Gustavo Gutiérrez: hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente

“Mi método es mi espiritualidad”, es una expresión llena de belleza y hondura de Gustavo Gutiérrez. El 8 de junio pasado cuplió 80 años, tan bien llevados, es sorprendente la lúcidez, alegría y jovialidad que va dejando en su andar por los caminos del mundo de los olvidados.

Este testimonio es un discernimiento desde el pensamiento del corazón y de las entrañas -expresión de la Escritura-, es un homenaje que busca explorar en el lenguaje de Gutiérrez, especialmente en ese hablar y escribir gratuito e inútil como el de los enamorados: “Para mí hacer teología es escribir una carta de amor”.

Gustavo Gutiérrez, a lo largo de su vida y su obra extraordinarias, va abriéndose paso no sólo en la maduración de un gran pensamiento teológico, sino en la ascensión hacia un bello lenguaje poético cargado de fuerza y ternura. Sus obras maestras Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, una reflexión sobre el libro de Job (1986) y En busca de los pobres de Jesucristo, el pensamiento de Bartolomé de las Casas (1992), constituyen una contribución fundamental a la creación cultural, histórica y actual, de una utopía andina y universal. El horizonte en que se sitúa esta reflexión es el de un pensamiento laico, mundano y espiritual.

Gutiérrez va haciendo camino en su hablar del misterio de Dios desde el sufrimiento del inocente. En esa huella humilde va hilvanando una utopía que conduce desde “otras Indias mejores” en el siglo XVI hasta “otras Américas mejores” en el siglo XXI. Entre esas dos centurias se producirán dos cambios de época que han conmovido los cimientos de la humanidad hacia horizontes ilimitados.

En nombre del Dios de Jesucristo, del valor de la vida y la libertad humana, y desde el punto de visión de los pobres, Gustavo Gutiérrez es, junto con su antecesor Bartolomé de Las Casas, la conciencia lúcida de la continuidad y discontinuidad de la destrucción y la restitución de los indígenas en el siglo XVI, y de la opresión y liberación de los pobres en el siglo XX largo. En esa perspectiva concreta, Las Casas y Gutiérrez han contribuido a la remembranza, al despertar y a la vigilia -a un giro a la raíz-, alumbrando una utopía andina y universal indignada, amistosa y envolvente.

1. Testigo de la tragedia andina y universal

Gustavo Gutiérrez —fraile, sacerdote y teólogo peruano— se mueve en la paradoja de la muerte de la teología por la supremacía de la práctica, la contemplación y el silencio. En contraindicación, anuncia la vida de la teología por la preeminencia del hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente.

El signo distintivo de la personalidad de este hombre que bebe del pozo de la tragedia andina y universal es su maestría de la amistad que rompe todo límite. El significado de esta gracia se asocia a su espiritualidad marcada por el proyecto de amistad con Dios y de amistad con los pobres. El tiempo, como escucha de los seres humanos concretos que sufren despojo y asesinato, y de todas las personas únicas e irrepetibles que se duelen a secas. El Evangelio de Juan, que proclama el proyecto de amistad de Jesús, inspira esta centralidad de la amistad en la palabra y la acción de Gutiérrez. En esta alteridad se inscribe su apasionado gusto por la vida, la libertad y la belleza, y su notable sentido del humor, que marcan toda su existencia y su obra.

Lo que más le indigna a este testigo del Dios de Jesucristo es el cinismo de quienes fundan y conservan el sufrimiento humano, despojan y asesinan al pobre y al diferente, exterminan las culturas nativas y destruyen el hábitat natural en el fontano lugar de “las Indias”, “las Américas” y el mundo. El Evangelio de Mateo, en el que Jesús habla del discipulado como un camino acechado por los riesgos del fariseísmo y el cinismo -cuando va acercándose la hora de su muerte en cruz-, es una fuente esencial de la reflexión y la acción de Gutiérrez. No es Pedro negando a Jesús tres veces a causa de su poca fe el que lo indigna; no es Judas traicionando a Jesús, por razón de su ideología mesiánica y sectaria, el que lo indigna; es el cinismo de Herodes y Pilatos asesinando y despojando a los inocentes el que lo indigna, el que lo remueve hasta los conchos.

Recorrer la vida y la obra de este hombre con sus 80 años nos lleva al misterio de Dios y al misterio del mundo, en el cual el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo se encarnó, sufrió muerte de cruz y resucitó. Este misterio del amor de Dios, que todo lo envuelve, se juega entre la cálida luz y la dura luz, es la sinrazón de la esperanza de Gutiérrez, aunque este principio de esperanza no llegue siquiera a tener la pequeñez de una gota de rocío o de una brizna de paja. El discípulo es, a la vez, en su mundo interno y externo, aquel que articula con firmeza y delicadeza todas las sangres fragmentadas y enfrentadas en estas tierras de tragedia y esperanza.

2. Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente

Gustavo Gutiérrez sitúa su contribución en el manantial donde en el principio es la palabra-acción: su teología es un lenguaje sobre el misterio de Dios. Hablar de Dios desde la práctica y la contemplación, en la envoltura del silencio; hablar de Dios desde la lucha por la justicia frente al sufrimiento del inocente, en el capullo envolvente de la gratuidad.

El libro de Job -uno de los textos más bellos de la Escritura judeocristiana, ubicado fuera del mundo hebreo para señalar su universalidad, y escrito alrededor del siglo V a. C., fecha clave en el surgimiento de un principio de humanidad- lleva a Gutiérrez a fusionar un gran pensamiento teológico con un lenguaje colmado de vigor y ternura.

Job va siguiendo un camino empedrado por el dolor y la soledad, que lo va llevando del lenguaje de la tragedia —las lamentaciones del pobre y el pequeño desde el sufrimiento humano sin causa ni razón— al lenguaje de la profecía —la tormenta de la proclamación de la verdad y la justicia que clama al cielo y a la Tierra de cara al despojo del inocente— y al lenguaje de la gratuidad —la iluminación de la brisa suave del amor gratuito de Dios—. Este último es el lenguaje envolvente de los lenguajes de la tragedia y de la profecía. Job nunca maldijo a Dios; luchó siempre con Él y al final del combate lo bendijo: “Y Job respondió a Yahvé: Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos.” (Job, 42, 1 y 5).

Para ascender a la cúspide de la creación cultural, una obra intelectual y vital madura y original como la de Gutiérrez va fundando inintencionalmente, a la vez, un pensamiento y un lenguaje; el pensamiento poético se torna en el estilo esencial de la obra de este extraordinario hablador del Dios que nos hace libres para amar.

3. “Embarcarse en otras Indias mejores”

Gustavo Gutiérrez, gran navegante del siglo XXI, nos lleva a volver a descubrir el fontano lugar de las Indias en el siglo XVI. Lo hace por medio de la historia -“maestra de vida” y “vida de la memoria”- del pensamiento y la acción del extraordinario dominico Bartolomé de Las Casas. La aventura intelectual y vital de Gutiérrez, como la de Las Casas, se realiza en busca de los pobres de Jesucristo; en ese horizonte se plantea el encuentro y desencuentro de dos mundos; la destrucción de las Indias como un producto cultural humano de un pensamiento y una acción dominante, teocrática y regalista, que se manifiesta en las guerras de conquista y en la encomienda; el complejo proceso por el cual se abre paso su hablar de Dios desde los “Cristos azotados de las Indias”, en medio del fragor de la llamada Controversia de las Indias.

Los proyectos concretos y los remedios que Las Casas elabora, difunde y pelea con coraje y eficacia, para restituir a los indios y a las naciones indias de la destrucción sufrida por mano de conquistadores, encomenderos y funcionarios españoles, y el aporte posterior y original de Felipe Guamán Poma de Ayala a una restitución universal de las Indias, de España y del mundo, en la huella lascasiana, tan notablemente presentado en su obra El primer nueva corónica y buen gobierno.

El encuentro y el desencuentro de dos mundos

La destrucción de las Indias es el hecho histórico macizo de la conquista (ingressus) y de la colonización y el régimen de la encomienda (progressus). Nos encontramos, más que ante un encuentro, frente a un desencuentro entre los llamados Viejo y Nuevo Mundo. La catástrofe demográfica de la población indígena, el exterminio de sus culturas, religiones y lenguas, y la devastación de su hábitat natural, son el producto de una cultura teocrática y regalista que sacralizó y legitimó a conquistadores, encomenderos y funcionarios en pos del oro, la dominación y el uso de armas, y la soberbia de la supuesta superioridad cultural, étnica y lingüística, llevados a extremos impensables.

En esa trama histórica y cultural letal hegemónica, se abrió paso una palabra y una acción críticas y alternativas a la destrucción de las Indias. Su expresión más alta fue la labor de Bartolomé de Las Casas y la corriente cristiana y eclesial, desde las cuales se desarrolló la defensa de la vida y la libertad de los indios, la reivindicación del derecho a la libertad religiosa y política de las naciones indias. Las Casas fue interpelado por los Cristos azotados de las Indias, por la gratuidad desmesurada del amor del Dios de Jesucristo por los indios. Su evangelización pacífica y dialogante fue de la mano con proyectos concretos o recetas de restitución de las víctimas como el “esquema comunitario” y las Leyes Nuevas. Esta lucha tuvo una significativa influencia y sus ecos en las Indias y en España duraron mucho más allá de la muerte de Las Casas.

La destrucción de las Indias

Antes de la llegada de los españoles, en las Indias -sólo en la América española- la población indígena alcanzaba alrededor de 50 millones de habitantes, según las proyecciones modernas más serias, descontando las estimaciones extremas e interesadas. En los territorios del Perú, la población indígena alcanzaba cerca de 10 millones de habitantes, en esas mismas proyecciones. Después de la llegada de los españoles, se estima que en la América española la mortandad fue de entre 20 y 25 millones de indígenas. En los territorios del Perú, se calcula una mortandad de 9 millones de indígenas.

La caída demográfica catastrófica se atribuye a cuatro causas fundamentales: “la desnutrición y el cambio de régimen alimentario, la presencia de enfermedades (viruela, sarampión, gripe, tifus y otros) que no encontraban inmunizada a la población indígena, las guerras de conquista y el trabajo forzado. Pero es claro que no son factores que actúan en forma paralela, se combinan haciendo que cada uno de ellos acreciente su poder destructor. Hay, además, otras razones: suicidios, separación forzada de hombres y mujeres, ‘desgano vital’ […]”.

La conquista (ingressus) y el régimen de la encomienda (progressus) fundaron una violencia estructural desmesurada -hambruna y enfermedad- y conductas violentas catastróficas -como la guerra y el genocidio, el homicidio y el suicidio-, así como la destrucción de la identidad misma de personas y pueblos indígenas -la “muerte del sí mismo” personal y comunitario-.

Mirar la realidad “como si fuésemos indios”

Lo sorprendente -cinco siglos después- es que los datos que recogió y los hechos que relató Bartolomé de Las Casas acerca del horror de la violencia estructural y conductiva producida por la conquista y la colonia contra los indios y sus pueblos, se aproximan a las proyecciones demográficas modernas y a los cálculos más serios, alejados de las estimaciones extremas e interesadas.

Esta solidez en los datos presentados en la obra del gran dominico revela la combinación compleja entre, por una parte, el punto de visión -mirar la realidad “como si fuésemos indios”-, con la recolección permanente de información a través de la red de la Iglesia de las Indias -enraizada e inculturada en la vida y la muerte de los nativos, y en su entorno natural-, y por otra, el riguroso cruce de la información que se obtenía.

El estímulo de su observación empírica de la realidad venía de la dura y prolongada polémica sostenida -a raíz de la defensa de los “derechos humanos universales” de los indios- con los conquistadores, encomenderos y funcionarios reales y eclesiales de las Indias, así como de la controversia con las autoridades reales y eclesiales -el Consejo de Indias, el rey de España y el papa en Roma-, y con los teólogos españoles más importantes.

“Del más chiquito y más olvidado tiene Dios la memoria muy viva y muy reciente”

La experiencia de la exagerada violencia estructural y de la desproporcionada violencia conductiva de la conquista y la encomienda españolas -estrechamente entrelazadas como causa y efecto-, y la visión del horror del asesinato y despojo masivos de los indios en su propia tierra, interpeló profundamente a Bartolomé de Las Casas y a la corriente de la Iglesia de las Indias. No se trataba tan sólo de la monstruosidad de los datos de la vertiginosa caída demográfica, sino de los relatos vivos y muchas veces presenciados de la infamia de la muerte antes de tiempo de los indios. El gran misionero dominico y toda una corriente cristiana y eclesial tuvieron la gracia de reconocer en esas víctimas a personas humanas e hijos de Dios, a “Cristo en el indio”.

Abriéndose paso en un proceso complejo -a veces con idas y vueltas, errores y enmendaduras propias de una mente creativa y de un testigo encarnado-, acudiendo a la tradición bíblica y de la comunidad cristiana, e innovando frente a la novedad de la realidad indiana, fueron desplegando con rigor argumentos de hecho y derecho, pero sobre todo desarrollando una palabra y acción iluminadas por el misterio de la desmesura del amor de Dios por “los Cristos azotados de las Indias”. En esa perspectiva, Las Casas enfrentó una larga controversia en defensa de la vida y la libertad de los indios, en defensa del derecho de las naciones indias a la libertad religiosa y política para consentir sus propias autoridades y regir sus propios destinos.

En la Controversia de las Indias, Las Casas apuntó a combatir la codicia y avaricia en pos del oro, la dominación teocrática y regalista, el uso de armas y la soberbia cultural, religiosa y lingüística desplegados letalmente por los españoles en la conquista y el régimen colonial de la encomienda. En la Controversia, Las Casas luchó contra la muerte antes de tiempo de los indígenas -producida por hambruna, enfermedad, trabajo forzado, guerra, genocidio, homicidio, suicidio- y la “muerte del alma” de personas y pueblos.

El lenguaje de la tragedia, el inmenso sufrimiento del indio, que rompe todo principio de humanidad; el lenguaje de la profecía, que clama al cielo y a la Tierra por verdad y justicia frente al asesinato y el despojo del inocente; y el lenguaje envolvente de la gratuidad, de la desmesura del amor de Dios por el indio, están magistralmente escritos en este hablar del misterio de Dios desde los “Cristos azotados de las Indias”. ¿Es que se trata del lenguaje paradigmático de la Escritura, o del lenguaje prototipo del creyente, o del lenguaje por excelencia para hablar del amor? Estamos en busca, a la vez, de un lenguaje sobre el misterio de Dios y sobre el misterio del prójimo.

Evangelización y restitución de las Indias

Los significados de destrucción y restitución fueron centrales en la espiritualidad y la teología de la evangelización de Bartolomé de Las Casas. La oposición entre evangelización frente a destrucción es la misma que el antagonismo entre restitución frente a destrucción. Evangelizar significa restituir y “sacar el infierno de las Indias”, acabar con la destrucción.

Lo que va en contra de la evangelización es la destrucción, sus causas y sus portadores: “Destrucción significa ante toda muerte temprana e injusta de los indios, lugares que quedan desiertos; en una palabra, caída brutal de la población. Pero implica también el aniquilamiento de culturas autóctonas y la devastación del mundo natural. La defensa de la vida en estos tres niveles, dependientes los unos de los otros por lo demás, constituye una de las grandes motivaciones de la lucha de Bartolomé”.

Lo que va a favor de la evangelización es la restitución -”estorbar la muerte en las Indias”-, respetar irrestrictamente los “derechos humanos de los indios”: los derechos prístinos a la vida y la libertad, los derechos inalienables a la libertad religiosa y política de los pueblos. Las Casas llegará a plantear la retirada de conquistadores, encomenderos y funcionarios -portadores de la muerte en las Indias-, con el fin de que los indios puedan tener el espacio y el tiempo para recibir el Evangelio pacífica y libremente. El argumento -basado en la realidad indiana, en la Escritura, en la tradición y en la teología- será imbatible en su bella lógica evangélica, pero desencadenará una dura controversia con los poderes de ese mundo indiano e hispánico, y con quienes los sacralizaban y legitimaban.

La evangelización pacífica y respetuosa del conjunto de los “derechos humanos” de las personas y pueblos indios, así como una autentica conversión a “Cristo en el indio”, deben ir de la mano, necesariamente, con la restitución de estos derechos y libertades irreductibles. Es el “único modo”. El gran dominico, con argumentos de hecho y derecho, pero sobre todo desde el derecho de los indios a la proclamación del Evangelio de Jesucristo, plantea una serie de proyectos concretos o remedios para la restitución de las Indias: entre los más destacados están el “esquema comunitario” y las Leyes Nuevas.

La “república del buen gobierno” -o el “esquema comunitario”-, es presentada por Las Casas como un plan detallado de “un proyecto para establecer, en el respeto mutuo, comunidades libres de indios por un lado y pueblos de labriegos españoles por el otro, de modo que puedan convivir pacíficamente y ayudarse recíprocamente; considerando además, que las razas deben mezclarse ‘casándose los hijos de unos con las hijas de otros, etc.’” Es el primer proyecto del gran predicador y tendrá un papel seminal en su reflexión y acción. Se realizará, con frailes franciscanos y dominicos, en una región originariamente llamada Tierra de Guerra, que luego se va a llamar Vera Paz, en Nueva España (México): “ese rinconcillo muy chico de las Indias”.

Bartolomé de Las Casas dedicó toda su vida a luchar contra un orden -o mejor expresado, contra un desorden- colonial sustentado en el régimen de la encomienda y de la servidumbre letal del trabajo de los indios: “’a perpetua servidumbre y a la muerte que de ella sucedió y que suceder era necesario’”. Las llamadas Leyes de Burgos, promulgadas en 1512, establecieron definitivamente el régimen de la encomienda -es decir, la servidumbre y del trabajo forzado de los indios- como el principio y fundamento de la sociedad colonial. Esta norma y este ordenamiento jurídico teocrático y regalista establecieron un sistema basado en la inferioridad humana de los habitantes de las Indias, el adoctrinamiento forzado o la extirpación de idolatrías, y la ausencia de toda consulta o deliberación de los mismos indios y sus naciones. Señala Las Casas, con sólidos argumentos de hecho y de derecho: “’así, todo lo que se hizo y ordenó sin parte, contra todo derecho natural divino y humano’”.

Durante años, Las Casas dará una batalla, en el escenario indiano y el europeo, contra el horror legalizado sostenido en la muerte antes de tiempo de los indios: “El Octavo remedio y la Brevísima, ambas obras escritas en 1542, son aceradas armas que Las Casas usa en reuniones que desembocaran en la promulgación de las Leyes Nuevas”. Las Leyes Nuevas (1542-1543) cambian sustantivamente el régimen de la encomienda, a través de normas que reconocen las libertades de los indios. Una cuestión central de esta legislación fue que declaraba no hereditaria la encomienda: “Fue un momento importante en la vida de Las Casas signado por su notable influencia en la corte. No sólo su opinión tuvo un gran peso, en ese tiempo, en el nombramiento de obispos, ‘protectores de los indios’, sino que a él se le ofreció el obispado de Chiapas -este obispado le permitía, entre otras cosas, reforzar la experiencia de Verapaz y no estar alejado de la metrópoli-. Pero la reacción de los encomenderos indianos a las nuevas normas legales fue violenta y eficaz. La hostilidad contra Las Casas se agudizó y llegó a la amenaza física. Y, lo que es más grave, obtuvieron que Carlos V revocara lo medular (lo que más ‘escocía’ habría dicho Las Casas) de las Leyes Nuevas, en especial la norma que concernía al asunto de la herencia”.

Las Casas mira lejos, su mayor preocupación estaba en los dos epicentros de la muerte de las tierras indianas: “Su análisis lo lleva a presagiar que hay dos lugares en donde el asunto puede volverse realmente candente: México y Perú. Para los dos casos sugiere al rey saque de estos dos lugares a los ‘más peligrosos y belicosos’ encomenderos, unos veinte en Nueva España y otros tantos en Perú”. Los conquistadores emblemáticos de la conquista española, tanto en México como en Perú, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, serán vistos por el gran dominico como aventureros en pos del oro de las Indias.

Evangelización y restitución universal

Bartolomé de Las Casas vivirá durante sus últimos años con una preocupación central por el Perú; incluso intentó viajar junto con una misión de dominicos, pero naufragó en la partida de la travesía marítima y, finalmente, no llegó a venir a esta “tierra desventurada del Perú”: “La relación de Las Casas con el Perú es larga, compleja y finalmente decisiva en su pensamiento y acción. Tiene pronto noticia de lo que llama ‘apariencias de las riquezas del Perú’ (Carta al Consejo, 1534, V 58a). El oro de esas tierras golpea la imaginación de aventureros de toda laya, ávida de fabulosos tesoros. A la vez, o más bien por esa misma razón, llegan también nuevas de los destrozos ocasionados por ‘Pizarro y sus santos discípulos’ (Carta a un personaje, 1535, V 61b). Entre esos abusos está el despojo de que fue víctima Atahualpa ‘de su trono’, de ‘sus grandes tesoros’ y finalmente de su vida (ib. 61b)”. El gran dominico lanzó un combate sostenido: los indios “tienen derecho a recibir el Evangelio” y a los españoles “no les es lícito vivir de lo ajeno”; para ello, es necesario que las naciones indias elijan a sus propias autoridades y rijan sus propios destinos. Fundamenta la legitimidad del señorío inca en el Perú, así como la restauración de la autoridad del inca Titu Cusi Yupanqui en las Indias peruanas.

El eco lascasiano y la controversia de las Indias se harán sentir con fuerza en el Perú

Luego de la muerte de las Casas (1566), el virrey Francisco de Toledo -quien fue durante 13 años (1569-1582) autoridad real de los “peruleros”- ordena escribir un alegato para sacralizar y legitimar el régimen colonial, haciendo explícito su rechazo del pensamiento y la obra de Las Casas. El Parecer de Yucay, escrito por un fraile dominico por encargo del virrey, es un discurso que se sustenta en las posiciones teocráticas y regalistas de Ginés de Sepúlveda y de las viejas leyes de Burgos, e incursiona en extremos sorprendentes.

El Parecer de Yucay no deja de ser un documento histórico revelador de la mentalidad y los intereses particulares de los grandes encomenderos y funcionarios reales, así como de la reacción de los poderosos de este mundo, cuando sus intereses son afectados por la defensa de los derechos humanos, por la protección de los derechos prístinos a la vida y a la libertad, por la reivindicación de los derechos inalienables a la libertad religiosa y política de los indios. Poco después de la publicación del Parecer de Yucay, así como de toda la campaña virreinal, los campos de la muerte quedan preparados: Toledo ordena la ejecución del inca Túpac Amaru II y el levantamiento indígena es aniquilado.

Ésta es la trama histórica del surgimiento del gran cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala, quien percibe con madurez y creatividad -en la huella lascasiana- que la llegada de los europeos ha puesto el mundo indígena al revés: “Y no hay remedio”. En el camino de remediar esta inversión letal y en busca, a la vez, de “servir a Dios nuestro Señor” y a los “los pobres de Jesucristo”, recorre todo el territorio del Tawantinsuyo y escribe una crónica dirigida al rey de España, que es una manifestación del imaginario colectivo de los indios, realizada con una maestría sorprendente.

Interesa acá subrayar su utopía universal del buen gobierno: “le sugiere entonces al rey Felipe -teniendo en mente lo que antes sucedía en el Tawantinsuyo-, se convierta en ‘monarca del mundo […] para el gobierno del mundo y defensa de nuestra santa fe católica, servicio de Dios’, y que tenga bajo su autoridad a los reyes de las cuatro partes del universo: de las Indias (su propio hijo), de Guinea (es así como llama a África), de Roma (‘el rey de los cristianos de Roma y de otro rey del mundo’) y -sorprendentemente- de Turquía (‘rey de los moros del Gran Turco’). Estos cuatro reyes gozarán de la misma autoridad y deberán reconocer el dominio supremo de rey Felipe”.

Estamos acá frente al gran tema de la relación esencial entre evangelización, utopía y restitución en el siglo XVI, o entre evangelización, utopía y liberación en el siglo XXI. En esa huella lascasiana, la inspiración de Juan XXIII y del Concilio Vaticano II, y sus ecos en América Latina y el mundo, serán de una importancia trascendental.

4. Una palabra final: la utopía de “otras Américas mejores”

Gustavo Gutiérrez ha hecho camino al andar; el giro que exploramos se encuentra en la fusión de un gran pensamiento teológico y de un notable lenguaje poético. Ésta es la “estructura secreta” de nuestra búsqueda intelectual y vital que se abre paso dibujando una utopía entre dos cambios de época: desde “otras Indias mejores” en el siglo XVI hasta “otras Américas mejores” en el siglo XXI. Hay que esperar el libro de Gutiérrez sobre su hablar del misterio de Dios desde la opción preferencial por los pobres, en la criba de la modernidad y del cambio de época. Hay que aguardar sus nuevos escritos en gestación sobre una utopía para “estas y otras Américas mejores”.

Manuel Piqueras, “Hablar de Dios desde las Indias y las Américas”, en Esta y otra América andina mejor: la democracia como tragedia. Proyecto de tesis doctoral. Programa internacional de doctorado. Religión en diálogo. Universidad Johann Wolfgang Goethe. Fráncfort del Meno. Alemania.

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