Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro
Bendito sea el Dios humilde, por prodigarme el don de plantar un árbol.
La humanidad biengobierna o malgobierna el bosque, el agua y el suelo.
Plantar un árbol se asemeja a cultivar el sentido de la vida.
La soledad y la comunión encuentran su lugar en el bosque de la mística, el suelo de la contemplación y el agua de la ascesis.
La naturaleza es como el silencio de Dios que se escucha.
Bendito sea el Dios inocente, por prodigarme el don de tener un hijo.
La libertad para soplar vida o muerte en la comunidad es facultad humana.
La condición humana es la natalidad y la mortalidad en el presente eterno.
La vida del pensamiento de corazón ama en parejas, funda familias y reúne amigos.
La pareja es la luz solar y lunar de la inocencia, la familia es el capullo de todos y los amigos el perfume que derrama el Dios-Hombre de la amistad.
Bendito sea el Dios pequeño, por prodigarme el don de escribir un libro.
La creación es gracia, la soberbia es laberinto humano.
La angustia se traspone en la obra de un escritor.
El sufrimiento se vuelca en tragedia y utopía.
El placer se torna mirada.
La sazón se trueca en palabras e imágenes.
La belleza del Dios-Niño nos hace libres.
Job bendijo a Dios por prodigarle el don de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. “Y Job respondió a Yahvé: Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos.” (Job, 42, 1 y 5).
Manuel Piqueras, III. La edad de la inocencia, en Las paradojas de la soledad. Biblioteca virtual Amazon. Lima: 2012.