Los maestros y el Plan Lector

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“Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirles a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer- un poder inmenso, incluso perturbador”.
“Todo es importante en un relato, cada palabra, cada signo de puntuación. Creo mucho en la economía dentro de la ficción. Algunas de mis historias como “Vecinos” fueron tres veces más largas en sus primeros borradores. Me gusta realmente el proceso de reescribir”.

Raymond Carver

(Clatskanie, Oregón, 1939 – Port Angeles, Washington, 1988)

Por Arturo Caballero Medina*
acaballerom@pucp.edu.pe

Recientemente, el Estado a través del Ministerio de Educación implementó el Plan Lector para los colegios como parte de un conjunto de actividades que fomenten la lectura en nuestros jóvenes. El Plan Lector apuesta por la lectura de textos que aborden temas diversos y de interés múltiple. Se propone que el diseño del plan lector se realice en coordinación con los directores, profesores de la especialidad de comunicación, padres de familia y alumnos. Mi experiencia como profesor secundario me ha demostrado que esta coordinación enfrenta algunos problemas cuando alguno de los componentes deja de lado los intereses del destinatario del Plan Lector: el alumno.

Y es que, durante el segundo semestre del año, pasado he sido testigo de como en el centro educativo en el cual trabajo como profesor secundario, el diseño del Plan Lector avanzó a tropezones, en primer lugar, por la ineficiencia y el desconocimiento de los directores en materia de literatura para jóvenes, y en segundo lugar, por la falta de interés de los maestros del área de comunicación quienes vieron en el plan lector una labor extracurricular que se agregaba como una tarea más a su trabajo. Desde esta perspectiva, había que salir del paso rápidamente y apelar a una operación de corte y confección literaria, en la cual se quita, se pone y se imponen lecturas “sin ton ni son” a alumnos de secundaria sin tomar en cuenta sus intereses. En resumidas cuentas, de todos los integrantes del Plan Lector, el alumno, es decir, el directo beneficiado y motivo de esta actividad, no es consultado sobre lo que quisiera leer.

De parte de los directivos y padres de familia, el primer problema que encuentro es la falta de conocimiento y criterios para evaluar lo que debería leer un niño o adolescente. Recurren a fórmulas conocidas, a lugares comunes como “la literatura debe educar”, y de esta manera, llegan a excluir obras que sometidas a discusión con los alumnos, pueden generar en ellos un interés mayor por la lectura como producto de la reflexión. Conozco por referencia de algunos colegas, que en Colegio Internacional de la ciudad de Arequipa, no se podía comentar el poema XIII de Vallejo, perteneciente al extraordinario poemario Trilce que inicia “Pienso en tu sexo…”, o novelas juveniles como Los cachorros, donde se narra que un niño es castrado de un mordisco por un perro… De seguro tampoco leerán Romeo y Julieta, aduciendo que incita la pasión juvenil, el desacato a la autoridad de los padres o el suicidio por amor.

Respecto a los profesores del área de comunicación —conformada por sobre todo por educadores, especialistas en humanidades o ramas afines y finalmente por especialistas en literatura y lingüística— la situación no es más auspiciosa. Nuestros maestros que en teoría deberían poseer un bagaje lo suficientemente amplio como para proponer y diseñar un plan de lecturas, carecen de un total interés por renovar sus propias lecturas, las cuales, en muchos casos, se limitan a una mínima pesquisa de información relativa a la preparación de sus clases (en el mejor de los casos si no es que ya se conformaron con lo que leyeron alguna vez). Las reuniones de coordinación con profesores de razonamiento verbal, lenguaje y literatura resultaron infructuosas porque toda propuesta acordada era reformulada o rechazada en la siguiente reunión; o ya establecido un corpus de lecturas, los directivos se encargaban de desestimarla.

Durante estas sesiones, se ventilaron algunos títulos conocidos por su temática motivadora: Sangre de campeones, Volar sobre el pantano, La fuerza de Sheccid, Juventud en éxtasis, entre los que recuerdo, todos ellos del best seller mexicano Cuauhtémoc Sánchez. Mi primera impresión fue que mis apreciadas colegas de lenguaje fungían de mamás antes que de profesoras. Noté que entendían la lectura de obras literarias como un instrumento para la formación de valores en sus alumnos —tal cual seguramente como procedían con sus propios hijos. Vista así, los que diseñábamos el Plan Lector cumplíamos una función análoga a los filtros de contenidos para menores de edad en la Web: decidiríamos qué deben o qué no deben leer.

Seleccionar contenidos y descartar algunas lecturas por su contenido extremadamente impropio para alumnos aún no preparados para asimilar cierta información (recuerdo el caso de un colega que mandó leer Lolita¸ de Vladimir Nabokov a muchachos de primero de secundaria, lo cual por supuesto, fue un desatino enorme) es parte de la labor de quienes nos dedicamos a la enseñanza de la literatura en los colegios. Pero esto no debe entenderse como una censura a la obra en sí misma porque no sea educativa, que promueva la rebeldía de la juventud o que carezca que valores. Si procediéramos como lo hacen en algunos colegios, censurando o mutilando —lo cual es peor— obras por sus contenidos “carentes de valores o inmorales”, ¿qué sucedería con los prospectos de admisión en el curso de literatura para universidades como San Agustín, San Marcos, Villarreal y tantas otras? ¿Qué haríamos con el Decámeron, La ciudad y los perros o Edipo Rey? ¿Bajo qué argumento los directivos de un colegio prohibirían Cien años de soledad? De seguro por la relación entre José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán que eran primos, por decir lo menos. Ni qué decir ya de La Divina Comedia de Dante. Simplemente, nos quedaríamos sin el curso de literatura en los prospectos de admisión.

Luego de que los directivos de mi colegio decidieran que nuestra propuesta era inviable porque no se ajustaba a lo requerido por las normas del Plan Lector (lectura sin evaluaciones, coordinación con padres, profesores de otras áreas y directores) resolvieron corregir esto delegando el Plan Lector al buen criterio de los directores académicos y coordinadores de local. El resultado fue que más demoraban en discutir qué leer cuando faltaban casi solo dos meses para que finalizara el año escolar. Así que no les quedó más remedio que aceptar “de emergencia” nuestra propuesta. Eso sí, debía quedar claro que para el próximo año solo los directores, coordinadores y algunos jefes de curso, participarían en el diseño de lecturas. El tiempo ha confirmado lo que el sentido común me anunciaba: ya no hay más Plan Lector en el colegio. Lo más divertido es que diseñaron un plan alterno de lecturas para los profesores, lo cual celebré por anticipado, pero grande fue mi sorpresa al enterarme que ningún profesor fue consultado acerca de las lecturas. Es más, en una fallida reunión de jefes de curso con los directivos del colegio se acordó que las lecturas serían dirigidas según los intereses de cada área. Algo lógico: ¿qué preferiría leer un profesor de física? ¿La insoportable levedad del ser de Milán Kundera o El universo es una cáscara de nuez de Stephen Hawkings? Estoy seguro que al menos nosotros los de literatura (no sé por mis colegas de razonamiento verbal o lenguaje) disfrutaríamos mucho de aquellas lecturas que todavía son asignatura pendiente para nosotros (Terra Nostra de Carlos Fuentes, ocuparía el primer lugar en mi lista seguida del Ulises de James Joyce).

En fin, las buenas intenciones, como siempre, estarán presentes pero serán insuficientes si los que debemos promover la lectura no estamos a la altura del desafío. “Zapatero a su zapato”, reza un viejo adagio. Dejemos a los entendidos en el tema la tarea de incentivar a los alumnos el placer por la lectura. Ya existe bastante burocracia como para que un profesor esté invirtiendo tiempo inútilmente en reuniones infructuosas, tiempo que podría dedicar a la investigación o a la capacitación. “El objetivo de un profesor de literatura es hacer que su alumno se enamore de un verso o de un pasaje de una novela”, dijo Jorge Luis Borges. Estoy plenamente de acuerdo con él. Por ello, no interfiramos en el romance entre el joven lector y la literatura, seamos más bien, los promotores de este idilio.

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