Discurso de Marco Martos en la presentación del libro Iluminaciones en el desierto, de Manuel Piqueras
Lima, 25 de junio de 2019.
Buenas noches. Para mí es un honor, un gusto, compartir la presentación de este libro con Alina y con Manuel. No es la primera vez que estoy a su lado. Quería contar que, como él me ha hecho recordar, nos conocemos desde hace muchos años, cuando él tenía una participación política. Poco después de que fuera congresista, publicó un libro, La escuela en tiempos de guerra, y yo tuve algo que ver con ese libro —revisé el machote, como se le llama—, y a partir de ahí nos conocemos un poco más, aunque, claro, la vida nos lleva por tantos rumbos…
Luego, leí los otros dos libros —más bien de carácter estrictamente literario, menos político— que él ha publicado. Este, Iluminaciones en el desierto, es el segundo, y ya estoy pensando en releerlo. Conozco a escritores muy diversos, que tienen distintas posturas frente a la cantidad de textos que escriben y publican. Suelo advertir en los novelistas, por ejemplo, que, una vez que tienen éxito, de pronto se entregan a las editoriales y se autoobligan a escribir una novela cada dos años. Y eso es casi nefasto para los lectores, porque el apresuramiento de los escritores —incluso de los mejores— hace que la calidad de las novelas decline. Y lo digo como un lector absoluto de novelas, impenitente lector de novelas que muchas veces se siente defraudado por ellas. De los mejores novelistas estoy hablando; ni siquiera de los regulares, sino de los mejores. Entonces, parece ser que el apuro en la escritura da malos productos.
Hablando exclusivamente de novelistas, hay otros que, más bien, aunque cuentan con una obra copiosa, se dan el tiempo para corregirla, como Marcel Proust, por ejemplo. Y entonces nos ofrece esa maravilla que es En busca del tiempo perdido, que son muchísimas páginas, pero todas corregidas con amor, a lo largo de toda una vida. También hay poetas —como Walt Whitman, como Neruda— que son muy copiosos. Entonces, la lectura de su obra completa resulta, a veces, desanimante. Hay otros, en cambio, que meditan más en lo que escriben. Un ejemplo extremo: San Juan de la Cruz; y otro ejemplo extremo: César Vallejo. Las obras de ellos, en su poquedad, son de una intensa calidad, a tal punto que se vuelven inolvidables.
Y en esa línea es en la que se pone Manuel Piqueras. No es un autor de librerías. No es un autor de grandes ventas. Es un autor que entrega las esencias, y eso es lo que yo he querido decir en las páginas que he escrito para la presentación del libro. Es decir, hay una conexión entre lo que escribe y la vida. Y hay una conexión entre lo que escribe y los distintos géneros literarios. Iluminaciones en el desierto es una obra inclasificable: es poesía y es prosa poética, son reflexiones de un académico, es todo eso.
Entonces, quería decir que hay una tendencia, que ya se está abriendo paso y que ya tiene nombre, que se llama «poemas en prosa». Se llama así, y cuyo ilustre antecesor —o el primero que yo recuerde— es nada menos que Baudelaire, quien, junto con Las flores del mal, escribió Pequeños poemas en prosa, que son un modelo que podemos leer con gran provecho ahora mismo. Y podría decirse que, en la tradición peruana, hay unos cuantos escritores —no demasiados— que intentan este rubro aun cuando no le pongan «prosa poética». Tampoco Manuel Piqueras ha puesto «prosa»: él no ha dicho de qué es este libro. Pero, como una aproximación, se usa este término de «prosa poética», que ya está llamando la atención de los teóricos. Hay un libro, escrito por cinco profesores de la Universidad de Lima, que se llama —el título es aproximado— Introducción a la prosa poética. Es decir, trata acerca de qué es lo que funciona en estos textos que los hace tan agradables; y cómo, al mismo tiempo, el lector por ratos cree que está en poesía y por ratos dice: «¿Esto es prosa?, ¿qué cosa es esto?».
Bueno, yo quisiera mencionar, como un autor de culto en el Perú, a Luis Loayza, fallecido recientemente, compañero de generación de Mario Vargas Llosa, quien en 1955 escribió el libro que se llama El avaro. Podría decirse que es trasladar, en un intento de acercamiento a la prosa, las ganas de la poesía. E incluso estas ganas de la poesía pueden llegar, como en el caso de Loayza, a sus artículos en prosa. Diría que, en el Perú, no hay mejor prosista que Luis Loayza en sus ensayos, no solamente en El avaro, que acabo de citar como un ejemplo de creación. Y yo diría que esto es muy aventurado, que hay novelistas —no solamente Proust— que pueden llevar esta pureza de la poesía a la propia novela, por ejemplo, Valle-Inclán. Claro, todas estas palabras son de un profesor, pero poniéndome en la categoría de poeta —que también creo que me corresponde—, yo he disfrutado intensamente con el libro Iluminaciones en el desierto, de Manuel Piqueras, que justamente concentra sabiduría en cada página que escribe. Él no se obliga a escribir, a terminar un libro. Este libro resume varios años de su vida. Y entonces, yo me pregunto: aquí, en el Perú, ¿cuántas páginas habrá desechado?, ¿qué cosas estarán en sus cajones que desechó para tener esta perfección formal que, por supuesto, quedará en quinientos lectores? Así es el Perú, no da más. Pero esos quinientos lectores —o mil lectores— van a disfrutar intensamente de una poesía que no está escrita en verso, que es una concentración.
Y el otro autor que quisiera mencionar, porque también tiene estos enormes logros, es Julio Ramón Ribeyro con sus Prosas apátridas y también con sus cartas. Por ejemplo, Ribeyro le escribe una carta a su hermano Juan Antonio, y le habla de fútbol, de otras cosas; en fin, de cosas normales que le están ocurriendo. Y de pronto, le dice que, un día de noviembre de 1952, él y veinte peruanos más —cuyos nombres enumera— disfrutaron, por primera vez, de una ciudad de Europa: Barcelona. La emoción de ver algo diferente e intenso se repite pocas veces en la vida, dice. «Solamente he sentido eso llegando a París, después, y llegando a Londres». Luego hace una aparente divagación: dice que el ser humano es nómade, que él siente que ha sido nómade y que ha estado siempre yendo de un lugar a otro; pero que el ser humano necesita también establecerse, buscar un espacio, y este espacio necesita una mesa, una silla, un hijo, una mujer a la que adorar y satisfacer. Entonces, él piensa que su doctrina, la del errabundo, está en contradicción con la necesidad de la sociedad. Esa misma página él la redactó otra vez en Prosas apátridas, es la misma página hecha dos veces, y en la segunda dice que nos vamos rodeando de todo lo que apetecimos, y que son licores que tenemos prohibido beber, libros que no tenemos ánimos de leer, discos que no queremos escuchar, amigos a los que no tenemos nada que consultar, y todo lo deseado y apetecido nos rodea cuando estamos ya en el umbral de la muerte. Esa es la idea del viajero y el estable, del sedentario y del que va y viene.
Y finalmente, casi podría decir que todos los libros de literatura, incluyendo Iluminaciones en el desierto, responden a esta imagen homérica, que es la del que parte hacia la aventura y regresa a lo conocido —la Ilíada y la Odisea—, con la diferencia de que, en el caso de Manuel, en medio está la esperanza, está el dolor en su máxima intensidad, que él ha vivido y sufrido como nadie, como muy pocos. Pero está también esa terca esperanza, relacionada con San Juan, por un lado, y con Vallejo, por el otro.
Si me permiten hacer un paréntesis vallejiano, en el 2017 fui por primera vez a Santiago de Chuco y me admiré al ver que la Municipalidad queda en la calle Paco Yunque, que al costado está Poemas Humanos, más allá Los Heraldos Negros, y hasta tenemos Rusia 1931. Entonces, Danilo Sánchez León me dice: «Me han dicho que allá, al fondo, está la calle Voy a Hablar de la Esperanza, pero todavía no he ido». ¿Se dan cuenta? Miren eso, tan poético: «Me han dicho que allá, al fondo, está la calle Voy a Hablar de la Esperanza, pero todavía no he ido». Bueno, la anécdota es esta: converso con dos niños de siete años y le pregunto a uno: «¿Te sabes un poema de Vallejo?». «Sí, me sé», me dice. Y el otro me dice: «Todavía no me sé».
Entonces, yo quisiera, cerrando mi intervención, establecer el vínculo entre Manuel Piqueras y César Vallejo: hombres que han sufrido los más intensos dolores, pero que son tercos en su esperanza. Ese texto de Poemas en prosa que se llama «Voy a hablar de la esperanza» es un poema doloroso. La esperanza marcha junto con el dolor, es la terquedad de levantarse a pesar de los golpes que nos da el destino. Yo creo que esa sería la frase que sintetiza un poco toda la vida de Manuel Piqueras y todos los textos que él ha escrito en su vida. Muchísimas gracias.