En nombre de los niños “heridos de alma”

¿Por qué masacrar niños? Señalo insistentemente en un reciente escrito sobre la guerra contra los niños en el conflicto armado en Gaza: “La matanza de población civil palestina, especialmente la guerra monstruosa contra los niños que caen muertos y heridos “como moscas”, es un crimen contra toda la humanidad. Boris Cyrulnik, notable neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y uno de los fundadores de la etología, especializado en niños, analiza esta “guerra contra los niños”, presentando casos clínicos y datos estadísticos irrefutables en sus obras “Los patitos feos” (2001),”El murmullo de los fantasmas” (2003) y “El amor nos cura” (2005), como un rasgo característico de nuestra época sin parangón en la historia humana anterior.”

Nuestra pregunta es como rescatar a los niños “heridos de alma”, para que la resiliencia sea su camino y no la venganza de los justicieros del terror y la violencia sin fin; esta excelente entrevista comentada a Boris Cyrulnik nos señala una ruta alternativa, a la vez, de compasión y solidaridad en pos de la resiliencia. Como señala el comentario de la entrevista a Cyrulnik: “Pero, ante todo, es un médico empeñado en llevar alivio a las víctimas de la devastación psíquica. Personas que han sufrido atentados terroristas, sobrevivientes del exterminio nazi, niños a los que se utilizó como soldados en las guerras o que han quedado huérfanos como consecuencia de ellas, criaturas abusadas sexualmente, gente a la que un accidente o una catástrofe natural ha dejado con discapacidades físicas: con esos seres diezmados trabaja Cyrulnik en África, Europa, Medio Oriente y América latina”.

SEGUIR, SIEMPRE. Entrevistas para pensar a Boris Cyrulnik, por Adriana Schettini, diario La Nación. Buenos Aires: domingo 5 de junio de 2005.

“Aún habiendo sufrido traumas y dolores extremos, cualquier vida humana puede reconstituirse. Esta idea, conocida como resiliencia, es desmenuzada aquí por el psiquiatra francés.

Un viento cargado de esperanza sopla sobre las heridas de quienes han atravesado las experiencias más traumáticas. Resiliencia: así denomina la psiquiatría a la capacidad humana para regresar a la vida tras el derrumbe emocional completo.

En su libro El amor que nos cura (2005), que presentó en la Argentina, el neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik sostiene que “la resiliencia intenta responder a dos preguntas: ¿cómo es posible conservar la esperanza cuando uno está desesperado?, y ¿cómo me las arreglaré para salir adelante?”.

Referente mundial de la teoría de la resiliencia, Cyrulnik es docente de la Universidad de Var, en Francia, y director de la unidad de investigación en Etología del hospital de Toulon. Pero, ante todo, es un médico empeñado en llevar alivio a las víctimas de la devastación psíquica. Personas que han sufrido atentados terroristas, sobrevivientes del exterminio nazi, niños a los que se utilizó como soldados en las guerras o que han quedado huérfanos como consecuencia de ellas, criaturas abusadas sexualmente, gente a la que un accidente o una catástrofe natural ha dejado con discapacidades físicas: con esos seres diezmados trabaja Cyrulnik en África, Europa, Medio Oriente y América latina.

A contracorriente de los discursos fatalistas, la teoría de la resiliencia considera que “una infancia infeliz no determina la vida”, y que, además, nunca es tarde para empezar a reconstituirse. “Mientras sea posible modificar la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, mientras una intervención en la realidad psíquica y social nos permita trabajar en ella, la resiliencia será posible, puesto que consiste, en reanudar, tras una agonía psíquica, un determinado tipo de desarrollo”, ha escrito Boris Cyrulnik en su notable obra Los patitos feos. La resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida (2001).

Cuando se le pregunta si la resiliencia es una suerte de reaseguro contra todos los dolores que puedan aquejar a los hombres, el psiquiatra francés delimita los campos: “No hay vida humana sin sufrimiento, pero sólo podemos hablar de resiliencia cuando ha habido un trauma, es decir, cuando uno ha estado cerca de la muerte. Para que haya trauma, tiene que haber muerte psíquica”.

Puesto a explicar qué se entiende por muerte psíquica, echa mano de su labor con un grupo de sobrevivientes de un atentado perpetrado en Marruecos: “Estaban aturdidos, y el aturdimiento es un mecanismo de adaptación, pero no un factor de resiliencia. Esa gente no sufría; no estaba estresada; no tenía posibilidad de pensar porque ni siquiera estaba segura de estar viva. Sin embargo, tras el trabajo de resiliencia, la mayoría pudo aprender a vivir con el trauma en la memoria, pero haciendo algo con él, integrándolo a una nueva vida”.

La resiliencia es un proceso que necesita del prójimo. “No es en soledad como los hombres pueden regresar a la vida después de una muerte psíquica”, puntualiza Cyrulnik, y cita el ejemplo de un grupo de niños hacinados en los orfanatos de Rumania. “Esos chicos estaban abandonados por causa de un pensamiento político muy loco: las mujeres estaban obligadas a traer hijos al mundo, pero no tenían la posibilidad de criarlos. Los orfanatos estaban superpoblados y nadie se ocupaba de esos niños. Eran criaturas sanas, pero como el medio estaba enfermo y no les daba la ocasión de relacionarse con el otro, frenaron su desarrollo físico y psíquico. Se comportaban como autistas y, al hacerles estudios, advertimos signos de atrofia cerebral.”

Antes de poder atenderlos, Cyrulnik debió vencer la resistencia del entorno: “Muchos decían que no valía la pena dedicarse a esos monstruos –explica–. Y sí, parecían monstruos; pero justamente porque nadie se ocupaba de ellos. Para empezar, decidimos reemplazar el orfanato por familias sustitutas. Al año, la atrofia cerebral había desaparecido. Se había producido la llamada resiliencia neuronal. Ocurre que acciones tales como hablar con el otro, tocarlo, alimentarlo, retarlo o gratificarlo, estimulan el cerebro y la secreción hormonal”.

En París, Cyrulnik hace el seguimiento de un centenar de sobrevivientes de la Shoah en proceso de resiliencia. “Son personas que después de la guerra han tenido un asombroso éxito social, laboral e intelectual, pero también serias dificultades afectivas. Al principio, nadie quiso escuchar lo que habían padecido, porque eso era lo impensable, el colmo de la obscenidad. Y en las familias que habían formado tampoco hablaron por temor a lastimar a sus hijos.
Así, el mundo íntimo de los sobrevivientes sangra aún. Y sus hijos están perturbados, porque aprendieron un apego ambivalente que se manifiesta en sentimientos tales como quiero mucho a mi padre o a mi madre pero, no sé por qué, cada tanto siento una enorme angustia y necesito alejarme de él o de ella.”

Con cierta impotencia retrospectiva, Cyrulnik dice que si la cultura hubiera trabajado a fondo el concepto de resiliencia a comienzos de los años cincuenta, “les habríamos dado la palabra a los sobrevivientes, y ellos habrían podido coser la parte desgarrada del yo; no habrían precisado esconderse detrás del trabajo o de los libros”, arriesga.

Boris Cyrulnik conoce en carne propia el infierno nazi. El mismo es un sobreviviente, y su familia fue exterminada. Basta con pedirle que describa sus días durante la noche más negra de la historia para que deje ver sus grietas personales. “Soy mejor hablando de los demás que de mí”, admite, y esboza una sonrisa inmensamente triste. Niño de la calle.

Luego, en una sola parrafada sintetiza las estaciones de su padecimiento: “Tenía seis años y medio cuando conseguí escapar de una sinagoga donde los nazis nos tenían prisioneros, en Francia. A mi familia no volví a verla. Primero me convertí en un niño de la calle y luego comencé a deambular por centros de acogida y granjas. Recién a los once años conseguí una familia sustituta, que me ayudó a recuperarme”.

–¿Sabía qué significaba Auschwitz, cuando escapó de la sinagoga? –le pregunto antes al niño perseguido que al psiquiatra prestigioso.

–No, nunca había escuchado esa palabra –responde, y se queda pensativo–. Durante mucho tiempo ni siquiera supe lo que era ser judío porque desde que me escapé ya no hubo judíos a mi alrededor

–Agrega al cabo de unos instantes–. Para mí, sólo existían los nazis malvados y la buena gente católica que me ayudaba a sobrevivir.

Tras la breve evocación de su infancia traumática, Cyrulnik afirma que en la adultez se esfuerza para guardar un complejo equilibrio: “Por un lado, me resisto a olvidar, porque eso sería hacerles un regalo a los negadores del Holocausto; por el otro, me digo que mi vida no se detuvo en 1944, y en consecuencia sigo adelante”.

Universidad Maimónides. Buenos Aires. Argentina.

Por Adriana Schettini. La Nación. Buenos Aires: domingo 5 de junio de 2005

Para saber más: www.gedisa.com

www.psicologia-positiva.com/resiliencia.html

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