Yo fuí testigo: la intuición del peligro en Chile

Hoy 11 de setiembre, rememoramos el golpe militar en Chile en 1973 y especialmente a Salvador Allende, presidente constitucional, que se inmoló por la patria ensangrentada por los golpistas. Adiós a la violencia venga de donde venga, Salvador Allende tuvo la grandeza de dar su vida por la palabra empeñada con su pueblo de una vía pacífica de transformación socialista de la sociedad chilena. En remembranza de este acontecimiento histórico, rendimos un homenaje a las vías no violentas, democráticas y éticas de cambio social a la raíz, de las sociedades de América Latina y del mundo.


“El 11 de setiembre de 1973, el golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet inició uno de los períodos más sangrientos de la historia latinoamericana. El sociólogo Manuel Piqueras y su esposa, Susana Villarán, vivían en Chile en ese momento.

Nos instalamos en Santiago a inicios de 1972. Yo tenía 25 años y Susana 22. Fuimos a Chile atraídos por la idea de estudiar sociología en un contexto interesante de una transformación socialista, democrática y sobre todo pacífica— y porque habíamos obtenido una beca que nos permitía seguir la carrera en la Universidad Católica de ese país. Nos acompañaron nuestros dos hijos: Soledad, de casi dos años, y Emmanuel, de dos meses.

Teníamos muy claro que el objetivo central de nuestro viaje era estudiar. No éramos militantes del proceso que vivía el país. Siempre nos mantuvimos como testigos, sin olvidar nuestra condición de extranjeros. El golpe de Estado que cortó nuestro proyecto se produjo cuando estábamos en el cuarto semestre de la universidad.

Si bien no imaginábamos la magnitud que alcanzaría la tragedia, para nosotros no fue un hecho sorpresivo. Días antes de que Allende cayera, estuve en la facultad intercambiando opiniones con mis profesores. “Esto se está poniendo complicado les dije, medio Chile está tomado por la Fuerza Armada”. “Te equivocas me respondieron, acá no pasa nada. En Chile tenemos una tradición democrática lo suficientemente sólida como para que nos sintamos seguros de que las Fuerzas Armadas jamás van a intervenir a la peruana”. Por desgracia, los equivocados fueron ellos. Se trataba de importantes científicos sociales, pero nosotros veníamos de una experiencia que nos permitía intuir el peligro.

La mañana del 11 de setiembre nos enteramos del golpe a través de la radio y la televisión. Decidimos que yo fuera a la universidad a tratar de obtener más información. Susana se quedó en la casa con los niños. En la facultad reinaba la sorpresa y el desconcierto; los intelectuales chilenos no podían creer lo que estaba pasando.

Regresé a la casa y por la noche recibí una llamada que aumentó nuestra preocupación: un funcionario del Ministerio de Defensa, que obviamente conocía mi nombre y mi número telefónico, me conminó a presentarme de inmediato en esa dependencia. No sabíamos qué hacer, si era peor que fuera o que me quedara. Acordamos que no fuera, tomando en cuenta también que, con toque de queda y estado de sitio, hubiera tenido que movilizarme en bicicleta. Probablemente esa decisión me haya salvado la vida.

No pegamos el ojo tratando de interpretar el significado de la misteriosa llamada. Cuando amaneció, en vez de ir al ministerio me presenté en la comisaría más cercana. Confiaba en la tradición democrática de los carabineros, la única Policía con credibilidad de América Latina. Les expliqué que era un estudiante extranjero y que había sido citado por el Ministerio de Defensa. Los hombres me miraron sorprendidos y, en lugar de echarme o detenerme, me condujeron a la sede de nuestra embajada. Los funcionarios peruanos, que estaban mucho mejor informados que yo acerca de la gravedad de la situación, me acogieron y fueron a recoger a Susana y a los niños.

La embajada nos asiló en una de sus residencias. Fueron días muy tensos. Si bien sabíamos que, gracias a la protección diplomática, nuestra familia ya no corría peligro, nos preocupaba muchísimo lo que estaba sucediendo en el país y sobre todo la suerte de nuestros amigos, entre los que se contaban varios peruanos.

Éramos conscientes de nuestra situación privilegiada y tratamos de aprovecharla para ayudar, en la medida de lo posible, a las personas que conocíamos. Cada vez que podíamos, tomábamos todas las precauciones del caso y salíamos a buscar a los amigos. No contábamos con muchos recursos, pero logramos resolver algunos problemas.

Doce días después del golpe, la embajada, nuestros padres y amigos consideraron que había llegado el momento propicio para que saliéramos de Chile y retornamos al Perú.”

Manuel Piqueras,”Yo fui testigo: la intuición del peligro” . Revista Debate, Apoyo, Lima, marzo del 2001.

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