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REYNOSO A FLOR DE PIEL

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La trayectoria de Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931) no precisa de mayor preámbulo. Posiblemente, no se trate de un escritor cuyas obras frecuenten a menudo las listas de los libros más vendidos en las grandes cadenas de librerías de la capital. No obstante, Los inocentes (1961) concitó la atención de los medios y la opinión pública por la obra del escritor arequipeño, y aunque posteriormente sus obras no hayan reeditado con la misma intensidad el suceso de aquel libro de relatos, Reynoso no requiere de tales recursos para obtener el reconocimiento de los lectores, porque quienes lo celebran prefieren dejar de lado esa injusta medida que el mercado editorial suele imponer, como la cantidad de premios u obras vendidas para evaluar la trascendencia de un escritor.

Inclusive es probable que los medios de comunicación atiendan más a Reynoso cuando interviene sobre política que cuando publica algún libro, para beneplácito de cierto sector de la prensa que aprovecha la oportunidad para descalificar a un artista en vista de sus opiniones políticas. Al respecto, Reynoso nunca ha edulcorado su postura. En cuanta oportunidad le ha sido posible, siempre manifestó abiertamente su postura sobre la violencia política, Sendero Luminoso, la CVR, etc., tomando distancia de lo políticamente correcto y asumiendo consecuentemente sus propias convicciones, lo cual le ha merecido no pocas sino numerosas réplicas adversas.

Reynoso acaba de publicar En busca de la sonrisa encontrada (Arequipa, Cascahuesos, 2012), libro que reúne una serie de relatos escritos a manera de notas, crónicas, retratos, semblanzas que lo perfilan como un conjunto de memorias de la adolescencia, juventud y madurez. No hay un riguroso orden cronológico en la disposición de los textos, por lo cual pueden ser leídos aleatoriamente. A diferencia de las memorias de muchos escritores que evocan con minuciosidad y amplitud diferentes circunstancias, amistades y lugares, Reynoso ha preferido un formato textual más cercano a la estampa o la fotografía, donde las escenas destacan sobre todo por el detalle particular más que por la visión de conjunto. Se trata de prosas muy breves algunas, pinceladas anecdóticas, trazos textuales que en cortos párrafos delinean una circunstancia concreta: el primer contacto con el mar, la contemplación de la belleza juvenil, los amigos entrañables, las amenas tertulias de bar, el paisaje, la naturaleza y las ciudades.

Los nombres de los lugares donde se sitúan los recuerdos dan título a los relatos: Mollendo, Pucallpa, San Pedro de Lloc, Cusco, La Unión, San Felipe, Huanchaco son algunos de los escenarios en los que el autor explora su pasado remoto y reciente. En la mayoría las ciudades no pasan de ser un marco, una circunstancial ocasional, a veces fugazmente comentadas. Se rescata mucho más lo que el lugar aportó como vivencia para el autor a través de la gente con la que tuvo contacto. Por ello los títulos adelantan muy poco, casi nada, del contenido de los textos, sobre los cuales tengo la impresión que fueron escritos no hace mucho tiempo por el tono predominante que sitúa la voz narrativa en el mismo presente referencial.

Los personajes más importantes de estas memorias son los jóvenes, cuya atracción es descrita con refinado y discreto erotismo: “Y sus hermosos cuerpos broncíneos destellaban en gotitas blancas de espuma y de límpido sudor en esa tarde de sol y de mar”. En tal sentido, el epígrafe elegido en el prólogo por Orlando Mazeyra Guillén, quien evoca un emotivo pasaje de La muerte en Venecia —el cual mantiene muchas correspondencias con otros con el libro de Reynoso— no pudo ser más adecuado. El joven efebo Tadzio está muy presente en la figura de los jóvenes contemplados por el autor de En busca de la sonrisa encontrada: “(…) fue una delicia el encontrarme en el cuarto de ese hotelucho de La Parada, pues solo sentía el angelical azufre dulcemente salado del aroma del cuerpo de Nacho (…) y había derrotado para siempre a la muerte y había también encontrado, en el goce del destello de la mirada de Nacho y de su sonrisa terrenal, mis propias raíces milenarias”.

Es la vitalidad, la intensidad con la que viven, las ansias de buscar cada vez más, de emular a quien admiran, lo que cautiva al autor de estas memorias cada vez que comenta las charlas de bar con los muchachos que lo rodean. Algunas reflexiones me resultan bastante maniqueas, en lo que concierne a la naturaleza de los jóvenes “pitucos” y los “cholos”. Los primeros son presentados indefectiblemente como frívolos por su condición privilegiada, por el color de su piel; los segundos lucen más sufridos, realistas, auténticos, necesariamente merecedores de mayor conmiseración ante la mirada del observador. Reiteradamente, finaliza varios de los textos destacando los “vestigios de una cultura milenaria” que brota de la apariencia sensual de los jóvenes a los que contempla, una forma residual de ancestralidad cuya huella palpita en sus miradas, sonrisas y piel. Esta insistencia en rematar el final de ese modo vuelve la lectura monótona y predecible.

Las líneas más logradas son aquellas en las que el autor se aleja de prejuicios sociológicos y nos entrega un lenguaje pleno de sensualidad, cuando nos hace partícipes de su intimidad mediante ese tono confesional característico de las memorias y cuando afloran sus lecturas, escritores y amigos más apreciados, como Martín Adán o Eleodoro Vargas Vicuña. Pero ni bien el lector se hace cómplice del autor, nos encontramos con el final. Las memorias individualmente pueden ser menudas, mas el conjunto que las recopila no debiera serlo, porque de lo contrario tendremos al frente un collage de remembranzas cuyo volumen no da cuenta de la dimensión vital del escritor que se representa en ellas. (La experiencia en China ameritaría por sí sola un extenso capítulo, cuando no un libro entero). Esta me parece que es una de las limitaciones de este libro.

Reynoso se muestra a través de sus prosas tal cual como es. Sincero, abierto y cordial. Nada mezquino frente a quien se le acerca; muy distante de la solemnidad y el protocolo. Observador atento de los paisajes corporales y admirador extasiado de la vitalidad juvenil. Sigue leyendo

UN AMANTE TRÁGICO

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Javier Bernal (Arequipa, 1973) acaba de publicar en Lima su primer libro de poesía Exégesis trágica de un amante, el cual tuve el placer de presentar en la Casa de Literatura Peruana junto al crítico Jim Anchante. Con Javier me une una gran amistad de larga data, desde el colegio La Salle de Arequipa, pasando por las aulas agustinas en la escuela de Literatura, la creación musical en algunas bandas de rock acústico y nueva trova que infructuosamente intentamos llevar adelante, la revista de Artes y Letras Náufrago, y la aventura limeña hasta hace algunos años. Actualmente, Javier Bernal ejerce la docencia superior en diversas universidades de Lima. Pero este año decidió publicar un conjunto de poemas escritos recientemente, lo cual, al parecer, fue un indicio de que desde su concepción, estos versos presionaron al autor para ver la luz no mucho después de ser escritos en el papel o en la pantalla del ordenador como es habitual hoy en día.

Exégesis trágica de un amante nos propone una poesía concebida sobre la base de la experiencia, particularmente, la desazón amorosa. Nada nuevo hay en decir que la experiencia brinda material para la creación artística o que no siempre aquella resulta determinante para el eventual creador. Sin embargo, la experiencia no es el hecho en sí del cual somos testigos, sino la interpretación por la cual en tanto sujetos lo convertimos en vivencia, es decir que nos apropiamos parcialmente de un acontecimiento, como no puede ser de otra manera, pues el lenguaje en general, y la poesía en especial, nos demuestran que no es posible capturar la realidad en toda su dimensión. En consecuencia, no solo hay hechos aislados, sino sobre todo, vivencias, interpretaciones siempre tendenciosas, algunas satisfactorias, y otras, más bien, desgarradoras.

El tema de la experiencia como fuente para la creación se observa desde el título que anuncia una interpretación inevitablemente trágica de lo que no pueden ser más que una serie de vivencias (de antemano, toda experiencia es ya una interpretación). Ese adjetivo anticipa ya una situación adversa cuyo estado no ha sido casual, sino resultado de su condición de amante. Y es que la tragedia solo puede ser evaluada en su desenlace al compararse con el inicio de la aventura emprendida por el protagonista. Es trágica la exégesis del amante porque en contraste con un pasado dichoso, pleno y feliz, el presente es agreste, triste y desdichado. En consecuencias, la exégesis del yo poético es un esfuerzo de autoanálisis, una introspección en la memoria para hallar ese momento crítico en el que todo se echó a perder.

Esta exploración tiene como incentivo la nostalgia, como medio la memoria, y como remedio y adversario, a la vez, al olvido. La nostalgia por un pasado en el cual el placer vivido fue muy intenso. El placer residual del presente es tan solo un remoto indicio de lo que en algún momento significó la plenitud amorosa, de la cual solo toma consciencia retrospectivamente. El placer actual es directamente proporcional al tiempo transcurrido: mientras más lejos de remonta en sus recuerdos, el amante se siente más dichoso. En cambio, mientras más próximos, la vida amorosa luce menos satisfactoria. Como si el hallazgo del momento en que todo se echó a perder fuese la piedra de toque que le reveló la cadena de fracasos sentimentales que estarían por venir.

La memoria permite al amante indagar y retener momentáneamente su pasado, a evocar los buenos y los malos momentos. Visto así, es una forma de subvertir el tiempo, de recuperar la experiencia subjetiva mediante la introspección en la memoria personal. La literatura entendida como creación artística implica indaga en nuestra propia subjetividad, una subjetividad interpelada por discursos diferentes y contradictorios. Y al respecto Exégesis trágica de un amante muestra un esfuerzo por conciliar las interpretaciones dolorosas y/o placenteras que desde el presente pugnan por dominar una versión de su propia historia amorosa, la cual es sin duda trágica por el desenlace. Porque la interpretación devenida tragedia solo fue posible luego de una exploración autocrítica de su propia historia, a través de la cual el amante traza una genealogía que transita tanto por los grandes como los, aparentemente, pequeños o intrascendentes encuentros amorosos.

El olvido es temido y también invocado como remedio contra el dolor. Porque no hay situación más dramática para el amante dentro de su exégesis que quedar sumergido en el olvido. Prefiere olvidar antes que ser olvidado. En este sentido, olvidar es un legítimo derecho para el amante al cual solo le queda este recurso para liberarse y emprender nuevas experiencias amatorias, pero es una facultad que solo se la reserva para sí, pues desearía ser una perpetua presencia en la memoria de la mujer amada.

De otro lado, en algunos pasajes, los versos reiteran temas y frases que dan la impresión de leer el mismo poema en momentos diferentes. Por esta razón, ciertos poemas que hacen ganar en intensidad al libro son opacados por otros que repiten motivos y fragmentos a manera de frases hechas. Aparte de ello, el lenguaje elegido apoya muy poco las imágenes sugerentes o atrevidas, de esas que al lector de poesía lo conducen a especular sobre los sentidos o a trasladarle los propios a lo que se descubre en el poema. Asimismo, se aprecia notable influencia de la poesía vanguardista en la organización visual de varios poemas que juegan con la tipografía y el espacio en blanco. Sin embargo, escasea la aventura vanguardista de arriesgar por un lenguaje donde la metáfora sea protagonista.

Ninguna experiencia es totalmente traducible como lenguaje. Siempre quedará un saldo no representable esperando por la palabra más idónea para salir del anonimato, pero no para ser identificada sin mayor dificultad, sino por el contrario, para despertar nuevas sensaciones y abrir nuevos caminos para la representación de ese residuo evasivo a la palabra. Ese es en suma el trabajo del poeta. Buscar el mejor lenguaje para manifestar lo incomprensible de la experiencia. Javier Bernal acaba de dar el primer paso. Sigue leyendo

MILKY WAY

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Llevo un minucioso registro de tus pasos, tu giros
y el perfil de todos tu ángulos observables
pues desde aquí
es posible cubrir la total magnitud de tu presencia
y la severa trayectoria de tu cuerpo cuando transitas alrededor de esta mesa
severa y rectilínea trayectoria que escapa al influjo de mi gravedad,
pues aún permaneces fuera de mi órbita
aún…
cómo atraerte?
cómo lograr que mis campos magnéticos alteren tu curso
y que no gires sobre ti misma?
Cómo vulnerar tu atmósfera enrarecida y aterrizar en tu superficie sin fragmentarme en pedazos?
cómo inclinar tu eje a mi favor con tan solo un impacto profundo
cómo disolverte en mi tormenta
y dejar intacta tu maravillosa existencia?
cuidarme de proyectar mi eclíptica sombra sobre tu luminosa existencia
o reposar sobre tu corona solar…

Mis pronósticos fallan, mis cartas no logran descifrar tus coordenadas
porque tu errático movimiento en la bóveda celeste
traza una órbita excéntrica que sobrepasa todo cálculo, toda lógica
o todo posible intento de aproximación.

Por ello, cada cierto tiempo, desde la recóndita oscuridad de mi observatorio, al otro extremo de occidente, en los confines del espacio estelar, tranquilo, espero tu llegada y, a la vez, procuro no imaginar tu partida. Sigue leyendo

EL ARTE DE VIGILAR Y CASTIGAR

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María Teresa es preceptora en el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires, antiguo Colegio de Ciencias Morales, fundado por Bartolomé Mitre, en cuyas aulas se formaron algunas de las personalidades más ilustres de la nación argentina como Manuel Belgrano, creador de la bandera nacional, o el escritor tucumano Juan Alberto Alberdi. Los preceptores tienen el deber de supervisar la conducta de los alumnos, hasta en el más mínimo detalle, dentro y fuera del colegio. María Teresa se esfuerza por hacer bien su trabajo; por ello sigue a pie puntillas el reglamento y está atenta a cualquier transgresión, inclusive sus pesquisas la llevan a indagar en los lugares más insospechados del colegio con la finalidad de atrapar «in fraganti» a quien o quienes se reúnen a fumar en los baños de varones. Confía en que si atrapa al infractor, obtendrá el reconocimiento de sus superiores, en especial del jefe de preceptores Carlos Biasutto. Sin embargo, esta obsesiva persecución la embarca en una experiencia que la hará transgredir sus propias limitaciones morales en un contexto en que la dictadura militar, empeñada en perpetuarse en el poder, apela al nacionalismo para justificar su permanencia.

Martín Kohan obtuvo el Premio Herralde de Novela 2007 con Ciencias morales, una novela cuya temática la sitúa en el cruce de la novela de dictadura y la novela sobre la guerra de Malvinas. Si bien ambos temas no son explorados en profundidad, ofrecen el contexto que permite comprender el modelo de nación que la Junta Militar tenía pensado para la Argentina y el paulatino resquebrajamiento de tal modelo a partir de quienes debían asegurarse de su correcto funcionamiento. Así, el Colegio Nacional de Buenos Aires es una muestra representativa de la nación argentina. Los alumnos y alumnas son sometidos a una férrea disciplina académica, corporal y moral, amparada en el prestigio de las mentes más renombradas que egresaron de sus claustros. Llama la atención que los personajes más sobresalientes de la novela no sean precisamente los profesores, sino las autoridades políticas, por así decirlo, aquellas directamente vinculadas al ejercicio del poder: los preceptores, el jefe de preceptores, el Prefecto y el vicerrector que ha asumido la rectoría del colegio.

Que las autoridades políticas tengan mayor protagonismo que los profesores no es un hecho casual. Es posible que Kohan haya previsto ello para contrastar el discurso disciplinario imperante con el repliegue de cualquier saber transgresor. A diferencia de las autoridades, quienes en sus diferentes niveles son activos porque controlan a otros e incluso en la jerarquía más baja poseen autoridad, iniciativa y cierta autonomía, como los preceptores frente a los alumnos, los profesores son personajes anodinos, parcos, sumisos, en el mejor de los casos, cumplidores, responsables (algunos prefieren asistir a clase a pesar de estar enfermos o a mitad de un duelo familiar), pero no brillan por las inquietudes que podrían sembrar sus saberes. Lo mismo ocurre con los estudiantes. A través del narrador son presentados más como una amenaza en tanto hagan lo que quieran con sus cuerpos, más que por lo que sus ideas pudieran sugerir. En ningún momento se narran sanciones a estudiantes cuyas ideas se salieran de lo aceptable por la institución, tomando en cuenta el momento político que vivía la nación: dictadura militar y guerra de Malvinas. Sí se alude a cierto pasado reciente en el que hubo que tomar drásticas medidas para erradicar la subversión del colegio, tal como hicieron los militares en el resto de la nación.

Kohan insiste en colocar como protagonista principal a personajes atribulados por sus temores. María Teresa antecede a Lito Giménez, de Cuentas pendientes y Mario Novoa, de Bahía Blanca, en lo concerniente al tipo de vida que les tocó vivir. Nada grandioso ni espectacular, nada sobresaliente. Ninguna expectativa de mejora es aprovechada para cambiar su situación y cuando alguna se presenta, fracasan en el intento. En el caso de María Teresa, el narrador la perfila como un personaje al límite de la disciplina, que lucha por mantenerse dentro del encuadre asignado a su función. Lucha en medio de la tensión entre la resistencia y la entrega a lo prohibido, entre el ejercicio de la autoridad y la sumisión silenciosa ante sus superiores a quienes no se atreve a cuestionar en absoluto ni siquiera en el terreno de su moral personal.

Su sobreexposición a la transgresión ha producido en ella un olfato especial a tal punto que se siente atraída por el placer que le provoca detectarla y sancionarla. No obstante, poco a poco, el placer se incrementará solo con la vigilancia, porque así puede contemplar lo prohibido desde un lugar privilegiado de autoridad y ejercer eventual dominio sobre el transgresor. La sanción conduciría al repliegue de lo prohibido, lo cual no desea; por el contrario, desea que se manifieste. La oportunidad de pillar al alumno que fuma en los baños nunca se presentó, en cambio lo que María Teresa encontró allí fue el revés de todo lo que tenía previsto. Se vio posicionada en el lugar del infractor, indefensa, humillada y aparentemente reconocida por su labor, pero a un costo que sí está dispuesta a pagar porque además, lo disfruta.

En algún momento me gustaría preguntarle a Kohan qué tan influyente ha sido Foucault en la elaboración de Ciencias morales, pues pienso que Vigilar y castigar tiene mucha relación con la manera en que se ejerce la biopolítica a nivel del microgrupo, la disciplinariedad sobre los cuerpos, el control sobre las actividades de los sujetos dentro de las instalaciones, las jerarquías de las autoridades políticas, la obsesión por hallar transgresores y castigarlos ejemplarmente, la observación disimulada pero atenta de los preceptores (ese «mirar sin ver» que recuerda al panóptico).

El erotismo es una de las tantas transgresiones que en el colegio se busca disciplinar. Desde el inicio, el narrador muestra a María Teresa concentrada en identificar la menor inconducta siendo que en un colegio mixto se amplían las posibilidades a diferencia de lo que sucede en un colegio solo de varones o de mujeres: «Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional fue solamente de varones (…) Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada», eso es lo que piensa María Teresa. Las situaciones que el narrador describe con mayor detalle son aquellas relacionadas con el contacto de los cuerpos. La novata preceptora observa e interpreta, pero le falta la evidencia. Hombres y mujeres tienen contactos ocasionales, rutinarios, sin embargo, la línea divisoria entre lo permitido y lo prohibido no siempre es muy nítida. Más cuando la mirada de un alumno la intimida. Su sola presencia la perturba y le hace pensar que intencionalmente ese muchacho busca la oportunidad para mortificarla. Pero no tiene la evidencia.

María Teresa es más eficiente en disciplinar las inconductas de los alumnos que en disciplinar su cuerpo y sus pensamientos. Me atrevería a afirmar que el verdadero protagonista de esta novela es el cuerpo. Ciencias morales nos propone un discurso sobre el cuerpo, sobre los mecanismos que institucionalmente lo disciplinan. De esta manera, queda claro por qué el erotismo es perseguido, pues su materia significante es el cuerpo. Paralelamente, los sujetos se las ingenian para sabotear la disciplina que constriñe sus cuerpos. Los censores, en el fondo, envidian lo que prohíben, quisieran experimentar esa otredad que se afanan por controlar. No les está permitido poseerla sino solo sancionarla, pero la exposición continua produce un relajamiento de la disciplina a favor del placer. Esa es la razón por la cual lo prohibido sabotea la disciplina de los preceptores. María Teresa y su jefe inmediato, Carlos Biasutto, hallan la manera en que sus cuerpos puedan dar cabida a lo que cotidianamente censurarían en sus alumnos, y lo encuentran no fuera sino dentro del colegio, en un espacio como los baños, reservado a la intimidad corporal más solitaria. Los preceptores terminan siendo los mayores transgresores de su propio discurso sobre el cuerpo.

Si el erotismo es un discurso subversivo de enorme poder, lo es entre otras razones porque los sujetos quieren hacer con él lo que les plazca. Constantemente, el narrador contrasta el cuerpo masculino con el femenino; su omnisciencia nos expone las emociones de María Teresa cuando observa el contacto entre varones y mujeres o cuando imagina el sexo masculino de los estudiantes que orinan en los mingitorios mientras ella vigila al interior de un cubículo del baño a la espera de atrapar al supuesto fumador. El baño es el único reducto del colegio en el cual los alumnos y alumnas pueden manipular su cuerpo a su antojo, por lo cual se explica que María Teresa y Biasutto, aunque muy torpemente, hayan elegido tal lugar para emular esa autonomía corporal.

En Ciencias morales, la represión no se dirige a los saberes, sino a los cuerpos y a sus experiencias. Son los cuerpos engenerados, es decir, identificados con un género que asume una correspondencia con el sexo biológico, los que literalmente partieron el colegio en dos, ya que cuando era solo de varones la supervisión era más sencilla. Ahora que hay mujeres, los esfuerzos deben multiplicarse. Paradójicamente, el narrador comenta que la inspección del cuerpo femenino en lo referente a la vestimenta y la presentación personal no es tan compleja como en el caso de los varones, cuya exploración exige una mayor indagación en los cuerpos: cabello, calcetines, posturas, gestos, miradas, todo ello ha de ser disciplinado.

El enfoque del narrador es sobresaliente. Se trata de una voz incisiva, prolija, aséptica y minuciosa en sus descripciones; en especial las más sórdidas y repulsivas o las más erotizadas son atenuadas por los eufemismos de un lenguaje bastante pacato por momentos, pero no por ello inexpresivo. Penetrante y agudo en sus reflexiones, enjuicia el accionar de María Teresa y otros personajes, y transmite acertadamente las sensaciones que ella experimenta en circunstancias de intensa perturbación.
El único reparo que tengo son los finales suspendidos o la falta de un cierre que satisfaga el clímax acumulado durante el desarrollo de la historia, a lo que nos tiene acostumbrados Kohan en sus tres últimas novelas. Me parece que le resta intensidad a la novela de manera muy abrupta. Si bien plantea giros inesperados, desvanecen la trama principal lo cual da la impresión que la novela terminó mucho antes del final de la lectura.

Definitivamente, Martín Kohan es un escritor argentino al cual no debemos perder de vista, por la penetración psicológica y los dramas existenciales de sus personajes, así como por su prosa sencilla, firme y cautivante. Sigue leyendo

DECIR MÁS QUE CONTAR

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Sombras en el agua
Jorge Monteza
Cascahuesos,
Arequipa, 2011

Jorge Monteza publicó Sombras en el agua (Cascahuesos, 2011), libro que reúne diez relatos, algunos de los cuales han sido premiados a nivel local y nacional. Mi impresión general es que en los cuentos de este libro prevalece el “decir” sobre el “narrar”. Cuentos como “Illa”, “El hombre de oscuro sueño”, “El sueño” o “El parque de Joel” no seducen por la historia narrada, sino por el lenguaje y la estructura. Precisamente, las historias de Sombras en el agua se diluyen en el lenguaje y en la técnica narrativa, paradójicamente, debido a un eficiente manejo del autor sobre estos recursos. No obstante, cuando el lenguaje y la técnica desbordan la historia, el lector tiene la sensación de que la narración está ausente, que frente a él transcurren escenas inmóviles o de que el tiempo narrativo, el conflicto y o el desenlace pasan inadvertidos. Sin embargo, sería muy mezquino señalar que se trata de puro artificio.

El cuento, en comparación con la poesía y la novela, es un género que ha experimentado cambios menos drásticos. A pesar de las innovaciones, el componente fundamental del cuento es la concreción de la historia, lo cual facilita al lector identificarla sin mayor dificultad. Sombras en el agua nos muestra relatos con historias que son ampliamente “dichas”, enunciadas, manifestadas, puestas en escena, pero escasamente desarrolladas, contadas, narradas. No es la acción o el desenlace del conflicto los aspectos más relevantes de los cuentos allí reunidos, sino el despliegue de un lenguaje que en varios pasajes opaca la historia. No se entienda por ello un lenguaje preciosista, retocado o evasivo por la carga metafórica, más bien es un lenguaje como herramienta para la representación de una poética personal.

Ahora, más que señalar esto como una deficiencia me interesa comprenderlo como síntoma de una poética del cuento por la cual apuesta Jorge Monteza. La influencia de Julio Cortázar —(“El sueño” es un guiño a “Continuidad de los parques”)— explica en parte lo mencionado anteriormente. Del autor de Rayuela, se reconoce la introspección analítica en los personajes por parte de ellos mismos o de un eventual narrador omnisciente; la elección de personajes envueltos no en tragedias colectivas sino en dramas muy íntimos; y los finales suspendidos o abiertos a la reflexión de los personajes; pero sobre todo un lenguaje propio de un narrador con ganas de trascender la historia narrada.

El cuento que ejemplifica el determinismo del lenguaje sobre la realidad es “Muchacha de espejos rotos”. Si los nombres no son solo sonidos vacíos sino portadores de un sentido fundamental no debería extrañar que el objeto o el sujeto nombrado adquieran las cualidades del concepto que lo nombra. “Es que todos los nombres tienen su porqué. El agua se llama agua porque es transparente y suelta (…) la piedra, porque es pesada, y tan dura como esa «dra» (…) Rocío es gordita y bonita, la alegría brilla en sus ojos (…) Leticia es la más aseada y ordenada, sus trenzas, bien sujetadas, y sus cintas, bien blancas (…)”. El lenguaje como modelador de la realidad y de la subjetividad a manera de una cárcel, como lo sostuviera Frederic Jameson, es una de las representaciones más sugerentes que reconozco en este cuento así como en “El Sol”: “Pasó toda la noche sentado a su escritorio carraspeando frases que tachaba y volvía a escribir con el fervor de quien cree que las palabras pueden salvar o condenar”.

Parte de esta poética del cuento se relaciona con el lenguaje y la técnica narrativa, pero también con los símbolos a partir de los cuales se tejen algunos de los cuentos. Los motivos más recurrentes son el sueño, la sombra, la oscuridad y la luz. En “Illa”, la historia transcurre en un escenario nocturno y lunar. Un niño cuenta las impresiones que le suscitan el paisaje nocturno y las visiones espectrales que le sugieren las sombras lunares. Las sombras lo intimidan, lo seducen y lo animan a meditar sobre la naturaleza de estas y de su relación con las personas: “Yo sé que las sombras están al lado de uno, pero éstas, a la luz de la luna no tienen por qué estar así, pues son fantasmas (…) Si uno se queda mirándolas, el mundo desaparece en una oscuridad total y no hay cómo saber si se está penando en el limbo o si se está en la tierra como demente o demonio”. En este cuento, como en “Nos iremos” y “El Sol”, la oscuridad es un lugar seguro para los personajes, es el lugar donde se resguarda la subjetividad y el más apropiado para la introspección.

Al respecto, lo más destacado de Sombras en el agua es la representación de la subjetividad de los personajes, cualidad reforzada por la adecuada elección del narrador omnisciente en la mayoría de los relatos. En “Illa” el niño que contempla la luna y las sombras expone su intimidad, sus temores, nostalgias, e insatisfacciones; recuerda, presencia y anticipa. Algo similar ocurre en “El hombre de oscuro sueño”: el trajín laboral del día a día impide al protagonista recordar sus sueños. El deseo de detenerse a recordar lo soñado la noche anterior se opone a la tendencia mayoritaria de quienes están apresurados por llegar a tiempo a sus trabajos. Pausa vs. movimiento, reflexión vs. pragmatismo. Detenerse equivale a escapar de lo que la mayoría hace: vivir en un continuo presente sin mayor cuestionamiento y avasallar a quienes de salgan del curso general: “Quiso detenerse un momento para tomar fuerzas, pero estorba al copioso fluir de los pasos y algunos descuidadamente lo topaban (…) Nadie se detenía, nadie siquiera lo miraba. Inexplicablemente, ahora, sin que él intentara ya recordar, aparecieron imágenes del sueño”.

Jorge Monteza se muestra como un narrador seguro de una idea sobre el cuento. Es un debut auspicioso en un medio local como el de Arequipa donde la tentación de escribir confesionalmente sobre sexo, licor, drogas, rock and roll o decepciones amorosas es moneda corriente en la narrativa joven y mucho más en la poesía local reciente. Finalmente, lo que más llamó mi atención fue la manera como el lenguaje puede no sólo ser vehículo de una historia sino también representación de una poética paralela a los objetivos de la narración, o sea, alterna o distante del propósito de contar algo. Esta es la mejor lección que Cortázar y Rulfo le han legado al autor de Sombras en el agua, cuyos relatos dicen más de la idea de cuento a la que apunta Jorge Monteza que de temas o historias cautivantes por lo narrado. Sigue leyendo