Ética intercultural. La razón práctica frente a los retos de la diversidad cultural
Norbert Bilbeny.
Ariel, 2004
Arturo Caballero
La globalización es un tema ampliamente tratado desde diversos puntos de vista, de tal manera que decir algo revelador en torno a este fenómeno resulta cada vez más difícil. A ello se agregan las abundantes publicaciones que abordan este tema repitiendo los mismos lugares comunes (cultura, pobreza, sociedad, política, economía, tecnología, medios de comunicación, etc). En este sentido, el ensayo de Norbert Bilbeny (Barcelona, 1953) aporta argumentos claramente desarrollados a favor de la necesidad de una ética intercultural en tiempos de globalización.
Bilbeny es catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Barcelona y director de la Maestría en Inmigración y Educación Intercultural además de investigador invitado en las universidades de Berkeley, Harvard y Toronto. Entre sus obras destacan Europa después de Sarajevo. Claves éticas y políticas de la ciudadanía europea (1996), La revolución en la ética (1997), Política sin Estado (1998), Sócrates, el saber como ética (1998), Democracia para la diversidad (1999) y Por una causa común. Ética para la diversidad (2002) cuyos temas básicos son la democracia pluralista y la ética intercultural.
La tesis sostenida por Bilbeny en Ética intercultural es demostrar la viabilidad de una ética compatible y compartible entre las culturas, la cual considera no sólo posible, sino además, necesaria. Este proyecto, según Bilbeny, debe partir del reconocimiento de las diferencias interculturales: “una ética intercultural es más original y arriesgada que otras propuestas de acción y pensamiento moral, porque desde antiguo se ha querido mundial o ‘universal’ (…) pero no se había detenido a pensar que este todo al que se refiere está hecho por y para la diferencia, y no sólo para lo común o igual” (8)
Se trata de una ética práctica y concreta ya que se dirige a las culturas y no a la cultura en abstracto, en aras del respeto a la diversidad cultural. La ética intercultural no aspira a convertirse en un debate circunstancial o de moda entre los intelectuales, sino que busca formar parte de la experiencia cotidiana del sujeto en tiempos de inevitable contacto, y muchas veces, conflicto entre culturas distintas. En esto radica su carácter práctico: “no puede partir de cero (…) sino de la necesidad práctica de articular mejor la convivencia en las sociedades de composición pluricultural” (8-9).
La necesidad de una ética intercultural se sustenta en que la globalización exige patrones morales que regulen a las sociedades globalizadas. Ante el incremento de los problemas globales (terrorismo, pobreza, calentamiento global, etc.) se necesitan pautas interculturales para que las sociedades lleguen a acuerdos a favor de la coexistencia pacífica.
Bilbeny aclara que, de ninguna manera, la ética intercultural favorece el multiculturalismo radical (caracterizado por la fragmentación de identidades en conflicto y autoafirmación sin coincidencias) o el relativismo cultural extremo (que considera distintas a todas las culturas e imposible cualquier compatibilidad de valores culturales). También se aleja del escepticismo postmoderno que, opuesto a toda aspiración de totalidad, en tanto la ética intercultural se pretende, como toda ética, universal o global, la califica de hegemónica o totalitaria.
El ensayo inicia con una revisión del monoculturalismo en la ética donde hace notar que desde Occidente se ha promovida una ética en apariencia universal, pero que en realidad, descansa en principios propios del lugar donde se enuncian, favoreciendo el particularismo en detrimento del pluralismo cultural: “En el ámbito de la filosofía moral europea y norteamericana casi todos sus más destacados autores promueven un discurso que en realidad, por muy inteligible y loable que resulte para todas las culturas, sólo es comprensible y aplicable por los miembros de la cultura desde la cual —y, no pocas veces, por la cual— se produce este discurso” (15). El monoculturalismo en la ética viene a ser la concepción por la cual una cultural proyecta sus propios valores a otras con la pretensión de universalidad, ignorando que ella misma es parte y no todo. “La ética occidental adolece aún hoy de esta falta de pluralismo constitutivo a la hora de enjuiciar, de entrada, otras culturas morales, así como de presentarse a sí misma frente al resto” (19). Esta concepción falla al suponer un carácter único y homogéneo de los valores culturales.
En el capítulo I, “Fundamentos empíricos”, y II, “Reglas procedimentales”, el autor expone los argumentos que sustentan la tesis de una ética intercultural viable a pesar de la diversidad cultural. Los fundamentos empíricos son aquellos que por ser verificables mediante la observación y la experiencia, aportan objetividad en su estudio. La finalidad de este capítulo es aportar un argumento de carácter observable para que sirva como apoyo a la idea de un sustrato común a la especie humana, punto de partida para demostrar que pese a las diferencias culturales existe cierta base inalterable en el hombre. Tales fundamentos empíricos son la base biológica (estructura del sistema nervioso) y la base neurocognitiva (los procesos psicológicos y su relación con la base biológica). Respecto a la base biológica indica que: “Puesto que la neurofisiología cerebral no presenta variaciones entre grupos raciales y étnicos, puede concluirse que la especie humana está biológicamente facultada para compartir procesos evaluativos y que las diferencias de juicio, a este respecto, sólo dependerán del aprendizaje cultural y de la elección individual”. De otro lado, la base neurocognitiva se refiera a la forma en que la especie humana procesa la información del entorno: “la neuropsicología supone para el estudio de la mente humana la existencia de un marco integrado en el que cerebro, mente y conducta están unidos por un nexo natural —y cultural— de continuidad” (35). Lo que a fin de cuentas quiere decir que en todos los seres humanos los mecanismos psicológicos funcionan de la misma manera porque tienen una correlación con la estructura anátomo-fisiológica del sistema nervioso.
Como complemento del sustrato material, el método reflexivo aporta la consideración de una racionalidad que permita el establecimiento de reglas procedimentales, que no son normas sino pautas a seguir para hacer efectiva una ética intercultural. La justificación es que existe en el ser humano una disposición general a la reflexión y la crítica, requerible para tomar distancia de las propias creencias. Tales reglas sólo “indican cómo deben ser decididas y aplicadas éstas. No dicen, pues, lo que está bien o está mal, aunque condicionan lo que debe entenderse por ello en un contexto pluricultural” (59). La regla de autonomía (pensar, actuar y elegir por uno mismo sin excluir hacerlo junto a otros o con ellos); la regla de reciprocidad (tener en cuenta al otro del mismo modo que ellos han de considerar mi existencia, es decir, ponerse en el lugar del otro a la hora de pensar) y la regla de reflexividad (pensar de acuerdo con uno mismo luego de ser autónomos y de ponerse en el lugar del otro, o sea, ser consecuente con el pensamiento propio traducido en acciones).
Los alcances y limitaciones para la consecución de valores transculturales vigentes son el tema del capítulo III, “Pautas interculturales”. Aceptación y respeto mutuo son para Bilbeny, valores interculturales básicos, preferibles a tolerancia, reconocimiento y respeto solo. En esta parte explica las diferencias conceptuales entre estos términos y el porqué la tolerancia, por ejemplo, no es suficiente para establecer una pauta intercultural. Tolerancia, reconocimiento y respeto solo carecen de dos elemento vitales para la interculturalidad que son la interacción y la cooperación. No habrá interculturalidad si los grupos no están dispuestos a aprender y enriquecerse de los otros: “Tolerancia y reconocimiento no poseen el carácter ético activo que acompaña, en cambio, a la aceptación, la cual incluye ya esos dos valores citados (…) En la aceptación no hay ‘no acción’, como en el hecho de ‘tolerar’ (…) Al contrario, en el hecho de aceptar la acción es bilateral (…) es interacción (…) Aceptar es recibir de buen grado, y eso es imposible sin el entendimiento y la participación en reciprocidad”.(136)
Los límites de la ética intercultural son materia de la segunda parte de este capítulo. Aquellas equivocaciones dificultan el desarrollo de la ética intercultural son las falacias que se introducen en el discurso de la interculturalidad: culturalista, relativista, genética, naturalista, idealista, logicista, diferencialista, logocentrista, dicotomista y etnocentrista. La interculturalidad se contrapone a cualquier valor cultural amparado en estas falacias que acentúan las diferencias irreconcialiables o el particularismo cultural ya que propone “valores compartibles, coincidentes, participables, comunes y (…) valores interculturales” (161).
El ensayo culmina con un epílogo en el cual razona a favor de la posibilidad de las comparaciones culturales debido a que compartimos como especie humana, rasgos fundamentales comunes, a pesar de nuestras evidentes y conflictivas diferencias. Primero contrasta las nociones de centralismo y perspectivismo para refutar la tesis monista de la cultura (monoculturalismo) con el objetivo de descentrar la ética y librarla de particularismos. Si bien el perspectivismo brinda un abanico mayor de opciones, es preciso definir los matices que este posee. Bilbeny repasa todas las tendencias filosóficas que abarcan el espectro del relativismo cultural para, finalmente, optar por el relativismo moderado o normativo —el cual desencadena en un multiculturalismo interculturalista, que propone la integración respetando la diferencia—; totalmente opuesto al multiculturalismo diferencialista que alienta la fragmentación y el choque de identidades.
El libro está escrito en un lenguaje claro y con ideas bien estructuradas como debe estar escrito un texto de divulgación, puesto que la complejidad no implica la ininteligibilidad. Es posible tratar temas complejos y ser claro a la vez. Sin embargo, en este ensayo faltó el análisis de situaciones concretas de la sociedad y la cultura actuales, tan abundantes en ejemplos pertinentes a la interculturalidad lo que habría sido de mucha utilidad analizar y matizar con la teoría. Fuera del prólogo, en el resto del libro la teoría de la interculturalidad está descontextualizada; no hay referentes en los que se le vea una aplicación ni tampoco dialoga con otros autores contemporáneos afines o distantes a su propuesta. Me hubiera gustado que Bilbeny mencione la guerra en Irak, los conflictos tribales en África, la migración desde Europa Oriental hacia las metrópolis occidentales, el conflicto étnico en Kosovo, por decir solo algunos casos representativos. Por otro lado, Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica y Samuel Huntington en El choque de civilizaciones, mantienen diferencias y coincidencias con la propuesta de Bilbeny, quien no los cita en su bibliografía a pesar de que aquellos trataron este tema.
La lectura de Ética intercultural nos introduce en un debate actual y ahonda en la necesidad de un compromiso viable e indispensable entre las sociedades globalizadas que ven acentuados los conflictos culturales tanto dentro como fuera de sus límites políticos. Personalmente, este sería un libro que le recomendaría leer a don Isaac Humala y a todos los reservistas etnocaceristas.