Gustavo Gutiérrez —fraile, sacerdote y teólogo peruano— se mueve en la paradoja de la muerte de la teología por la supremacía de la práctica, la contemplación y el silencio. En contraindicación, anuncia la vida de la teología por la preeminencia del hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente.
El signo distintivo de la personalidad de este hombre que bebe del pozo de la tragedia andina y universal es su maestría de la amistad que rompe todo límite. El significado de esta gracia se asocia a su espiritualidad marcada por el proyecto de amistad con Dios y de amistad con los pobres. El tiempo, como escucha de los seres humanos concretos que sufren despojo y asesinato, y de todas las personas únicas e irrepetibles que se duelen a secas. El Evangelio de Juan, que proclama el proyecto de amistad de Jesús, inspira esta centralidad de la amistad en la palabra y la acción de Gutiérrez. En esta alteridad se inscribe su apasionado gusto por la vida, la libertad y la belleza, y su notable sentido del humor, que marcan toda su existencia y su obra.
Lo que más le indigna a este testigo del Dios de Jesucristo es el cinismo de quienes fundan y conservan el sufrimiento humano, despojan y asesinan al pobre y al diferente, exterminan las culturas nativas y destruyen el hábitat natural en el fontano lugar de “las Indias”, “las Américas” y el mundo. El Evangelio de Mateo, en el que Jesús habla del discipulado como un camino acechado por los riesgos del fariseísmo y el cinismo -cuando va acercándose la hora de su muerte en cruz-, es una fuente esencial de la reflexión y la acción de Gutiérrez. No es Pedro negando a Jesús tres veces a causa de su poca fe el que lo indigna; no es Judas traicionando a Jesús, por razón de su ideología mesiánica y sectaria, el que lo indigna; es el cinismo de Herodes y Pilatos asesinando y despojando a los inocentes el que lo indigna, el que lo remueve hasta los conchos.
Recorrer la vida y la obra de este hombre con sus 84 años nos lleva al misterio de Dios y al misterio del mundo, en el cual el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo se encarnó, sufrió muerte de cruz y resucitó. Este misterio del amor de Dios, que todo lo envuelve, se juega entre la cálida luz y la dura luz, es la sinrazón de la esperanza de Gutiérrez, aunque este principio de esperanza no llegue siquiera a tener la pequeñez de una gota de rocío o de una brizna de paja. El discípulo es, a la vez, en su mundo interno y externo, aquel que articula con firmeza y delicadeza todas las sangres fragmentadas y enfrentadas en estas tierras de tragedia y esperanza.