Andrea, la niña de mi utopía, es una vida y una libertad en busca de ser amada por otras vidas y libertades.
Andrea, la niña de mi mirada, no es una esclava ni una sierva: es una amiga capaz de morir por sus amigos.
Andrea, la niña de mi escritura, es la inocencia valiente, en flor, descubriendo la Tierra y el universo.
He vivido con prisa una vigilia sin tregua, envuelto en los desvelos de las niñas de mis sueños. Susana está alumbrando una forma de gobierno democrático, ético y compasivo. La niña de primera comunión despliega la fuerza e inteligencia del pequeño, no la de los sabios y prudentes.
En el giro del misterio de la existencia, Soledad –como María Magdalena, esa gran santa amiga de Jesús de Nazaret– se encuentra nuevamente con la gratuidad del Dios humilde que acoge en sus brazos la inocencia original de Andrea. Andrea nos envuelve a todos, niña pequeña nacida de “el soplo de vida” del Dios del principio y del fin.
Las niñas de mis sueños biengobiernan, giran o buscan la leche en el pecho materno. Niñas de generación en generación, siervas de Yahvé que nos llevan de la mano a la fuente inagotable de la palabra: “Me sedujiste, Señor, y me dejé sedujir” (Jeremías, 20,7).