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CUESTION DE UBICACIÓN

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Carlos Arturo Caballero

Recientemente leí una nota en el portal de la PUCP, “La PUCP y los Rankings universitarios” en el que se explican algunos los criterios utilizados por los organismos que periódicamente publican el listado de las mejores universidades a nivel mundial. Lo revisé con la expectativa de saber en qué puesto se ubica la Católica del Perú en América Latina y en el mundo, pero lo que hallé fueron solo afirmaciones generales, de sentido común, verdades de perogrullo, más de lo mismo, es decir, nada revelador. Los comentarios del Ing. Jorge Solís, docente del Departamento de Ingeniería, asesor técnico del Rectorado y miembro del comité asesor que plantea y ejecuta recomendaciones a la PUCP para ascender en los rankings internacionales, giran en torno a lo que ya se sabe que debe hacer una universidad para situarse en un lugar apreciable respecto a sus pares: fomentar la investigación, internacionalizar la Universidad, “nuevo repositorio de tesis digitales, rediseño de la página web de la Universidad y de las diferentes unidades, creación de un repositorio con el acervo cultural de la Universidad e inclusión de nuestras publicaciones en las bases de datos indexadas de prestigio regional y mundial”. Se trata de cuestiones prácticas que se resuelven a través de una gestión administrativa eficiente en combinación con las cualidades académicas del cuerpo docente y estudiantil.

Lo que no profundizan tanto el entrevistado como María Paz de la Cruz, autora de la nota, son las razones por las cuales la PUCP no se halla en una ubicación expectante o por qué está en el lugar actual, el cual se ignora pues no se ofrece ningún dato para contrastar con los ya existentes. Mencionar la dispersión de criterios, la subjetividad y el prestigio cuestionable o no de la institución evaluadora como causas de posibles distorsiones en las mediciones no explica por qué la PUCP brilla en solitario en el Perú, pero aparece muy relegada en el contexto latinoamericano y mucho más en el mundial. Lo más rescatable, a mi modo de ver, es que el Ing. Solís haya tomado distancia de la elaboración de un ranking regional para intentar aparecer “entre los primeros de los últimos”. Al respecto solo apunta que “nuestra relación entre investigación y docencia aún es muy baja, a pesar de los grandes esfuerzos que estamos haciendo para mejorarla (prueba de ello es la creación del Vicerrectorado de Investigación). Esto aún nos impide aparecer en los puestos de vanguardia de los rankings internacionales, aunque muchas mediciones a escala regional nos colocan como la mejor universidad del Perú y una de las mejores de Latinoamérica”.

De acuerdo con lo primero: la gran mayoría de profesores universitarios en nuestro país y en Latinoamérica solo dictan por horas, tienen dedicación parcial y para compensar ello completan su horario en otras universidades, institutos y a veces colegios. Así no se puede investigar ni desarrollar conocimiento y menos preparar una buena clase, pues el docente estará abrumado por trabajo administrativo y por la corrección de evaluaciones. La plana docente a tiempo completo es muy baja en comparación a los profesores a tiempo parcial, lo cual se agrava con la burocracia y la poca transparencia en los concursos de ascenso, problema específico de cada universidad. Y no bastaría solo con incrementar la cantidad de profesores full-time, sino, además, establecer una nítida diferencia entre la dedicación a la docencia y a la investigación. De nada serviría tener una enorme población de profesores a tiempo completo para que asuman labores administrativas, que, lamentablemente, es el criterio imperante y decisivo en muchas universidades-empresa de reciente creación en nuestro país, si es que no se orienta su actividad hacia aquello en donde más se le necesita y pueda ser útil. Lo segundo confirma mis dudas iniciales: ¿cuál es el puesto que le corresponde a la PUCP en el Perú, Latinoamérica y en el mundo? ¿Se ignora cuál es? ¿Es razonable prudencia o temor de herir susceptibilidades? No se ofrece referencia alguna a la fuente que acredite la afirmación del Ing. Solís de que “muchas mediciones a escala regional nos colocan como la mejor universidad del Perú y una de las mejores de Latinoamérica”.

Asimismo, pese a que hay una referencia a una de las listas publicadas por la Times Higher Education, no se comentan los criterios que esta organización aplica: “la calidad de la enseñanza, la cantidad de citas que tienen los trabajos de investigación de cada entidad, innovación, cantidad de investigaciones, número de estudiantes por profesor, cantidad de estudiantes con doctorado y la mixtura internacional entre estudiantes y profesores”. Me consta que en la PUCP existe una preocupación por acreditarse mediante la incorporación de profesores con posgrados tanto en Facultad como en Estudios Generales y que muchos de los que actualmente enseñan provengan de prestigiosas universidades de Europa y EEUU. No obstante, también me consta que en determinadas carreras existen círculos de poder que determinan quién dicta o no tal o cual curso ignorando la trayectoria académica del aspirante y prefiriendo elegir por cuestiones de camaradería o afinidad intelectual. Prueba de ello es que, ahora en menor grado, pero hay, se promueve a egresados con bachillerato para que dicten algunos cursos remediales en Estudios Generales. Si se indaga un poco más, nos daremos cuenta que durante muchos años algunos cursos fueron dictados por profesores que solo poseían el bachillerato y ante la arremetida de jóvenes que sí lo poseían, fueran de la PUCP o no, se les concedió a los docentes-bachiller un tiempo de gracia para regularizar su situación. ¿Cómo una universidad de desea acreditarse académicamente a nivel mundial puede permitir que existan profesores en su plana que cuenten solo con bachillerato?

De otro lado, la PUCP ha acusado el impacto de las emergentes universidades-empresa, cuyos procesos de admisión son académicamente deficientes y solo sirven para maquillar el deseo de capturar un mercado estudiantil que todavía ve a la universidad como un medio de realización personal y distinción social. Por ello es que en los últimos años ha incrementado y modificado sus canales de admisión y reformado la currícula de los Estudios Generales, aspecto que no se menciona ni de soslayo en la nota de María Paz de la Cruz, es decir, el nivel académico actual de los estudiantes de la PUCP en contraste con generaciones precedentes, es la sensación no solo mía sino de egresados, estudiantes de ciclos superiores y docentes, ha descendido a tal punto que se han implementado nuevos canales de admisión para facilitar el ingreso de estudiantes y competir con las universidades que literalmente lo regalan. Años atrás, quien quisiera postular a la PUCP debía rendir examen de admisión general que evaluaba los saberes básicos del colegio o prepararse en el Centro Preuniversitario y aspirar luego de sucesivos exámenes, a una vacante por ingreso directo. En estas circunstancias, ingresar a la PUCP era un desafío; hoy no lo es tanto si se puede solventar la pensión.

Los recientes cambios curriculares en Estudios Generales han ido en sintonía con el nivel académico de los estudiantes que la universidad viene recibiendo. De este modo, aparecen los llamados cursos remediales que sirven para que el ingresante se nivele en cursos de formación general en los que se matriculará si desaprueba una evaluación complementaria después de aprobar el examen de admisión. Estos cursos aumentan cada vez más porque la necesidad de “nivelar” a los estudiantes es cada vez mayor, pues los canales de admisión no funcionan como un verdadero filtro. En consecuencia, se incrementa la cantidad de profesores eminentemente “enseñantes” o “enseñaderos”, usualmente egresados, quienes, aunque no todos, se sienten cómodos con el dictado de un curso de nivelación y no se hacen problemas con abandonar la investigación o postergar los estudios de posgrado. Estos cursos no son los más apreciados por los ingresantes ni por los docentes que llevan buen tiempo dictando, es más, existe un soterrado desprecio por los mismos: el estudiante que debe cursarlos siente que pierde el tiempo; el profesor experimentado procura evitarlos porque lo alejan de sus objetivos o porque prefiere a un público más maduro y no tan colegial. El resultado es que no se coloquen muchos reparos al momento de decidir si un bachiller puede dictar cursos introductorios o remediales.

En lo personal, la orientación humanística y la deliberación en los asuntos de la política nacional como los derechos humanos, y la participación directa de algunos de sus autoridades y docentes en la elaboración del Informe Final de la CVR es el capital más importante que posee la PUCP en la actualidad. Sin embargo, si integramos todas las variables antes indicadas, tendremos un panorama más claro para explicarnos por qué la PUCP solo juega de local, pero no de visitante. Cuestión de ubicación. Sigue leyendo

Sobre la teoría y los críticos literarios

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A Laura Fandiño por la charla

Carlos Arturo Caballero

En diversas oportunidades, desde mi época de estudiante universitario hasta el presente, he observado con frecuencia a ponentes demotrar que conocían muy bien el marco teórico que sustentaba su investigación; pero, paralelamente, evidenciar muy poca capacidad de análisis e interpretación del objeto de estudio planteado para la ocasión. En los casos más extremos, se exhibía una profunda erudición teórica de conceptos y categorías que desfilaban de principio a fin pero que no justificaban su evocación. A ello se agregaba un manejo riguroso y malabaresco de cierta jerga particular que revestía de autoridad al ponente, quien bien podría denominarse o ser denominado “especialista” luego de sucesivas presentaciones, ya que pocos podrían, como él, comprender en su total dimensión lo vertido en la ponencia. Ese lenguaje especializado utilizado ante un auditorio no necesariamente de especialistas sino de entusiastas, curiosos, interesados y demás individuos ávidos de claridad y no de oscuridad provee la seguridad de evitarse incómodas réplicas o inoportunas rectificaciones; detrás de ese blindaje verbal cualquier “especialista” puede sentirse seguro.

Otras veces utilizan la teoría como un lente o plantilla aplicable a cualquier objeto de estudio sin mayor dificultad y sin consideración alguna de las particularidades del mismo que exigirían un replanteamiento de los postulados teóricos a aplicar. Es por frecuente oír sobre lecturas feministas de la poesía de Sor Juana, psicoanálisis lacaniano de Guamán Poma de Ayala o deconstrucción de la poesía andina. De este modo, y si hacemos un minucioso seguimiento de tal o cual ponente, nos daremos cuenta que lo único que cambia en sus exposiciones es el autor o la obra analizada, pero la “jerga”, las ideas y las conclusiones suelen ser las mismas. No quiero decir que no sea posible aplicar retroactivamente un enfoque teórico, pues finalmente, siempre interpretamos desde algún lugar y una época; lo que sucede es que se presume que la teoría en sí misma resolverá el misterio de la interpretación con solo aplicarla como quien lo hace con una receta de cocina.

El cuadro se completa cuando a lo anterior se suma la lectura cansona de un texto que alterna la redacción personal con frases del tipo “inicio de cita” y “fin de cita”. La cantidad de veces que esto se repite tiende a extraviar a los asistentes y a concentrarlos en identificar nombres de autores, términos y frases y no en lo que los congregó para la ocasión. En consecuencia, ante la dificultad de comprender, solo queda, por parte de la asistencia, admirar a quien sí lo puede hacer y más aún si es que posee grados y títulos otorgados en el extranjero o labora en alguna institución académica prestigiosa como investigador calificado.

Para el asistente curioso o medianamente interesado en el autor, obra o tema motivo de la ponencia, dicha intervención puede resultar cautivadora, enigmática, estimulante, compleja o profunda, pero nunca clara; no le deja certidumbre alguna sino más dudas de las que poseía; evitará preguntar para no lucir como alguien que no comprendió “lo obvio”. Y si las formula, lo hará con mucha cautela sobre cuestiones generales o tangenciales al tema en discusión. Al final de la sesión, el ponente obtendrá el reconocimiento del auditorio sobre la base de los saberes que eficientemente administra, pero la claridad, comprensión y utilidad de los mismos brillarán por su ausencia. En quienes asistieron con gran expectativa, reinará una profunda desazón.

Yo también en mis inicios seguí el mismo procedimiento. Era comprensible pues actuamos de acuerdo a los referentes que nos rodean y a los hábitos que observamos en quienes admiramos. Sin embargo, hubo una ocasión hace algunos años que me llevó a cambiar la manera de presentar la teoría ante un público variado. Fue en Puno con motivo del II Encuentro Nacional de Escritores Manuel J. Baquerizo. Había leído una ponencia sobre la poesía de César Moro teniendo como marco conceptual al psicoanálisis. Al término de mi ponencia, muchos asistentes se me acercaron para felicitarme e incluso pedirme una copia del texto leído, lo cual fue inmensamente gratificante para mí. No obstante, Federico Latorre Ormachea, poeta y narrador abanquino, me hizo una certera observación que hasta el día de hoy la conservo con mucho aprecio: “lo felicito, su ponencia estuvo muy interesante, pero no entendí nada. Por favor, facilíteme una copia de su trabajo para revisarlo con mis estudiantes”.

En adelante, tuve muy presente este indirecto consejo, manifestado con cordial sinceridad, por lo cual me esforzaba por escribir un texto mediante el cual quien fuera que me leyera o escuche me comprendiera con suficiencia. Procuraba, y aún lo hago, que quien me lea distinga claramente cuál es mi propuesta por más audaz o banal que fuera, pero que sea a mí a quien lea y con quien dialogue posteriormente y no con toda la recatafila de conceptos y autores que me llevaron a tal y cual conclusión. La honestidad intelectual no pasa por exhibir cuanto se sabe, sino cuánto se puede hacer con aquello que se sabe, cómo hacer que otro elabore sus propias ideas sobre la base de algunas ideas adquiridas o compartidas. En ese sentido, la labor de la teoría es desafiarnos a pensar de una manera diferente a la habitual, sin perder autonomía ni distancia crítica, pues nos apropiamos de ella, la digerimos y luego devolvemos un producto original e híbrido a la vez. La honestidad intelectual no solo consiste en consignar con rigurosidad un sistema de citas actualizado a la fecha, también es ser consecuente con el pensamiento de aquellos a quienes invocamos como respaldo de nuestras afirmaciones. No se trata de legitimar un culto intelectual ni de erigirse en el auténtico intérprete de lo que aquel pensador dijo en su momento, sino de someterlo a discusión. En suma, ser menos monográfico y más ensayista; menos sacerdote y más profeta.

Muchos colegas consideran que preparar una ponencia para que sea comprendida por cualquier interesado en el tema implica una pérdida profundidad en el análisis, “bajar el nivel”, porque, según ellos, es responsabilidad del asistente esforzarse por estar a la altura del conocimiento impartido. Confunden groseramente claridad con superficialidad. Asumen que ser claro en una exposición es algo sencillo cuando en realidad es todo un desafío para quienes están acostumbrados a divagar en la estratósfera, a dialogar con mortales de vez en cuando y a navegar en el topus uranus platónico. Percibo en ellos cierta displicencia y menosprecio por el didactismo y la pedagogía intelectual, y mucha admiración por la oscuridad del lenguaje, actitud heredada de aquellos maestros que los formaron y a quienes siguen denodadamente por los pasillos de la universidad, a la cafetería, a su oficina, a su casa y a quienes en algún momento aspiran a reemplazar en alguna cátedra o cargo administrativo. El apelativo de “maestro” les sale a flor de piel, es el espontáneo título que el aprendiz otorga al sujeto en quien se refleja. Lamentablemente, la devoción, el culto, la cuota de poder y el amiguismo son el pan de cada día dentro de nuestra comunidad académica nacional. En lugar de que la teoría y la crítica confronten al poder, sus usuarios más preclaros se están encargando de colocarlas al servicio del poder.

En Después de la teoría, Terry Eagleton señala la crisis de la intelectualidad occidental al contrastar a los grandes intelectuales de los 60 y 70 con sus herederos de las últimas décadas. Mientras aquellos estaban preocupados por articular el pensamiento con la acción, estos suelen satisfacerse con obtener un grado académico en alguna universidad europea o norteamericana y adscribirse a la agenda de la comunidad académica que los acoge y desde allí formular sesudas interpretaciones sobre la realidad de su comunidad de origen. El financiamiento, el tiempo y la información que requiere un investigador están más que cubiertos, de ello no se preocupan. Hoy es más importante instalarse en el medio, acreditarse y participar de la industria intelectual transacadémica que indagar en la agenda local que reclama hace mucho tiempo un espacio de discusión a gran escala. Buena parte de nuestros críticos se dedican a prologar antologías, a compendiar poemas, a reforzar idolatrías literarias o a condenar a quienes no son de su agrado en sus aulas o en sus columnas o conferencias. Muy pocos son los que observan más allá de lo que Lima puede ofrecer. Como lo dijo Miguel Ángel Huamán: “nuestra crítica se ha vuelto acrítica”.

Cuando asisto a un evento académico, escucho atentamente al expositor y me complace en algunas ocasiones, apreciar, aunque haya divergencias, un pensamiento propio reforzado inteligentemente por un aparato teórico al servicio de la interpretación y no exclusivamente como una credencial intelectual. La solvencia intelectual no la certifica una corriente teórica, sino la audacia de sostener una postura personal, la contundencia de los argumentos que la defienden y el nivel de confrontación contra el poder hegemónico. Es un asunto de especialistas, sí, y también de sujetos comprometidos con lo que profesan. La teoría vendría a ser como la ausente presencia de un narrador cinematográfico: todos sabemos que está ahí, pero nadie lo ve. Este es tipo de crítica que modestamente aspiro practicar.
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