La travesía fue el signo del trabajo intelectual de Roland Barthes. No lo animaba apropiarse de paradigmas ni instalarlos sino desprenderse de ellos. Abrazó el estructuralismo con denodado entusiasmo y con la misma actitud preservó su libertad de movimiento hacia el postestructuralismo. Barthes desplegó una crítica atópica, excéntrica, formulada desde el despoder. Una crítica a través de una perpetua mirada extraña que insistía en desestructurar la escritura.
Las industrias culturales fueron objeto de sus Mythologies (1957) donde leyó críticamente el boxeo, el vino, el catch, el bistec y las papas fritas, los automóviles y el cine como los nuevos mitos de la sociedad contemporánea. Expuso abiertamente durante casi un año el dolor cotidiano por la muerte de su madre en Diario de duelo (2009), escritos a veces con tinta, otras con lápiz, sobre papeletas que él mismo cortaba en cuatro a partir de hojas de papel que empleaba para preparar sus clases. En Crítica y verdad (1966), polemizó con la «vieja crítica» francesa que no admitía la intromisión de un ensayista cuyos métodos sofisticados estaban dirigidos hacia el mismo lenguaje. En 1968 declaró la muerte del autor en un breve ensayo cuyo trasfondo era realmente una sentencia contra el humanismo.
Barthes advirtió, antes que Althusser, que el hábitat de las ideologías no es el «cielo de las ideas», sino la materialidad más consumible, cotidiana y concreta ofrecida por la cultura de masas. Un legado que hoy cobra notable actualidad.