Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
Un poco de historia
Desde que en 1952 las tropas comunistas chinas invadieran el Tíbet, la persecución religiosa, las protestas contra el régimen de Pekín y la violenta represión contra los manifestantes tibetanos han sido frecuentes cada cierto tiempo. Las aspiraciones de dominio chino sobre el Tíbet son históricas. Luego de que China lograra su unificación bajo la dinastía Qing (manchú), invadió el Tíbet en 1720 con el fin de expulsar a los mongoles; a cambio de lo cual, el gobierno tibetano liderado por el Dalai-Lama de aquella época, permitió la instalación de una guarnición militar china en su territorio. Años después en 1792, los manchúes volvieron a intervenir en Tíbet esta vez para ayudar a derrotar a los gurjas nepaleses —cuyos descendedientes fueron reclutados en 1982 por las fuerzas armadas británicas para el conflicto de Las Malvinas, en virtud de sus cualidades para la lucha cuerpo a cuerpo. Gran Bretaña y China mantuvieron un diferendo a principios del siglo XX sobre la soberanía del Tíbet que concluyó a favor de China.
El dominio de la China imperial sobre el Tíbet se vio alterado por la invasión japonesa en Manchuria. Entre 1910 y 1950, Tíbet mantuvo su independencia hasta que las tropas chinas tomaron el control de la región en octubre de ese año. India, que también administró la región fronteriza del Tíbet, reconoció la soberanía china y transfirió al nuevo gobierno la administración de las redes de servicios y comunicaciones. En 1956 hubo levantamientos guerrilleros anticomunistas en el Tíbet occidental; pero el alzamiento mas importante ocurrió en marzo de 1959 el cual tuvo un saldo de 87 000 muertos.
A partir de 1965, se oficializó la soberanía China sobre el Tíbet y paralelamente, se intensificó la persecución religiosa durante la Revolución Cultural. La represión se atenuó un poco en las décadas posteriores, aunque las protestas por la independencia del Tíbet —que posee el status de región autónoma— se repitieron en 1987 y 1993. El actual Dalai Lama, preside en la India el gobierno tibetano en el exilio, pero no es reconocido como interlocutor válido por el gobierno chino; es más, lo acusan de ser quien azuza los alzamientos.
La “china histérica”
Los ojos del mundo están dirigidos a China desde hace algunas décadas. El milagro del crecimiento económico chino —a costa del medio ambiente y de la extrema pobreza que impera en el campo— es la carta de presentación del gobierno comunista a la que desea sacarle lustre con los Juegos Olímpicos. Por lo que informan las agencias internacionales, las visitas de periodistas extranjeros son guiadas y no se permite a la prensa extranjera llegar al Tíbet, actitud comprensible en tanto no se quiere que nada empañe su presentación ante el mundo.
China siempre ha ignorado el respeto por los derechos humanos. Human Rights Watch, la supervisora mundial de estos derechos, anualmente informa acerca de lo que ocurre en China en materia de derechos humanos y da cuenta de torturas a disidentes, tráfico de órganos y como se sabe, pena de muerte. La tradición autoritaria china no es patrimonio de los comunistas sino que tiene larga data y es parte de su historia, plagada de guerras y secesiones internas en búsqueda de la unificación.
El presidente olímpico
Todo esto se sabe, es conocido por cualquier persona medianamente informada a través de los medios o interesada en el acontecer internacional. No es necesario ser un analista internacional para darse cuenta que en China se violan los derechos humanos. Por ello, sorprende (¿debería?) que el presidente García haya declarado en China que el Perú rechaza el separatismo del Tíbet y las protestas que atentan contra los Juegos Olímpicos. En su afán de apresurar un acercamiento económico con el gigante asiático, nuestro presidente perdió la serenidad que debe primar en un jefe de estado cuando opina sobre asuntos de otro país.
En contraste, el presidente francés Nicolás Sarkozy evalúa la posibilidad de boicotear los juegos si es que China no detiene la represión —claro que esto debemos entenderlo en el contexto francés actual donde la izquierda acaba de ganar la mayor parte de las elecciones municipales, por lo que Sarkozy pareciera querer congraciarse con las causas progresistas. Michelle Bachelet, por su parte, deplora la violencia con que se reprime a los tibetanos pero, más cauta, reconoce la soberanía china sobre el Tíbet. El Vaticano también ha conminado al gobierno chino a que dialogue con el Dalai Lama. En este panorama, creo que el Perú es el primer país que se alinea totalmente con el gobierno chino avalando la represión y eliminando el diálogo.
García, presidente y líder del Partido Aprista, ha experimentado una metamorfosis económica saludable en ciertos aspectos pero desconcertante si revisamos sus “perros del hortelano” que lo sitúan en el extremo del neoliberalismo más radical; pero también en lo que respecta a los derechos humanos: recordemos que mientras en todo el mundo la tendencia es abolir la pena de muerte, nuestro presidente encabezó una campaña para que el legislativo evaluara la posibilidad de reimplantarla. Seguramente, la insensata propuesta del presidente regional de Puno lo llevó a censurar el supuesto separatismo del Tíbet (ya que no pretenden independizarse sino lograr mayores libertades religiosas).
El APRA, partido al que le correspondería representar a la socialdemocracia peruana, va perdiendo mediante su actual líder, aquellas características que lo identificaban con la lucha antiimperialista y la defensa de los valores democráticos. Nuestro presidente olímpico apoya al gobierno chino en su proceder sobre el Tíbet y mira hacia otro lado cuando de derechos humanos se trata. Y aunque nuestra distinguida ministra Mercedes Araoz ensaye una interpretación de lo que quiso decir el presidente en China, debemos corregirla: la violencia en el Tíbet no ha sido reprimida de manera proporcional, es decir, no es proporcional el enfrentamiento entre un grupo de monjes budistas descalzos frente a las fuerzas del orden provistas de armas de fuego. No es proporcional 30 policías heridos frente a más de 100 muertos (¿o acaso la ministra cree en las versiones propaladas por la televisión china?); por ello sorprende que nuestro presidente defienda ardorosamente causas ajenas (ofrecerse a llevar la antorcha olímpica no hubiera sido tan polémico, y tal vez, contribuía a establecer vínculos interculturales más estrechos entre China y Perú. ¿Se imaginan a Alan García trotando a lo largo de la muralla china?)
En fin, esperemos que nuestro presidente olímpico en otra oportunidad no ponga los intereses económicos por encima de los principios éticos que rigen a las naciones libres y que por fin haya olvidado aquella nefasta sentencia que hiciera suya hace algunos años: “la verdad descansa en los hechos y no en los principios”.