Archivo por meses: noviembre 2011

EL REY DE LAS FLORES

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Carlos Arturo Caballero

Yo quiero ser a la zurda más que diestro

Casi una hora demoré en llegar al Orfeo Superdomo de Córdoba. No tanto por la distancia como por el tránsito. El único puente de acceso estaba atestado de gente, pero avanzaba. El ingreso y la ubicación fueron rápidos. El concierto estaba programado para las 21.30 pero ni bien se llenaron las tribunas, el público comenzó a calentar el ambiente con aplausos y cánticos para aplacar de alguna forma la infame tortura de esperar. Once años de ausencia justificaban plenamente las ansias de oírlo cantar. Hasta que Silvio apareció luciendo una remera negra y tejanos, casi tal cual al día anterior que recibió el Honoris Causa en la Sala de las Américas. Lo acompañaban Niurka González (flauta traversa, clarinete y oboe), Oliver Valdez (percusión) y el trío de cuerdas Trovarroco integrado por Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres cubano) y César Bacaró (bajo).

Abrió el concierto con “En el claro de la luna”, de su primer álbum, Días y Flores (1975). Luego interpretó algunos temas de su último trabajo Segunda cita (2010), como “Carta a Violeta Parra”, “Sea señora” y “Tonada del albedrío”, alternándolos con las canciones que los convirtieron en la voz más visible de la Nueva Trova cubana. Presentó algunos inéditos como “Cuentan” y “Virgen de Occidente”. En el intermedio, Silvio invitó a Amaury Pérez a cantar juntos “Amigos como tú y yo” y mientras aquel y su grupo se tomaban un respiro, Amaury interpretó dos sus clásicos: “Si yo pudiera” y “Abril” que mantuvieron la emoción de un público que prometía quedarse y pedir más de lo previsto.

Al reaparecer, fue recibido con la misma intensidad que al inicio: todo el recinto aplaudía de pie dando vivas a Cuba, a Fidel y al Che. Pero Silvio no la puso fácil. Los más fanáticos vacilábamos al descifrar los nuevos arreglos que lucían sus canciones más emblemáticas. “Escaramujo” adquirió un particular significado para quienes consideramos la educación como un derecho y no un privilegio: “Yo vivo de preguntar, saber no puede ser lujo”, pues “si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”. El momento cumbre del concierto llegó con “El necio”, metáfora de la persistencia y la lucha por no decaer cuando todos creen que la Historia terminó y que las revoluciones son inútiles: “me vienen a convidar a arrepentirme,/ me vienen a convidar a que no pierda,/ mi vienen a convidar a indefinirme,/ me vienen a convidar a tanta mierda. Dicen que me arrastrarán por sobre rocas / cuando la Revolución se venga abajo”. No fue hasta que escuchamos las primeras líneas que pudimos reconocer “Quien fuera”, “Gaviota”, “El reparador de sueños” y una irreconocible pero amena versión de “Óleo de una mujer con sombrero” a ritmo de country texano. Y así una tras otra desfilaba la trova ardiente de este cubano universal que le canta al amor, a la patria y a la revolución con poesía hecha música.

¿Qué reservaría para el final? ¿Unicornio, Ojalá? Nos sorprendió una prolongada y virtuosa introducción a la “Maza”. Una dulce y minimalista versión al estilo bossanova de “Pequeña serenata diurna” nos anticipaba el fin. Y se levantó. Después de una venia desapareció tras el escenario secundado por sus músicos, pero el público no le dio tregua. Nuevamente de pie, coreábamos su vuelta y aplaudíamos a rabiar. Y volvieron. Antes que sus músicos empezaran Silvio dijo “al final”. Se detuvieron y cantó “Historia de las sillas” y luego caímos en la cuenta que reservó “Ojalá” para el final. Saludó, se fue, pero la gente no cesaba de aplaudir. Segundo retorno. La euforia era tal que amablemente pidió tregua para afinar la guitarra. Era “Paula”, melancólica canción interpretada tal cual lo hiciera muchos años atrás, a voz y guitarra, en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de La Habana. “Paula, yo pudiera darte un inmenso jardín / si pudiera darte todo mi país / todo mi país”. Parecía que esta vez era definitivo, pero no. Los aplausos y las vivas no cesaban. Silvio nos comprendió, sabía que no terminaría así y tomó la guitarra para despedirse con “Te doy una canción”. Vaya que sí fue generoso y tolerante con este público que volvería al día siguiente a abarrotar las tribunas del Orfeo Superdomo si este cubano maravilloso se animara a una tocada más.

Y así se fue entre los aplausos y cánticos que cesaron al mismo tiempo que las luces se encendían y se retiraban los equipos. Señales del fin. No extrañé al “Unicornio”, pero sí “En estos días”, “Desnuda y con sombrilla” y “Qué hago ahora contigo”. Pero no tiene importancia. Ninguna en comparación al placer de verlo tan cerca y a la emoción compartida con cientos de silviófilos. ¡Larga vida al Rey de las Flores!

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SILVIO EN MI MEMORIA

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Carlos Arturo Caballero

A Elena Di Marco

Volver a los 17

Posiblemente a mis 12 o 13 fue la primera vez que oí «Unicornio». Recuerdo que me sobrecogieron la letra y música de esa canción cuyo autor desconocía y que a pesar de mis frecuentes preguntas a cuanta persona creyera yo me daría la respuesta no fue sino hasta mis 17 que, gracias al hermano Juan José, el Loco, trovero impenitente, contestatario y rebelde hermano de La Salle, por fin supe que el autor de aquella melodía que me cautivó hacia finales de mi pubertad era cubano y se llamaba Silvio Rodríguez Domínguez.

Juan Ojeda, un condiscípulo de la escuela, gustaba de la Nueva Trova Cubana y de los cantautores latinoamericanos de la Nueva Canción, al igual que Randy Machuca con quienes integrábamos la estudiantina del colegio. Solíamos reunirnos en la acogedora salita de la casa de Juan en calle Nueva los sábados para ensayar e intercambiar cintas o copiarlas. Poco o nada importaba la fidelidad del sonido; lo esencial era reunir la mayor cantidad posible de temas de aquellos compositores que nos acompañaron durante la adolescencia. Tanta fue mi devoción por la música de Silvio que abandoné las lecciones de piano y me dediqué durante las vacaciones de ese verano de 1992 a tocar desaforadamente la guitarra en vez de prepararme diligentemente para ingresar a la universidad. Y esa efervescencia se la debo a mi fiel Rosita, mi nana de toda la vida, quien luego que llegué de mis fatigantes clases de la academia, me sorprendió una tarde con un regalo cuya imagen guardo hasta hoy gratamente en mi memoria: había enviado a reparar la guitarra que mi hermano mayor compró como 10 años antes, emocionado por emular la destreza del gran Paco de Lucía.

Guitarra en mano, mañana, tarde y noche, me sumergí en el universo poético de Silvio y de la Nueva Trova. Por aquellos años, no éramos muchos en Arequipa los que oíamos este género. Podían contarse con los dedos de la mano. O tal vez me equivoco y eran muchos, pero no nos conocíamos. Lo cierto es que se trataba de un círculo muy cerrado y cada vez que conocía a un trovero sentía una gran emoción al compartir la misma afición y mucho más si tocaba la guitarra. Esas fueron mis mejores lecciones musicales: escuchar, ver y conversar con quienes disfrutaban la trova intensamente como yo la disfrutaba. Alguna vez alguien aparecía con una cinta original prestada por corto tiempo —la mayoría se grababan en Chile y Argentina— por lo cual aprovechábamos de inmediato para copiarla o el menor descuido para apropiarnos del preciado material. (Si mi querido Juan Ojeda llega a leer estas líneas, quiero recordarle que durante varios meses estuve disgustado porque prestó mi cassette original de Días y Flores ¡sin autorización! A Ramiro Damiani, arquitecto, músico y trovero como nosotros. No te culpo, Juan, yo también hubiera hecho lo mismo sin en aquellos años llegaba a mis manos ese álbum). Si tenía la suerte de que un conocido viajara por esos andurriales, imploraba porque me trajeran cintas de Silvio. No disponía de un centavo, así que apelaba a su amistad e incluso al cariño que me dispensaran.

Mi querida Lenny Zevallos, a quien injustamente hice padecer por amores durante un breve tiempo, me dio otra de las sorpresas troveras que marcaron mi admiración por Silvio. Como quien no quiere la cosa, le pedí que aprovechando su viaje de promoción a Santiago de Chile, me trajera un par de cintas, las que hallase, todas eran bienvenidas. No recuerdo muy bien en qué circunstancias fue, pero me parece que me visitó en el locutorio telefónico propiedad de mi hermano Antonio, un sábado por la tarde o domingo por la mañana. Yo había olvidado por completo mi petición cuando de pronto me mostró tres cassettes originales editados en Chile por el sello Alerce: Tríptico 1, 2 y 3. Si la vida está hecha de momentos, como dice el supuesto poema atribuido a Borges, ese momento cuenta como uno de los más felices de mi vida. Nunca nadie antes se dio la molestia de cumplir su promesa, pero Lenny, mi adorada Lenny, sí. Los Trípticos pasaron a engrosar y a darle distinción a mi, hasta ese momento, modesta colección de cintas que comenzaban a poblar los cajones de mi mesa de noche.

Pero la generosidad de Lenny tuvo como precedente otro acontecimiento menos abnegado y más mercantil. César Navarro, compañero de aulas, de música y de trasnochados ensayos a ritmo de heavy metal, si algo detestaba más que las visitas los domingos, era escuchar a Silvio Rodríguez y REM, en ese orden. “Salvo Días y flores y Causas y azares, el resto es para el olvido”, me parece escucharlo a la distancia. Justamente los álbumes que menos me gustaban, él los apreciaba. Mi culto por la trova era solo equiparable a su devoción por Metallica, ACDC, Megadeth y Pink Floyd. No he conocido hasta ahora a alguien más obsesionado hasta la posesión por conservar celosamente intacta su colección de discos y cassettes. Lograr que nos preste uno era toda una Odisea, al punto que de insistir corríamos el riesgo de perder su amistad sin mayor remordimiento. El hecho es que su hermano Oscar, conocido guitarrista y fundador de unos de los grupos de rock pesado más emblemáticos de Arequipa, Cuarto Cerrado, había viajado a Santiago con su promoción de La Salle en 1987 y ¡comprado varias cintas de Silvio! Concentrado más en su banda, Oscar legó estos cassettes a César y de vez en cuando se los pedía para escucharlos. Al enterarse de mi gusto por la trova, no dudó en ofrecérmelos a un módico precio. Se los compré todos, por partes, pero los adquirí todos. (Actualmente, Oscar vive en Bélgica hace varios años y no sé si llegue a leer esto, pero de ser así, estimado, quédate tranquilo que tu colección permanece en buenas manos. César nunca te dijo la verdad, pero fue por una noble causa).

Sinfonía para adolescentes

Posteriormente, poco a poco fui dejando de grabar y regrabar cintas y ahorraba lo que podía para comprar originales en la discoteca Internacional, la única, por decírselo de algún modo, tienda de discos de la ciudad. Siempre esperaba con ansiedad la llegada de un nuevo álbum. Cuántas tardes habré caminado desde casa hasta el centro o desde el instituto y bajo cualquier pretexto acercarme a los mostradores y pedido que me alcancen “el último álbum de Silvio Rodríguez”. Solo tenerlo en mis manos y oír algunas pistas en las cabinas privadas fueron para mí, en aquellos años de mi primera juventud, un placer que hasta hoy no he hallado, excepto cuando alguna novela descomunal me devuelve la fe en la escritura. Si por fin lograba comprarlo, escuchar ese cassette así como cualquier otro que me fascinara, era toda una experiencia ceremonial, de aquellas que solo un adolescente podría vivenciar cuando, como dice la canción de Eduardo Gatti, «nos dijeron que la vida se muestra entera».

La recesión postraumática del fujishock hizo estragos en los comercios locales y varias tiendas emblemáticas de la ciudad remataron sus existencias y si no alquilaron sus locales, cambiaron radicalmente de giro. La discoteca Internacional desapareció y con ella el pretexto de acudir semanalmente a sus mostradores para oír, aunque fuera solo unos minutos, las canciones de las bandas y solistas que construían nuestro universo musical. Los vendedores ambulantes tomaron por asalto las calles y si teníamos suerte, alguno de ellos vendía nueva trova. Hacia 1995, había logrado conformar una respetable colección de cintas en mi superpoblada mesa de noche. Las que destacaban por su «originalidad» eran las de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, León Gieco, Sui Géneris, entre otros. Buena parte de ellos fueron obtenidos como «saldos de ocasión» cordialmente rematados por mi principal proveedor: César Navarro. También armé a trancas y barrancas un selecto dossier de letras y canciones de Silvio, unos fotocopiados y otros cuidadosamente hurtados. Ello se reflejo en mi progreso con la guitarra. Tocando trova aprendí complejos acordes y desarrollé una habilidad extra que predispuso mi oído musical a otros géneros como el bossanova o el jazz.

Sin embargo, la universidad me condujo durante los siguientes cinco años por caminos alternos a la música. Las letras ocuparon el lugar de las melodías, los libros reemplazaron a los discos y cassettes. Un día, sin saber cómo ni cuándo, colgué la guitarra y con ella cerré momentáneamente mi etapa de trovador adolescente, descarriado y mala cabeza que en los años previos había martirizado a mi madre por abandonar la informática y ocupar el tiempo nada más que en tocar guitarra, cantar, jugar frontón y cantar desaforadamente embebido de licor con los cómplices de mi primera juventud.

El acontecimiento que marcaría definitivamente el cierre de esta época fue mi abrupta salida del Instituto del Sur donde ilusamente creí que le sacaría la vuelta al tiempo para luego retomar los estudios de música. Abrupta por cuanto no tuve más remedio que irme antes que me echaran por mis vergonzosas notas. No obstante, allí conocí a Herbert, un entusiasta y díscolo trovero que me presentó a mucha gente que tocaba trova y géneros afines. Hacia mediados de los 90 era visible que la trova venía ganando adeptos cada vez más. Lo noté cuando junto con Herbert improvisamos un concierto en las afueras de El Búho, el nostálgico café noventero ubicado en los altos del Complejo Chávez de la Rosa de la Universidad de San Agustín. Todo ocurrió como jugando. Acordamos con Herbert vernos como todos los viernes a las 7 y llevar nuestras guitarras. Cada uno tocaba una canción alternando la velada con cigarrillos y pisco. Pocos días antes, Juancito Ojeda me avisó de «un recital de trova en El Búho». Atiné a confirmar mi presencia con alegría y grandes expectativas por escuchar al fin a un grupo formal o a cantantes de trova fuera de una «chupa» de parque y al son de unas viejas y maltrechas guitarras (aparte de Raúl Huerta y Américo Martínez, quienes esporádicamente tocaban en algún local, no conocía a nadie más). La collera del Isur se había enterado de nuestras semanales veladas y también confirmaron su asistencia. Grande fue mi sorpresa cuando al llegar toda la explanada exterior al café estaba colmada de curiosos ansiando escuchar el recital de trova. Los misteriosos troveros que darían el recital éramos nosotros. Me sentí turbado y defraudado de mí mismo y a la vez muy emocionado. En una década años-luz del Facebook y Twitter, un nutrido grupo de fanáticos troveros se había congregado de oídas para escucharnos. Herbert lucía impasible cual si no pasara nada. Los asistentes se miraban entre sí y los que me conocían insistían en saber a qué hora empezaría el concierto, inquietud que transmití de inmediato a Herbert. Debió verme tan nervioso que tomó la guitarra y soltó los primeros acordes de canciones de Gieco y Sui Géneris. Luego tomé la posta con Silvio y el resto del grupo hizo lo propio. No sé si estuvimos a la altura de lo que se esperaba, pero tengo impresa en mi memoria la fachada de El Búho, la blancura del sillar, la tenue iluminación lunar y los aplausos y peticiones de quienes nos acompañaron en ese concierto que sin proponérnoslo, cerró una época maravillosa, al menos para mí.

Cuando digo futuro

En adelante, volví a Silvio por cortas temporadas intermediadas por viajes a Lima donde redescubrí una escena trovera mucho mayor que la arequipeña. El boulevard del jirón Quilca reunía lo más selecto no solo de la música trova, sino del rock en todos sus géneros y a precios muy accesibles. Tuve conocimiento del grupo Silvio a la carta, un proyecto que reunía a solistas, dúos, tríos y pequeños grupos que intercambiaban integrantes de acuerdo al tema en sus presentaciones. Los escuché en el café del Centro Cultural de la Universidad Católica. Su dinámica consistía en repartir una especie de menú musical, a manera de repertorio, de lo que tocarían en esa sesión, de modo que los asistentes tuvieran de donde elegir. Fue muy grato conocer a Miriam Quiñones, quien empezaba a hacerse conocida en el circuito interpretando temas de Silvio, Pablo, y demás cantautores de la nueva canción latinoamericana.

A diferencia de los años anteriores, perdí el rastro de la discografía de Silvio y recién me enteré que al menos 3 o 4 álbumes había grabado entre el 95 y el 2000. Me puse al día pero ya no con el entusiasmo de los albores de mi primera juventud. Al terminar la universidad, cogí nuevamente la guitarra acusando una notable pérdida de habilidad y un avanzado deterioro en mi voz producto del cigarrillo. Animado por Elena, mi novia, intenté volver por mis fueros y me inscribí en un concurso de solistas y grupos de Nueva Trova organizado por el propietario del Apeyrom, uno de los últimos locales donde a inicios del 2000 se tocaba trova para un público interesado y atento, algo que en los 90 estaba limitado a encuentros furtivos o a la eventuales presentaciones de Raúl y Américo.

Fue un retorno lamentable, triste, para el olvido. Esa noche me odié por no haber desistido a tiempo y le mostré a Elena mi fastidio y mi rabia por el papelón que hice al presentarme. Ella no tuvo la culpa, pero sin quererlo, y aunque con el mejor ánimo del mundo, me hizo entrar en pánico llamando al celular cuando estaba por iniciar mi turno para cantar. Fue anecdótico. Tenía el micrófono frente a mí y de pronto sonó el celular y contesté al aire. No solo se escuchó mi voz sino también los mensajes de afecto y la buena vibra que enviaba mi novia, artífice de mi retorno a la música. Los espontáneos aplausos de la asistencia, conmovidos seguramente por el gesto de mi novia, me animaron a continuar, pero fue poco lo que pude ofrecer aquella noche. Terminada la primera ronda, no me quedé a escuchar el resultado y opté por una retirada decorosa sin imaginar que uno de los jurados, 10 años después, me provocaría una decepción mucho más profunda. Pero esa es otra historia.

Expedición

En 2007, Silvio Rodríguez vino al Perú luego de 20 años de ausencia. La última vez había sido en 1987 con motivo del CICLA, festival de integración cultural latinoamericana que tuvo lugar en Lima. No volvió después, no me consta, pero es muy posible que sea verdad, como protesta contra el gobierno de Alberto Fujimori. El hecho es que, por primera vez y «a mitad del camino recorrido» de mi vida, tenía la oportunidad de ver a Silvio en Lima donde yo radicaba hacía un par de años. La facilidad es una debilidad de la fuerza, escuché alguna vez. Debe ser cierto, pues aquello que damos por descontado termina siendo postergado o relevado de nuestros planes, precisamente por darlo como un hecho y no ponerle empeño. Así fue que no asistí a la ceremonia de entrega del doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos ni al concierto que ofreció en el estadio de la misma casa de estudios. Mi consuelo fue sacarme el clavo de todas esas caminatas a la discoteca Internacional y actualicé toda mi colección de álbumes en CDs originales, salvo aquellos que no forman parte de la discografía oficial y no era posible hallar en el Perú, sino que era ediciones especiales o agotadas.

A un mes de mi llegada a Córdoba, donde curso el doctorado en Literatura Latinoamericana, una tarde mientras leía el diario, me enteré de que Silvio ofrecerá un concierto luego de 10 años de ausencia. «Nunca más», dije, como titula el Informe Sábato. No iba permitir que transcurrieran 25 años más para saldar una deuda pendiente con esa parte de mi historia personal que fue la adolescencia y mi primera juventud. Así que pronto compre mi entrada preferencial, de las últimas que quedaban. La mañana de hoy en que escribo esta memoria supe por una colega que la Universidad de Córdoba distinguiría a Silvio como doctor Honoris Causa en el auditorio principal del Pabellón Argentina en Ciudad Universitaria. El ingreso era libre, pero las invitaciones se habían agotado hace tres días. De todos modos, fui; formé fila probando suerte, tal vez a alguien por allí le sobraran algunas entradas. Y así ocurrió. Gracias a la generosidad de una joven estudiante de odontología que me obsequió una invitación, logré presenciar la emotiva ceremonia en la que Silvio agradeció a la concurrencia por esos honores y aplausos, según él inmerecidos, pues «por cada hombre que logra algo, hay millones que nada tienen».

Pronto amanecerá. Cierro esta memoria a horas vista del concierto de Silvio en Córdoba. Ojalá que la lluvia no nos haga pedazos. Ayer cayó un aguacero feroz, pero aunque el cielo se nos caiga encima, mañana veré a Silvio a como dé lugar. 25 años no han pasado en vano. Sigue leyendo

PIGLIA Y LA NOVELA HOY

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Carlos Arturo Caballero

Ricardo Piglia es uno de los escritores latinoamericanos más influyentes en la actualidad, y reconocido además por la crítica como uno de los más notables cultores del género policial en la Argentina y Latinoamérica. Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997) y Blanco nocturno (2010) figuran entre sus novelas más destacadas. Dentro de su producción ensayística, Crítica y ficción (1986), La Argentina en pedazos (1993) y El último lector (2005) resaltan por sus originales apreciaciones acerca de la crítica literaria, el oficio de escribir y la política.

Piglia ha sido merecidamente distinguido por la Universidad Nacional de Córdoba con el Premio Universitario de Cultura 400 años. Ante un auditorio repleto de estudiantes, profesores, periodistas y sobre todo de sus entusiastas lectores, manifestó que hacía muchos años no visitaba la ciudad, pero que tenía muy presente la tradición de la primera casa de estudios de la Argentina, donde en 1918 tuvo lugar la Reforma Universitaria, cuya influencia se extendió por todas las universidades del país y el continente. La intelectualidad argentina, precisó, se formó en la educación pública, una educación libre, laica y gratuita.

Su conferencia tuvo como tema central la situación de la novela hoy. Según Piglia, la novela fundamenta su existencia sobre la base de la tensión entre la realidad y la ficción, la verdad y la falsedad. Estas dualidades o dicotomías serían las que definieron durante mucho tiempo la novela. Por ejemplo, el protagonista de la primera novela moderna, El Quijote, se encuentra atrapado entre una realidad hostil y la ficción de los libros de caballería. Madame Bovary quisiera rendirse ante un amante real que estuviera a la altura de los que habitan en las novelas románticas que lee con denodada pasión. Y para Balzac la novela es la historia privada de las naciones. Verdad/falsedad, realidad/ficción: la dicotomía constituyente de la novela.

Otra característica que Piglia atribuye a la novela es su historicidad. La novela sería una forma histórica de narración que no existió siempre, pese a que existían narraciones. La vida está hecha de relatos que contamos y que nos cuentan. Por ello, relatar es una actividad cotidiana. De algún modo u otro, afirma Piglia, todos somos expertos narradores. En este sentido, la novela trabaja con una realidad ya narrada, ya que los novelistas capturan las narraciones que circulan en la realidad. Por ende, siempre hay un testigo de las historias, las cuales muestran algo sin decirlo abiertamente. Esto convierte a la novela en un archivo de las narraciones que circulan o circularon dentro de una sociedad, un «registro de la memoria social». De acuerdo a esto, se desprende que la novela encierra un discurso paralelo y metafórico al de la historia oficial, por lo cual sería posible abordarla como un documento de la época.
Pero ¿qué es una buena historia para Piglia? Es un relato que interese a quien lo cuenta como a quien lo escucha. En consecuencia, aquel que aspira a ser novelista debe plantearse la siguiente cuestión: ¿soy capaz de transmitir a mi lector la emoción que la historia produjo en mí? ¿Puedo narrarle con la misma intensidad esa historia a mi lector? Por los temas e historia no habría que preocuparse. La realidad está repleta de ellas, circulan continuamente alrededor de nosotros.

No obstante, si lo anterior ha caracterizado a la novela moderna ¿no nos encontramos próximos a su fin? La dicotomía que hoy define a la novela es la oposición entre texto vs. imagen, acuñada dentro de la frase «una imagen vale más que mil palabras». Piglia reconoce que la temporalidad ha sido un factor fundamental en el desplazamiento de las tensiones constituyentes de la novela. El tiempo de la interpretación de la imagen es instantáneo, mientras que en la lectura está mucho más mediatizado. El lenguaje exige mayor temporalidad para descifrarlo. Piglia acierta al señalar que el desafío de la novela hoy es la falta de tiempo y la sobreabundancia de imágenes. No es que haya menos lectores, es todo lo contrario, lo que ocurre es que no hay tiempo para leer como antes, es decir con la pausa necesaria para procesar el relato, interiorizarlo y convertirlo en una experiencia personal inigualable como otras que nos suceden en la vida real. Prueba de ello es que cada vez más la lectura masiva se concentra en objetivos utilitarios, lo cual el mercado satisface con creces a través de manuales de autoayuda o de introducción básica a temas de actualidad mundial.

Piglia rastrea el giro de esta tensión novelística frente a la modernidad desde Kafka y Joyce. Ambos son los paradigmas mediante los que explica el modelo de novelista tradicional y el moderno. Los kafkianos requieren de y aislamiento. Su receta para crear es no ser interrumpido. Sin embargo, hoy luchamos contra la invasión de nuestra privacidad y seguidamente, contra la interrupción. Ambas han socavado el modelo de novelista kafkiano sobre todo durante las últimas tres décadas. De otro lado, los joyceanos se mueven leyendo por la ciudad. Incorporan la interrupción a su habitus, conviven con ella. Leen en el autobús, en el metro, en el avión, con un Ipod, en un bar o en el ordenador a la vez que navegan por Internet o revisan sus correos electrónicos.

Si este es el panorama actual, no es muy auspicioso para el tipo de novela contemplada por Piglia: una novela testimonial que le tome el pulso a la historia y que registre la memoria social. La imagen seduce, manipula e influye mucho más que la palabra oral o escrita. La experiencia lectora en la actualidad se ha fragmentado y reducido a un ámbito de costo-beneficio (¿cuánto me sirve?). La novela no ha permanecido inmune al mercado ni a las nuevas exigencias de la sociedad posmoderna, en la cual lo efímero y lo liviano son cualidades muy apreciadas.

La conclusión que Piglia no llegó a señalar fue que, si bien la novela podrá persistir como una forma de conocimiento alterno de la realidad, está transformándose del mismo modo que la pintura frente al cine, el cine frente a la televisión o la televisión frente a Internet. La distancia que el cine independiente mundial y el europeo en particular tomaron de Hollywood sirvió para cultivar una esteticidad de culto autónoma frente al gusto popular y al de las grandes corporaciones cinematográficas. El desafío de la novela es el de los novelistas: conservar su autonomía creadora sin perjuicio de lo que la época le exija. La atemporalidad histórica es un derecho conquistado por los creadores de ficciones que vale la pena defender.

Córdoba, Argentina, 9 de noviembre de 2011
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