A Laura Fandiño por la charla
Carlos Arturo Caballero
En diversas oportunidades, desde mi época de estudiante universitario hasta el presente, he observado con frecuencia a ponentes demotrar que conocían muy bien el marco teórico que sustentaba su investigación; pero, paralelamente, evidenciar muy poca capacidad de análisis e interpretación del objeto de estudio planteado para la ocasión. En los casos más extremos, se exhibía una profunda erudición teórica de conceptos y categorías que desfilaban de principio a fin pero que no justificaban su evocación. A ello se agregaba un manejo riguroso y malabaresco de cierta jerga particular que revestía de autoridad al ponente, quien bien podría denominarse o ser denominado “especialista” luego de sucesivas presentaciones, ya que pocos podrían, como él, comprender en su total dimensión lo vertido en la ponencia. Ese lenguaje especializado utilizado ante un auditorio no necesariamente de especialistas sino de entusiastas, curiosos, interesados y demás individuos ávidos de claridad y no de oscuridad provee la seguridad de evitarse incómodas réplicas o inoportunas rectificaciones; detrás de ese blindaje verbal cualquier “especialista” puede sentirse seguro.
Otras veces utilizan la teoría como un lente o plantilla aplicable a cualquier objeto de estudio sin mayor dificultad y sin consideración alguna de las particularidades del mismo que exigirían un replanteamiento de los postulados teóricos a aplicar. Es por frecuente oír sobre lecturas feministas de la poesía de Sor Juana, psicoanálisis lacaniano de Guamán Poma de Ayala o deconstrucción de la poesía andina. De este modo, y si hacemos un minucioso seguimiento de tal o cual ponente, nos daremos cuenta que lo único que cambia en sus exposiciones es el autor o la obra analizada, pero la “jerga”, las ideas y las conclusiones suelen ser las mismas. No quiero decir que no sea posible aplicar retroactivamente un enfoque teórico, pues finalmente, siempre interpretamos desde algún lugar y una época; lo que sucede es que se presume que la teoría en sí misma resolverá el misterio de la interpretación con solo aplicarla como quien lo hace con una receta de cocina.
El cuadro se completa cuando a lo anterior se suma la lectura cansona de un texto que alterna la redacción personal con frases del tipo “inicio de cita” y “fin de cita”. La cantidad de veces que esto se repite tiende a extraviar a los asistentes y a concentrarlos en identificar nombres de autores, términos y frases y no en lo que los congregó para la ocasión. En consecuencia, ante la dificultad de comprender, solo queda, por parte de la asistencia, admirar a quien sí lo puede hacer y más aún si es que posee grados y títulos otorgados en el extranjero o labora en alguna institución académica prestigiosa como investigador calificado.
Para el asistente curioso o medianamente interesado en el autor, obra o tema motivo de la ponencia, dicha intervención puede resultar cautivadora, enigmática, estimulante, compleja o profunda, pero nunca clara; no le deja certidumbre alguna sino más dudas de las que poseía; evitará preguntar para no lucir como alguien que no comprendió “lo obvio”. Y si las formula, lo hará con mucha cautela sobre cuestiones generales o tangenciales al tema en discusión. Al final de la sesión, el ponente obtendrá el reconocimiento del auditorio sobre la base de los saberes que eficientemente administra, pero la claridad, comprensión y utilidad de los mismos brillarán por su ausencia. En quienes asistieron con gran expectativa, reinará una profunda desazón.
Yo también en mis inicios seguí el mismo procedimiento. Era comprensible pues actuamos de acuerdo a los referentes que nos rodean y a los hábitos que observamos en quienes admiramos. Sin embargo, hubo una ocasión hace algunos años que me llevó a cambiar la manera de presentar la teoría ante un público variado. Fue en Puno con motivo del II Encuentro Nacional de Escritores Manuel J. Baquerizo. Había leído una ponencia sobre la poesía de César Moro teniendo como marco conceptual al psicoanálisis. Al término de mi ponencia, muchos asistentes se me acercaron para felicitarme e incluso pedirme una copia del texto leído, lo cual fue inmensamente gratificante para mí. No obstante, Federico Latorre Ormachea, poeta y narrador abanquino, me hizo una certera observación que hasta el día de hoy la conservo con mucho aprecio: “lo felicito, su ponencia estuvo muy interesante, pero no entendí nada. Por favor, facilíteme una copia de su trabajo para revisarlo con mis estudiantes”.
En adelante, tuve muy presente este indirecto consejo, manifestado con cordial sinceridad, por lo cual me esforzaba por escribir un texto mediante el cual quien fuera que me leyera o escuche me comprendiera con suficiencia. Procuraba, y aún lo hago, que quien me lea distinga claramente cuál es mi propuesta por más audaz o banal que fuera, pero que sea a mí a quien lea y con quien dialogue posteriormente y no con toda la recatafila de conceptos y autores que me llevaron a tal y cual conclusión. La honestidad intelectual no pasa por exhibir cuanto se sabe, sino cuánto se puede hacer con aquello que se sabe, cómo hacer que otro elabore sus propias ideas sobre la base de algunas ideas adquiridas o compartidas. En ese sentido, la labor de la teoría es desafiarnos a pensar de una manera diferente a la habitual, sin perder autonomía ni distancia crítica, pues nos apropiamos de ella, la digerimos y luego devolvemos un producto original e híbrido a la vez. La honestidad intelectual no solo consiste en consignar con rigurosidad un sistema de citas actualizado a la fecha, también es ser consecuente con el pensamiento de aquellos a quienes invocamos como respaldo de nuestras afirmaciones. No se trata de legitimar un culto intelectual ni de erigirse en el auténtico intérprete de lo que aquel pensador dijo en su momento, sino de someterlo a discusión. En suma, ser menos monográfico y más ensayista; menos sacerdote y más profeta.
Muchos colegas consideran que preparar una ponencia para que sea comprendida por cualquier interesado en el tema implica una pérdida profundidad en el análisis, “bajar el nivel”, porque, según ellos, es responsabilidad del asistente esforzarse por estar a la altura del conocimiento impartido. Confunden groseramente claridad con superficialidad. Asumen que ser claro en una exposición es algo sencillo cuando en realidad es todo un desafío para quienes están acostumbrados a divagar en la estratósfera, a dialogar con mortales de vez en cuando y a navegar en el topus uranus platónico. Percibo en ellos cierta displicencia y menosprecio por el didactismo y la pedagogía intelectual, y mucha admiración por la oscuridad del lenguaje, actitud heredada de aquellos maestros que los formaron y a quienes siguen denodadamente por los pasillos de la universidad, a la cafetería, a su oficina, a su casa y a quienes en algún momento aspiran a reemplazar en alguna cátedra o cargo administrativo. El apelativo de “maestro” les sale a flor de piel, es el espontáneo título que el aprendiz otorga al sujeto en quien se refleja. Lamentablemente, la devoción, el culto, la cuota de poder y el amiguismo son el pan de cada día dentro de nuestra comunidad académica nacional. En lugar de que la teoría y la crítica confronten al poder, sus usuarios más preclaros se están encargando de colocarlas al servicio del poder.
En Después de la teoría, Terry Eagleton señala la crisis de la intelectualidad occidental al contrastar a los grandes intelectuales de los 60 y 70 con sus herederos de las últimas décadas. Mientras aquellos estaban preocupados por articular el pensamiento con la acción, estos suelen satisfacerse con obtener un grado académico en alguna universidad europea o norteamericana y adscribirse a la agenda de la comunidad académica que los acoge y desde allí formular sesudas interpretaciones sobre la realidad de su comunidad de origen. El financiamiento, el tiempo y la información que requiere un investigador están más que cubiertos, de ello no se preocupan. Hoy es más importante instalarse en el medio, acreditarse y participar de la industria intelectual transacadémica que indagar en la agenda local que reclama hace mucho tiempo un espacio de discusión a gran escala. Buena parte de nuestros críticos se dedican a prologar antologías, a compendiar poemas, a reforzar idolatrías literarias o a condenar a quienes no son de su agrado en sus aulas o en sus columnas o conferencias. Muy pocos son los que observan más allá de lo que Lima puede ofrecer. Como lo dijo Miguel Ángel Huamán: “nuestra crítica se ha vuelto acrítica”.
Cuando asisto a un evento académico, escucho atentamente al expositor y me complace en algunas ocasiones, apreciar, aunque haya divergencias, un pensamiento propio reforzado inteligentemente por un aparato teórico al servicio de la interpretación y no exclusivamente como una credencial intelectual. La solvencia intelectual no la certifica una corriente teórica, sino la audacia de sostener una postura personal, la contundencia de los argumentos que la defienden y el nivel de confrontación contra el poder hegemónico. Es un asunto de especialistas, sí, y también de sujetos comprometidos con lo que profesan. La teoría vendría a ser como la ausente presencia de un narrador cinematográfico: todos sabemos que está ahí, pero nadie lo ve. Este es tipo de crítica que modestamente aspiro practicar.