encontrar crónicas fallidas, no porque su autor no haya sido testigo presencial de lo narrado, sino porque este no ha sido lo suficientemente capaz de revestir la realidad real con un toque personal sin llegar a convertirla en una ficción.
Una exacerbada acentuación de la objetividad conduciría al reportaje; el extremo opuesto, es decir, un grado sumo de subjetividad aunado a la ficcionalización, llevaría el relato hacia el cuento o la novela. Estos últimos, a pesar de mantener vínculos con la crónica y de haberla enriquecido con sus recursos estilísticos, no forman parte del tipo de texto que un cronista debería escribir.
Frecuentemente, es escucha que los límites entre los géneros literarios son difusos o poco nítidos. Hay que matizar esta afirmación. La crónica comparte con la novela y el cuento el desarrollo de una historia y una similar estructura lógico-textual. Pero la intención comunicativa en ambos géneros es diferente, debido al pacto que se establece con el lector. En el cuento o la novela, la ficción es inherente al discurso narrativo, es deseable e indispensable; es más, el lector asumirá que, a pesar de que lo narrado posea un fundamento en la realidad, dicho discurso es ficcional.
Si bien La guerra y la paz y Los miserables contienen cierta información verificable a través de fuentes históricas documentales, no podríamos atribuirles la condición de documentos fidedignos o incontrastables por cuanto Tolstoi y Víctor Hugo se tomaron todas las licencias que consideraron necesarias al momento de escribir sus respectivas obras, lo cual no constituye un defecto sino una cualidad a tomar en cuenta por cualquier novelista. Por el contrario, en la crónica, la ficción adquiere otra fisonomía, ya que la inserción de elementos ficcionales, deliberadamente inventados o falseados desnaturalizan parte de su esencia documental. En la narrativa de ficción, mentir con conocimiento de causa o simplemente mentir es esperable, mientras que en la crónica la mentira no debe ser percibida como tal, porque, hay que aclararlo, no es lo mismo equivocarse que mentir: quien miente deliberadamente tiene conciencia de tal acción; el equívoco es un error inesperado, indeseable y espúreo para el cronista.
Finalmente, el punto de vista del narrador es el criterio que más claramente permite diferenciar a la crónica del cuento o la novela. En la narrativa de ficción, las posibilidades de focalización son variadas: primera persona, segunda persona, monólogo interior, narrador omnisciente, tercera persona testigo, narrador personaje, etc. De acuerdo a la focalización se otorga a veces un mayor o menor protagonismo a los personajes durante la historia o en una escena concreta. En contraste, en la crónica, la voz del narrador que acompaña al lector en la exploración de la historia narrada es la que focaliza toda la acción del relato. En lo primero que todo buen escritor de crónicas debe pensar es cómo plantear la voz de su narrador, de manera que esta aparezca precisamente como una guía que escolta al lector y que lo orienta en el descubrimiento de la historia. Aquel que es un habitual lector de crónicas percibe muy bien el tono, el registro y la personalidad de la voz del narrador-cronista —que eventualmente podría coincidir con los narradores de novelas de aventuras u otras similares—. Por este motivo, es que el narrador-cronista adquiere gran importancia en este tipo de relatos: no solo orienta al lector, sino que persuade acerca de la relevancia de su particular punto de vista de los hechos sobre la base de una experiencia directa que bien podría competir con otras.
El buen cronista es creativo en la medida que aprecia en la realidad diversas experiencias dignas de ser compartidas con alguien a quien se procure hacer sentir la misma emoción y con la misma intensidad que suscitó en él la contemplación de tal o cual acontecimiento. En esto se resume lo que personalmente es para mí el arte de escribir crónicas.