“La celebración del lavatorio de los pies” (Juan: 13,1-20) es algo que llevo muy dentro de mi corazón. Cuando era un púber, encontré casualmente a mi madre en una habitación discreta de la casa, lavándole los pies a una sirvienta muy jovencita, que tenía una infección con pus en un dedo. Me quedé absolutamente sorprendido, sin entender nada en ese momento − el impacto me causó náuseas–, mirando a mi madre arrodillada ante una sirvienta, sin decir ni una palabra, curándola con mucho cariño y respeto.
Esto ha marcado mi vida y es coherente con lo que he escrito, María Angélica: mansedumbre y astucia. Mi madre era una mujer creyente, lectora de la Biblia, equilibrada, ecuánime, con los pies en tierra, de gran ternura. De ahí su talento pedagógico para transmitir como una suave brisa un mensaje y un testimonio de compasión y solidaridad humana y cristiana a sus hijos.
No hay misa de conmemoración en el segundo año de su partida. La costumbre general acá es la misa del mes y la misa del año del fallecimiento de un pariente, y la visita a las tumbas en los cementerios en el día de Todos los Santos, que se conoce en la religiosidad popular como día de los difuntos.
Personalmente, recordaré este domingo su mensaje y su testimonio en lo profundo de mi corazón y de mis entrañas, en esta casa de Barranco –“el pequeño Malámbito”−, con tranquilidad y paz, tal como ella me enseñó”.