DISCURSOS TUTELARES

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La mayoría de los relatos que integran Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013) giran en torno a circunstancias decisivas en la elección por la escritura. Hay un relato vital exterior: la construcción del escritor en función del reconocimiento otorgado por figuras de autoridad —la mayoría escritores— paralelo a la narración ficcional del proceso que condujo al protagonista de la ficción hacia la escritura literaria. 

Sin embargo, el relato más revelador no se halla en alguno de los cuentos que conforman el libro sino en el discurso exterior que construye la imagen del escritor sobre la base del reconocimiento otorgado por otros escritores, el cual complementa la historia de cómo y por qué es posible convertirse en escritor. 

La apelación a figuras de autoridad es una estrategia acorde a la lógica cultural del capitalismo tardío que tiene en la industria cultural un motor y motivo para legitimar ideas dominantes sobre las artes y las letras, donde por ejemplo resulta más determinante el aura del escritor que la discusión de su discurso literario. El problema de la invocación a una  autoridad es que es el aura lo que finalmente se impone; la transferencia de esa aura a través de una apreciación favorable, es delegación, consentimiento, admisión, pero deja intacta la interpelación a las implicancias más nefastas del discurso literario, asunto desplazado por la figura autoral que brinda su respaldo. Asimismo, la figura de autoridad es una imagen tutelar, garante y cobijadora. Es así que el protagonismo del aura, la celebración o denostación del autor como fuente exclusiva del sentido del texto, (teleología autoral), deviene olvido del discurso que emana de su escritura.

Una crítica aureática solo puede ser cómplice del establishment, porque abandona al lector ante el asedio de las ideologías dominantes toda vez que no interpela el discurso que supuestamente debiera criticar. Esta es una de las debilidades más persistentes en la crítica literaria  manifiesta en las redes sociales y la prensa en Arequipa, sobre todo en la proveniente de escritores que comentan obras de otros escritores, aunque también en aquellos que provienen de los estudios literarios. En este sentido, no son pocos los escritores persuadidos por la falacia biográfico-referencial, por ejemplo cuando se identifica al personaje de un cuento con una persona real. Igualmente perjudicial es la crítica parafrásica, es decir, aquella que no trasciende los sentidos que el texto expone sino que los reorganiza y expone al lector acompañada de adjetivaciones vacías de contenido: “gran autor”, “la mejor obra… el peor libro”, “soberbio lenguaje”, “estilo logrado”, etc. Sea porque el autor seduce, sea porque no se arriesga a examinar el texto, ambas modalidades de crítica confinan al lector a un lugar muy seguro, al terreno de la obviedad. Y la crítica no puede ser más un espacio garante de certezas.

La recepción del último libro de cuentos de Orlando Mazeyra Guillén es un ejemplo de lo antedicho. Que buena parte de las apreciaciones sobre Mi familia y otras miserias sean aureáticas y parafrásicas no es casual. Es un reflejo especular de una sociedad en una época que ve en las artes y letras una plataforma ideal para leerse a sí misma —si no es para admirarse de sus propios avances— para ratificar lo que considera haber logrado con éxito en la economía y gastronomía.  De modo que la entusiasta celebración aureática de y sobre los escritores que adquieren y transfieren un aura tiene correlato en una crítica claudicante y circular. Aura y paráfrasis son ambas las dos caras de una misma moneda.

El relato interno, transversal a casi todos los cuentos, es el devenir del sujeto escritor producto de circunstancias aciagas donde el padre es el monstruo mitológico que motiva al protagonista a elegir la escritura como territorio para resistirlo y combatirlo. No obstante, el discurso predominante en los cuentos no es el del poder transgresor de la escritura, pues no desestabiliza al sujeto represor sino que, paradójicamente, lo empodera mediante la exposición redundante de escenas represivas, donde la agencia es potestad paterna. Se trata de una forma peculiar de veneración fundamentada en la reactualización de la escena represiva, en la redramatización de los roles jerárquicos y en la inmovilidad contemplativa del ejercicio del poder. El regodeo sobresaturado y circular en la exposición del poder paterno dificulta el cuestionamiento de ese mismo poder. No solo la sumisión o el acatamiento dócil son señales de veneración, también lo es la actitud contestataria basada  en la re-visión de las escenas represivas, de la performance del poder en su máximo esplendor.

El poder subversivo de la escritura, condensado en la máquina de escribir como símbolo, solo alcanza una representación rudimentaria: no es la escritura sino la máquina de escribir en tanto solamente máquina, instrumento, objeto, herramienta, la que es usada para confrontar al padre, es decir, la máquina de escribir es un arma tan reducida en sus posibilidades de subversión que otros objetos podrían reemplazarla y lograr el mismo propósito —incomodar el poder paterno— pero no por lo que simboliza o por el discurso que produce, donde radica su mayor capacidad transgresora. Tal es así que el poder paterno permanece incólume, el padre ignora de dónde provino la agresión (es otro mucho más subalterno que el hijo, un ladrón, el que acarrea la responsabilidad del ataque) y el protagonista disfruta de lo que interpreta como una victoria: haber provocado la furia paterna.

Sin embargo, tal como es representado en varios pasajes, el poder paterno no requiere de una provocación para desencadenar violencia, le basta apelar a su propia condición para ejercerla soberanamente. Incluso la provocación es un aliciente, una oportunidad para refrendar su situación de poder. Este tipo de confrontación rudimentaria termina por empoderar a quien se pretende debilitar. En consecuencia, aunque la escritura es una presencia permanente en los relatos que ofrece evadir una realidad adversa, la evade más no la discute.

Otro aspecto que merece detenida atención es la representación de la clase media arequipeña. Este es el asunto primordial, aun más que la impronta paterna, pese a que esta presencia es constante. Tal como es representado, el discurso de Mi familia y otras miserias hurga en las miserias históricas de la clase media: el culto a sus represores, la nostalgia por la identidad perdida o estropeada y los ritos de iniciación de los que no puede despercudirse como la universidad, el título profesional, el empleo, el desenfreno adolescente, la abnegación materna, enmarcadas todas ellas en una idea de tutelaje que no incomoda sino que brinda confort: el tutelaje de la palabra autorizada.

Se trata de una clase media, o más bien de una generación particular y contextualmente situada, que lamenta no haber llegado durante el esplendor de una sociedad sobre la cual dispone de testimonios y concepciones heredadas que no cuestiona; una clase media convencida de que tiene una misión redentora, si no es restauradora. Así, los límites de la identidad cultural son los límites de las comunidades imaginadas desde la clase media arequipeña donde nuevamente un lugar común no problematizado es la dicotomía limeño/arequipeño. Una clase media local que carece de referentes actuales que exhibir como ejemplos de virtud, y a la cual solo le resta echar mano de sus monstruos mitológicos, recurso que en los cincuentas y sesentas en América Latina tuvo como correlato la disidencia política, los cambios sociales, el mayo francés, el feminismo, la revolución sexual, la guerra fría y que actualmente a nivel local canta y llora sus miserias en un registro a veces exultante de protagonismo y otras sensiblero y melodramático. El melodrama de la joven clase media arequipeña, sus excesos, descensos y crisis.

Un logro parcial es narrar esta situación; la tarea pendiente es sabotear ese modelo de sociedad. 

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