SER (O NO SER) CHARLIE HEBDO

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Publicado en El Búho digital, 2 de febrero de 2015

El atentado contra la revista satírica Charlie Hebdo no solo movilizó a cientos de manifestantes en todo el mundo; también suscitó la publicación de numerosos artículos sobre los motivos de los perpetradores, el fundamentalismo islámico, la libertad de expresión, la guerra global contra el terrorismo, la situación de los inmigrantes en Europea y las posibles reacciones de Francia al atentado. Paralelamente, ser o no ser Charlie Hebdo fue la pauta que marcó el lugar de discusión para el manifestante de a pie y el analista de ocasión. ¿Qué significa ser (o no ser) Charlie?

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«Je suis Charlie» («Yo soy Charlie») fue la sucinta expresión de una adhesión emocional y creciente identificada, en primer lugar, con los valores que las megacorporaciones de medios de comunicación estiman primordiales para los Estados-nación europeos. Las editoriales de los principales diarios europeos instaron a los gobiernos europeos a defender la libertad de expresión, considerada cimiento de la democracia amenazada por el fundamentalismo islámico. Desde esta postura, ser Charlie es una manifestación reactiva en defensa de una idea de cultura por la cual Europa se define como la partera histórica de la democracia y la libertad. Mediante la sustitución del todo por la parte, «Je suis Charlie» individualiza la respuesta a una pregunta que no ha sido visible, «¿Quién debo ser ahora?», la cual obliga adoptar una postura sin ambages. Roland Barthes decía que toda pregunta entraña una forma de violencia porque exige de nosotros una respuesta satisfactoria para alguien y, con frecuencia, problemática para quien responde. Y aquella se trata de una pregunta que brutalmente nos coloca ante la diferencia del ser o no ser alguien frente a otro. Ser europeo, occidental, francés, blanco, demócrata, libertario, republicano, laico, cristiano, ateo, etc., condensados en «Je suis Charlie», ponen de manifiesto los fundamentos más preciados de una identidad cultural cuyos sujetos sienten amenazada por el islamismo: nación, raza, ideología política, sistema de gobierno y religión. Así, «Je suis Charlie» proviene de una pregunta que conmina a la definición cultural, incita la adhesión inmediata a un consenso que posterga su discusión y subalterniza al otro de ese «yo».

La ofensiva de esta seductora consigna se concentra en la defensa absoluta de la libertad de expresión, pese a que existen ejemplos contundentes para demostrar que la libertad de expresión de los medios de comunicación hegemónicos es la libertad de los accionistas mayoritarios quienes deciden debilitar a un gobierno elegido democráticamente o coludirse con la dictadura de turno, vender su línea editorial o mentir y desinformar deliberadamente. Quien no entienda hoy que la independencia informativa sucumbe ante la dependencia económica, podría ingenuamente creer que solo porque los medios propalan información sin censura existe allí plena libertad de opinión. Posiblemente, interpretarían la proliferación de diarios sensacionalistas y talk shows durante el fujimorato como síntoma de una saludable libertad de expresión.

Globo (Brasil), Clarín y La Nación (Argentina), El Mercurio (Chile), El Comercio (Perú) son grupos empresariales organizados en torno a núcleos familiares con gran poder económico e intereses políticos acordes a la salvaguarda de su patrimonio. No es fortuito que estos grupos económicos hayan prosperado durante el apogeo de dictaduras militares o civiles ni que concentren más del 50% de la oferta mediática en sus respectivos países. La libertad de expresión sí existe, pero fuera de los medios hegemónicos y no gracias a ellos, sino pese a ellos. Existe en situaciones precarias y adversas, merced a iniciativas contrahegemónicas, pero definitivamente no en consonancia con las corporaciones informativas transnacionales.

La libertad de expresión es una libertad inocua en un contexto donde esa libertad no amenaza el poder sino que lo fortalece, y el humor, en este caso la sátira de Charlie Hebdo, alimenta el perverso sentido común creciente en Europa de que el Islam por completo es una cultura abyecta. Si la libertad de agraviar a una cultura se defiende en tanto libertad de expresión, deviene libertad totalitaria y cómplice del poder. No es transgresor un humor que en lugar de corroer el discurso dominante, lo apuntala. No es transgresor un humor que hace mofa de quienes son cotidianamente excluidos de la Europa ideal. Esa sátira no le hacer honor a un género que tuvo como motor desestabilizar el discurso del poder. Si la libertad de expresión en Occidente es tan importante es porque no representa en absoluto una amenaza para el poder. Si en esa democracia todos pueden decir lo que quieran, es porque lo que dicen no representa en absoluto nada trascendente. Más bien si esa libertad no es interpelada, quizá sea porque es funcional al poder.

Joseph Goebbels, pieza clave en el régimen nazi y amigo íntimo de Adolf Hitler, demostró con creces cuan eficiente pueden ser los medios en tanto modeladores en la opinión pública de un «nosotros» contra un «ellos». Goebbels reclutó una gran cantidad de artistas, entre pintores y cartelistas, quienes diseñaron impresionantes carteles publicitarios, donde se apelaba a la unidad europea sobre la base del glorioso pasado de occidente, empleando con frecuencia la imagen del guerrero ario combatiendo a las hordas orientales.

El diario antisemita Der Stürmer llevaba en la portada un cintillo con la inscripción «Die Juden sind unser Unglück!», («¡Los judíos son nuestra desgracia!»). De ningún modo se trató solo de una expresión aislada, solitaria o personal de su fundador, Julius Streichter, sino manifiesto antisemitismo orientado a ganar adhesiones e incentivar odios, los cuales también modelaron acciones concretas: persuadir a la opinión pública alemana no solo de que los judíos eran la causa de sus problemas, sino de que sus problemas desaparecerían si erradicaban esa causa. Y ello implicó pasar a la acción en Auschwitz, Sobibor y demás campos de exterminio.

No hubo matices, sino absolutos en la propaganda nazi antisemita ni los había en las publicaciones de Charlie Hebdo, sino una sistemática representación del Islam como una religión abyecta. Y así como denostar el quechua arrastra con ello a los sujetos de esa lengua; subestimar el impacto del acoso sexual callejero es subestimar a sus víctimas; regodearse con el humor racista, sexista u homofóbico solo es posible a costa del padecimiento de ese otro al que solo se quiere ver como objeto pasivo de esa unilateral libertad de expresión. El humor racista, xenófobo o misógino modela formas de pensar, sentir y actuar racistas, xenófobas o misóginas. La sátira islamofóbica no procede de modo diferente. ¿Cómo se ven representados aquellos cuyas creencias religiosas son objeto de burla en las caricaturas de Charlie Hebdo? ¿Cómo tales representaciones refuerzan prejuicios y estereotipos en la sociedad europea secular occidental-blanca-cristiana? La sátira no es un territorio del lenguaje liberado de odios ni impermeable al racismo u otros modos de discriminación.

Sin duda, en quienes se abrazaron de inmediato a «Je suis Charlie» —y tardíamente a «Je suis Nigeria»— hay sentida conmoción por ambas tragedias, pero también exhibición pública del temor a ser ellos mismos víctimas, es decir, «yo también puedo ser asesinado por esos fundamentalistas islámicos, así que defendamos (nosotros) los valores que ellos quieren destruir». En tal sentido, «Je ne suis pas Charlie» («Yo no soy Charlie») será útil si, por un lado, confronta la representación del otro como amenaza inminente y, por otro, la libertad de expresión absoluta. Puesto que si en verdad deseamos resguardar la democracia de quienes la amenazan, debemos estar dispuestos a poner límites al poder absoluto, inclusive al cuarto poder.

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