No fue por nuestro liderazgo que fuimos vencidos en la lucha contra el coronavirus, fue por nuestra cultura de la informalidad.
Paráfrasis de una idea inversa sobre el caso de Estados Unidos expresada por Paul Krugman, premio Nobel de Economía 2008: «No fue por nuestra cultura [que fuimos derrotados en la guerra contra el COVID-19], fue por nuestro liderazgo».
El colapso de la cultura de la informalidad y el COVID-19
Una Navidad de Viernes Santo para el 2020
Manuel Piqueras[1]
¿Se suspende la cuarentena o no? He escuchado al ministro de Defensa explicar —con tono razonable, pero quimérico— que la cuarentena no se suspende. Lo que sí sucede es el reinicio gradual de las actividades productivas, comerciales y de servicios, en tanto cumplan estrictamente con los protocolos de salubridad. Se evaluará caso por caso si se autoriza o no la reapertura.
Las cifras cuantitativas sobre el coronavirus —número de infectados, recuperados y muertos— no son buenas para el Perú, como lo señala la Universidad John Hopkins <https://coronavirus.jhu.edu/map.html>. En el caso de las personas fallecidas, debido al subregistro es imposible calcular el número en forma sistemática; hipotéticamente, la cifra podría cuadruplicar los registros oficiales nacionales y mundiales.
Un análisis cualitativo del subsuelo social peruano nos transmite una mirada bastante más compleja y difícil. La pandemia muestra los efectos de la cultura de la informalidad —mentalidades, costumbres y hábitos—, arraigada desde hace más de 50 años en el inconsciente colectivo de la población nacional y local.
Por una parte, los sucesivos Gobiernos, incompetentes hasta el extremo, han alimentado el hongo extendido de la corrupción estatal. La élite gobernante peruana —una de las más mediocres, brutas y achoradas de América Latina—, fue incapaz de levantar los sistemas de defensa necesarios para que el Estado y la sociedad sean capaces de enfrentar una emergencia como esta. El COVID-19 cogió al Estado peruano con los pantalones abajo, calato y capado, en cero. Si el poder no hubiera estado en manos del presidente Vizcarra —ingeniero equilibrado, voluntarista, que trabaja en equipo y se comunica con la población— todo habría sido peor. Pero, a pesar de ello, no somos dioses; solo somos dioses mortales, más mortales aún con la pandemia.
Por otra parte, antes de la crisis por el COVID-19, la desigualdad y la pobreza ya se habían encargado de despojar a la mayor parte de la población de sus libertades y derechos básicos y concretos, como el acceso a la educación, a la salud, a la salubridad, al empleo, a un ingreso digno, etcétera. En el marco de la pandemia, la pobreza multidimensional y la recesión —local y global— han socabado aún más la economía de estos sectores. Véase, por ejemplo, cómo ha aumentado el número de peruanos sin hogar que buscan comida en las calles <https://www.youtube.com/watch?v=2yH82DjwfbM>.
Así, las acciones del actual Gobierno contra el coronavirus se estrellan contra los letales muros de concreto armado previamente edificados en nuestra sociedad. La cultura de la informalidad, la desigualdad, la pobreza y la contaminación —que constituyen el pan nuestro de cada día— explican las aglomeraciones en los mercados, bancos y farmacias; la ruptura de toda distancia social en el transporte público; el hacinamiento en las viviendas y la carencia de agua y desagüe para más de un millón de habitantes solo en Lima, entre otros gravísimos problemas.
La gobernabilidad global en el planeta ha colapsado en la lucha contra el COVID-19, y lo peor está aún por venir <https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-53226766>. Las proyecciones del contexto mundial para los países pobres y vulnerables como el Perú son realmente pésimas.
Por más de que el presidente Vizcarra y su equipo estén haciendo un esfuerzo loable, este se estrellará —una y otra vez— contra estos muros de la muerte, pues las transformaciones socioculturales son lentas y requieren una voluntad, unos objetivos y unas metas de gobernabilidad sostenibles en el largo plazo. Y aplicar los cambios necesarios en la élite dominante criolla le costará al país aún mucho más esfuerzo y sacrificio, ¡y no hay remedio!
Ojalá me equivoque en toda la línea, pero intuyo que este 2020 tendremos una Navidad de Viernes Santo. Sin embargo, como siempre, pese al realismo de la inteligencia, una terca esperanza me alienta a sostener el optimismo de la acción.
[1] Esta reflexión fue escrita a principios de julio.