En nuestro país, la criminalística, es decir, la ciencia aplicada a la investigación y descubrimiento del delito, se inicia a finales del XIX. En 1892, se crea el primer Gabinete de Identificación Antropométrica, que adaptó el sistema francés de Alfonso Bertillón, quien fue el primer policía en identificar a un asesino por sus huellas digitales. Fue el impulsor de la antropometría, una técnica de identificación basada en la medición de varias partes del cuerpo y la cabeza, marcas individuales, cicatrices y características personales del sospechoso; asimismo, estandarizó las fotografías de identificación y las imágenes usadas como evidencia (la foto del lugar del crimen antes de cualquier cambio o manipulación).
Un hito importante se dio el domingo 9 de julio de 1912. El diario El Comercio informaba sobre la nueva oficina de identificación por el sistema dactiloscópico en el Callao, la primera en el país: “El sistema dactiloscópico, del que nos hemos ocupado no hace mucho, es indudablemente el más seguro y perfeccionado de los medios de identificación conocidos hasta la fecha y su incorporación en nuestra naciente institución policial, constituye elemento de progreso y adelanto muy apreciables. Casi todos los países lo han adoptado ya, y en los congresos científicos de Buenos Aires y Santiago, ha sido consagrado, recomendando su adopción. La adopción del nuevo método en el Perú, significa pues, la uniformidad en el procedimiento de identidad con la Argentina, Brasil, Uruguay, Chile Bolivia, para solo referirnos a Sud América, y el establecimiento con estos países del intercambio de fichas, lo que permitirá hacer labor común de defensa social contra los elementos perniciosos de la sociedad”.
El 25 de noviembbre de 1914 se creó, ahora en Lima, el servicio de identificación de ficha dactiloscópica al frente de esta sección al Doctor Maximiliano González Olaechea. Este es el antecedente más definido de la creación de la Policía de Investigaciones del Perú. Finalmente, durante el gobierno interino del general Óscar R. Benavides, el 15 de abril de 1915, se estableció el Gabinete de Identificación. Con la intervención del doctor Luis Vargas Prada, se introdujo el sistema de identificación dactiloscópica Vucetich; meses mas tarde, este gabinete contaba con 4,235 fichas de identificatorias.
Luego vinieron los estudios de Óscar Miro Quesada de la Guerra, profesor de la Facultad de Jurisprudencia de San Marcos. En 1922, publicó su estudio Antropología Criminal, en la que en el primer capítulo (“Crimonogenia”) estudia los factores que engendran el delito, mientras que en el capítulo siguiente (“Criminalística”) aborda los medios para descubrirlo y prevenirlo.
El 3 de julio de 1922, como consecuencia de la reforma policial emprendida por el gobierno de Leguía, que trajo una misión española, se creó la Escuela de Policía de la República; una de sus secciones fue la de “Investigación y Vigilancia y su anexo de dactiloscopia” (se generaliza el Sistema Dactiloscópico del español Federico Oloriz Aguilera). Luego, en 1929, se especificaron las funciones de correspondían a la Guardia Civil y al Cuerpo de Investigación y Vigilancia. Fue así que, en 1933, se inauguró en el local de la Prefectura de Lima (El Sexto) el “Laboratorio de Técnica Policial”. Finalmente, en 1937, se creó el Laboratorio de Criminalística en el interior del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, llamado luego Policía de Investigaciones del Perú (PIP).
EL ESCÁNDALO DE LA FAMILIA ROCATAGLIA (1908).- El protagonista de esta historia fue un italiano radicado en el Perú, José Rocataglia, de quien se dice que era duro, avaro, silencioso, además de vivir solo y cuyo único objetivo y fin de vida era su trabajo. No se le conocían ni familia ni amigos. Se dedicaba a alquilar los altos de El Jardín de las Delicias, un “recreo” fue frecuentado por los limeños de la Lima del 900, ubicado en la calle Malambo (Rímac).
Don José llegó a Lima como muchos italianos, sin un centavo en el bolsillo y, con el tiempo, arrendó Las Flores, un fundo en el valle de Piedra Liza. Se quedó soltero por vocación, pues consideraba que la mujer era un rubro más en los gastos. Su casa en El Jardín de las Delicias era un lugar solitario y oscuro, hasta que se fue llenando de familiares que vinieron desde Italia. El primero en llegar fue Antonino, sobrino mayor; después, Carlo, el hermano de Antonino; y, finalmente, doña Luisa, madre de Antonino y Carlo. Al sobrar habitaciones, no hubo problemas para acogerlos, aunque el tío José los acogió en silencio. De lo que se sabe, a la única persona que don José deseaba tener cerca en su hogar era a doña Carlota Boerro viuda de Rocataglia, su madre, pero ella se resistía a cruzar el océano y abandonar su Italia natal.
Todo ese mundo, aparentemente, tranquilo, cambió radicalmente cuando se encontró el cuerpo de don José tendido boca abajo en las afueras de la ciudad, cosido a puñaladas. Se dijo que habían sido “bandidos”, que a veces atacaban a algún hacendado: el arrendatario de Las Flores se habría tontamente y lo mataron. Eso fue lo que se afirmó en los diarios, pero pocos creyeron la versión. De esta manera, el vecindario comenzó a espiar los altos de El Jardín de las Delicias de la calle Malambo. Mientras tanto, los “deudos” organizaron un entierro de lujo, con capilla ardiente y un ataúd ovalado con forro interior de terciopelo, una verdadera joya que el difunto jamás se habría permitido. Esta exagerada generosidad dio demasiado que hablar.
Hasta 1908, la policía aún no podía ingresar a la intimidad del hogar. Lo más leído eran las notas de crímenes y policiales llegaban por correo de Ultramar o Buenos Aires. El crimen local carecía de interés, parecía rudimentario o impremeditado. Pero el crimen de Rocataglia animó la escena criminalística nacional.
Se abrió una hipótesis: José Rocataglia solamente vivía para trabajar. Su hermana Luisa protegía a sus hijos Antonino y Carlo. Los sobrinos codiciaban la fortuna construida por su tío. Lo más simple e inocente sería interesarse por el testamento. El italiano moriría intestado. De esta manera, ellos se quedarían con la fortuna sin mucho esfuerzo y no se levantaría sospechas. Para ello se podría encomendar a doña Luisa para que sondee al viejo José; un gruñido fue la respuesta. Ninguna cabeza desconfiada podría imaginar la trampa tendida.
Los sobrinos Rocataglia tomaron la decisión y contrataron un asesino. Se desconoce los pormenores de cómo lo contactaron, los términos del acuerdo, los planes posteriores, pero la mañana del 7 de julio de 1908, José Rocataglia amaneció muerto. Todas las semanas que siguieron al crimen no se obtuvo información. La familia tenía siempre coartadas impenetrables, especialmente construidas por Antonino. A falta de mejores pistas, se pensó que pudo ser una venganza debido a que Rocataglia era un patrón avaro y despótico, pero esta hipótesis pronto se cayó. La familia dejó pasar un tiempo y comenzaron a realizar el papeleo respectivo con sumo cuidado. Contrataron a un abogado de prestigio, presentaron los papeles de doña Carlota Boerro, heredera universal de todos los bienes. La sucesión intestada comenzó a resolverse mientras que del crimen no se sabía nada.
La sospecha sin solución se hizo evidente cuando los sobrinos se presentaron en el Callao con pasajes de ida a Panamá. Era el movimiento esperado: la policía los atrapó antes de abordar. Pero las coartadas de los sobrinos seguían siendo perfectas. Se habían despedido con una gran fiesta, llevaban encomiendas de las amistades y vendieron la cancha de bochas que administraban en sociedad y con ese dinero compraron los pasajes. Partían a Italia por unos documentos que doña Carlota les entregaría personalmente. Habían ocultado entre el equipaje cartas y papeles confidenciales que repetían escrupulosamente su versión de los hechos. El juez los retuvo mientras pudo.
Súbitamente apareció un testigo tardío que dio la descripción de un hombre que huía del escenario del crimen. Un pantalón fue la pista que siguió la policía hasta dar con un hombre llamado Manuel Camacho. Respondía justamente a la descripción dada y tenía un pantalón que reconoció el testigo. La clave en el pantalón era que había unas enigmáticas manchas de óxido que solamente podía ser sangre.
El caso Rocataglia tomó un giro sensacional. Los peritos examinaron el pantalón practicando un análisis químico. Las manchas parecían ocultar un caso perfecto. Sin embargo, el resultado del análisis fue decepcionante: zumo de plátano y ni rastro de sangre. La policía, sin ser demasiado científica, mantuvo a Camacho en prisión. En cambio, Antonino y Carlo, gracias a su buen abogado, obtuvieron la libertad y partieron en el primer barco que salía del Callao. La tormenta se recayó a doña Luisa.
Doña Luisa Rocataglia, viuda de Porchella resultó ser un personaje siniestro. Ella continuó viviendo en Lima y complicó y enredó la trama, aunque antes tuvo que morir otro inocente. El viejo tío José tenía secuestrada a una muchacha (o sobrina, no se sabe exactamente) que esperaba un hijo suyo. Le herencia habría de ser para este vástago indeseado si doña Luisa no tomaba en sus manos este asunto: la muchacha bebió una de sus pócimas que precipitó el parto fatal. Entonces intervino la autoridad: dos muertos en los altos de El Jardín de las Delicias era demasiado.
Ahora sí, cuando la policía ingresó al hogar de los Rocataglia, comenzó a descubrir una intriga de odios y vilezas familiares. Una evidencia sacó a la luz a la otra. Apareció el autor material del crimen, el asesino a sueldo llamado Feliciano Casquero, muy parecido físicamente al pobre Manuel Camacho, que estuvo preso más de un año por tener un pantalón “manchado” de sangre. Doña Luisa terminó sus días en el pabellón de mujeres de la cárcel de Santo Tomás[1]. Cuando la conspiración salió a la luz, solamente quedaban ella y una sobrina pálida e inocente en los altos de El Jardín. Antonino y Carlo desaparecieron para siempre. La herencia del tío José se fue diluyendo en costos judiciales y tasaciones. Al final, el “prestigioso” abogado alzó con todo.
Así quedó cerrado el caso Rocataglia, con doña Luisa en la cárcel y sus hijos fugitivos en algún lugar del mundo, sufriendo el enorme castigo de no volver a ver nunca más a su madre.
EL CRIMEN DEL HOTEL COMERCIO (1930).- En la tercera planta del Hotel Comercio, el 24 de junio de ese año, se cometió el primer gran crimen de la historia policial limeña: el descuartizamiento de Marcelino Domínguez (ciudadano español) a manos de Genaro Ortiz (otro ciudadano español), ambos socios de negocios. El hotel se ubicaba en la esquina del Jirón Carabaya con el Jirón Ancash (al lado de Palacio de Gobierno), en la calle Pescadería. El cuerpo fue guardado en dos maletas. Ortiz fue capturado en Panamá y trasladado a Lima.
¿Quiénes eran? Genaro Ortiz y Marcelino Domínguez fueron dos españoles (gallegos, luego se dijo) que llegaron a Lima en busca de fortuna. Dicen que eran pobres, ambiciosos y avaros. En Buenos Aires habían sido mozos de café y en Bolivia fungieron de croupiers (empleados de casino). Eran dos tipos elegantes, pues conocían las ventajas de la buena presencia. El primer día que llegaron a nuestra capital salieron a conocer la ciudad. Al día siguiente, disfrutaron de un partido de fútbol en el viejo Stadium Nacional (se enfrentaba un equipo paraguayo con el Aurora de Arequipa); más tarde los vieron juntos en la Sastrería París y el la Relojería Rugby. ¿Cuáles eran sus planes en Lima? No se sabe. Quizá “cazar” una mujer rica.
No tuvieron tiempo de saber cómo irían sus planes porque a la tercera noche discuten por unos centavos en la habitación 89 del Hotel Comercio y Genaro mata a Marcelino con un golpe de martillo[2]. El asesino intenta “salvar el pellejo” y decide deshacerse del cuerpo y desaparecer. ¿Qué pasos siguió? Lee en el periódico que la familia Buendía alquilaba una habitación en la calle Concha 356 (tercera cuadra del Jirón Ica) por 40 soles. Compra un cuchillo de cocina y un frasco grande de desinfectante a base de amoniaco. Tarda toda la noche en seccionar el cuerpo de Marcelino y lo acomoda en dos maletas. Al día siguiente, el 25 de junio de 1930, se presenta en la dirección señalada con el “equipaje”, cerró con candado la habitación y dijo que luego regresaría por sus maletas. Nunca regresó pues cogió un barco con dirección a Panamá.
Días después, algo raro en el ambiente inquieta a la familia Buendía, que solía sentarse a la mesa todos los días a las 6 de la tarde. Mientras servían la sopa, el jefe de familia termina sintiendo una fetidez generalizada cerca de la puerta del cuarto de alquiler y llama a la Policía (Comisaría de Monserrate). Era el 1 de julio. El comisario descerrajó la puerta y encontró dos maletas a punto de reventar. Ya en la Morgue, abrieron las maletas y vieron el cuerpo de un hombre seccionado en seis partes. En una maleta estaba el tronco del cuerpo decapitado con los brazos unidos; vestía un saco de casimir oscuro y un chaleco de la misma tela. En la otra maleta, se encontraron la cabeza y las piernas dobladas de tal manera que todo cupiera. En ambas maletas, el cuerpo seccionado estaba envuelto en ejemplares de los diarios capitalinos El Comercio, La Prensa y El Tiempo, y La Época de Rosario[3].
El médico legista, Américo Accinelli confesó que, en 10 años que llevaba en la Morgue, era la primera vez que dejó de comer un día entero. El resultado de la necropsia dijo que se trataba de un hombre de aproximadamente 30 años de edad y de una estatura de 1.65 metros; en la cabeza presentaba en al parte izquierda del frontal una fractura que mostraba la masa encefálica al descubierto producida por un arma contundente.
El crimen del Hotel Comercio superó toda la cobertura que recibieron anteriores sucesos de sangre en Lima. La primera en declarar fue la señora Buendía. Dijo que el inquilino era alto, atractivo, de ojos verdes y de aspecto extranjero: “cuando se acercó a mí, me envolvió con su perfume, un caballero distinguido, un artista tal vez”. Luego se supo que usaba un perfume llamado Imán de Coty. Fue tal el escándalo de sangre en Lima que la cobertura alcanzó el morbo, con descripciones muy detalladas de los hechos que horrorizaron a señoras, señoritas y jóvenes. Muchos padres de familia, por ejemplo, se vieron obligados a arrancar la página policial del periódico antes de llegar a casa. Lima, por fin, tenía un crimen como las grandes ciudades: “uno de esos crímenes horripilantes y sabios que son moneda corriente en Londres Nueva York, Berlín o Chicago”, comentó Clemente Palma.
Mientras tanto, Genaro Ortiz fue capturado en Panamá, sin oponer resistencia, y devuelto al Perú en el vapor Aconcagua. Un gran acontecimiento fue su desembarco en el Callao: varios miles querían ver al descuartizador, especialmente mujeres: “Desde temprano crecida cantidad de público habíase congregado en el muelle y cerca de los desembarcaderos. La plaza vecina presentaba también animado aspecto. A medida que transcurrían las horas, la muchedumbre se hacía compacta calculándose en varios miles de personas” (El Comercio, miércoles 5 de agosto de 1930). En efecto, se desató una especie de conmiseración y simpatía femenina ante el “apuesto” criminal. Como si esto fuera poco, un leve temblor sacudió la ciudad aumentó la tensión entre la muchedumbre que esperaba. Como anota Luis Jochamowitz, “la policía trató de burlar el asedio utilizando el muelle de la Escuela Naval, pero cuando Ortiz ya estaba en tierra cuatro señoritas lograron acercarse y una de ellas le entregó una medalla de santa Teresita del Niño Jesús. Dos cuadras más adelante, la caravana fue interceptada por la multitud y otra mujer logró subir al pescante del coche”.
En El Sexto, en presencia del Juez, Ortiz relató que el móvil del crimen fue una discusión por el reparto de un botín producto del robo de alhajas en Bolivia, que ingresaron ilegalmente al país por la frontera de Puno. Que, efectivamente, el 24 de junio de 1930, después de almorzar, sostuvo una discusión con su compatriota en el interior de la habitación del tercer piso del Hotel Comercio. Que, al calmarse los ánimos, Marcelino Domínguez se recostó en el catre cerca a la pared quedando dormido, lo que aprovechó Ortiz para agenciarse de un martillo y propinarle el golpe en la cabeza, herida que produjo que emane mucha sangre y manche el piso y catre, procediendo a limpiarla con una toalla y un balde agua para no dejar restos hemáticos. Que una vez muerto su amigo y detenida la hemorragia, pensó cómo deshacerse del cadáver, ideando descuartizarlo, adquiriendo dos maletas, para luego llevarlo a la pensión donde dejó abandonada a la víctima y huir del país con identidad cambiada. En relación al robo, se telegrafió a Bolivia, donde la agraviada recuperó sus alhajas.
El descuartizador quedó sentenciado por muchos 25 años. Fue recluido en la celda número 85 de la Penitenciería de Lima, que la empapeló de amarillo y con figuras de revistas. Sin embargo, su reclusión no impidió que la prensa lo buscara. En El Comercio, por ejemplo, publicó una breve autobiografía. Otro tabloide publicó una serie de capítulos titulada “La vida anecdótica y sentimental de Genaro Ortiz”, a cargo de un español llamado Carlos del Mar, quien había compartido celda durante 22 días con Ortiz por una calumnia femenina finalmente aclarada. Era la vida del descuartizador desde su infancia en Galicia hasta el día fatal en el Hotel Comercio.
Pero lo más interesante fue la “alianza” entre las mujeres y el descuartizador. Cuentan que a su celda llegaban estampas, escapularios y dulces dejados por decenas de mujeres en la portería de la prisión. Una mujer, Tula Puente, fue su fiel “compañera”. Su nacionalidad chilena y su oficio de “artista” o “corista” obviaban más comentarios. Su “biógrafo”, Del Mar, decía que se conocieron en Valparaíso cuando probaba fortuna en las ruletas de los casinos y que en Lima “estalló” el amor entre ambos, ahora en circunstancias difíciles. Los diarios se prendieron de la chilena y la policía la hostigaba. La mujer dio una breve entrevista a La Crónica:
P. ¿Y usted ama a Genaro Ortiz?
R. Entrañablemente…
P. ¿No le inspira ningún temor? ¿No se le ocurre que podría descuartizarla también?
R. ¿Y no cree usted que sería una dicha morir en manos del ser a quien se ama? Pensar en eso me produce una voluptuosidad innegable.
P. No es creíble lo que se dice, a menos que sea una aprovechada alumna del marqués de Sade.
R. Seré lo que ustedes quieran, pero es absolutamente cierto, lo amo.
A Tula Puente se le perdió el rastro. Pasados los años, un indulto por Fiestas Patrias, dejó libre a Ortiz. Nunca regresó a Galicia, donde estaban su madre y hermana. Prefirió quedarse en el Perú y pasar inadvertido con otro nombre. A mediados de los años 50, alguien lo reconoció en un ómnibus a Chimbote y el “descubrimiento” estalló en la prensa. En esas circunstancias, la revista Caretas lo defendió en un artículo y pidió que lo dejaran en paz, pues ya había pagado sus culpas. A los días, un hombre desconocido, con lentes oscuros, se presentó en la redacción de la revista y pidió ver a Doris Gibson, la directora. Era el descuartizador del Hotel Comercio. Se quitó los anteojos y agradeció, casi con timidez, la defensa. Después se alejó a pie por el Jirón Camaná y se confundió entre la gente. Nunca más se supo de él.
Cabe anotar que, inmediatamente después del crimen, los propietarios del Hotel Comercio borraron el número 89 de la habitación que ocuparon los españoles. Nadie quería alojarse en los ambientes donde el trastornado Genaro Ortiz perpetró su despedazamiento.
EL “MOUNSTRUO DE ARMENDARIZ” (1954).- Ese fue el año de célebre “Monstruo de Armendáriz”, Jorge Villanueva Torres, 35 años y de raza negra, quien fue acusado de violar y matar a un niño de cuatro años.
¿Quién era Villanueva? En su niñez, Jorge Villanueva fue un “pájaro frutero”, nombre que se le daba en esa época a los niños ladrones o “pirañitas” de hoy. En su juventud, un ladronzuelo en los tranvías, atiborrados de gente, que surcaban Lima. A sus 35 años, ya había pisado la cárcel y era conocido como vago y ladrón de poca monta en las comisarías.
El jueves 9 de setiembre de 1954, los titulares de los diarios sacudieron a una Lima de apenas medio millón de habitantes, con una noticia horrenda: el hallazgo del cadáver de Julio Hidalgo Zavala, un niño de 3 años y medio, en una covacha en la zona de la Quebrada de Armendáriz, zona limítrofe entre Miraflores y Barranco. El cuerpo fue encontrado en posición decúbito ventral (boca abajo) y, basándose en este indicio, las autoridades policiales y la prensa comenzaron a elaborar la versión del “anormal” que habría violado al menor. Así nació la historia del “Monstruo de Armendariz”, que fue un compendio de todos los prejuicios y temores de la Lima de entonces.
El caso y el posterior juicio desataron, además, del sensacionalismo de la prensa, el horror y morbo de la opinión pública. “El protocolo de la autopsia estableció que no había signos de violación; ahora, la incógnita es despejar si en realidad se trata de un crimen”, dijo el capitán comisario de la Guardia Civil a El Comercio (12 de setiembre de 1954). De nada valió el informe de la autopsia, más valió lo que inventó la opinión pública. Las declaraciones de los vecinos “retrataron” al feroz criminal: un sujeto de baja estatura, azambado y de ojos rasgados. Así empezó una verdadera cacería de brujas y las autoridades detuvieron a todo individuo con estas características.
Luego, un turronero, Uldarico Salazar, que trabajaba en la calle Atahualpa, donde vivía la familia de la víctima, afirmó que el homicida le compró una melcocha para el niño y se lo llevó de la mano. Luego de varias detenciones, una semana después, los diarios exhibían a Jorge Villanueva Torres como el asesino: “Lo han hecho confesar”, celebraba la prensa. A pesar de que el protocolo de autopsia de la víctima señaló nunca hubo violación, la prensa lo calificó de depravado y de violador. Villanueva declaró “con lujo de detalles y en forma tranquila y espontánea” que asesinó al niño Hidalgo después de haberlo llevado por el lado posterior del Zoológico de Barranco; lo condujo con engaños hasta una de las cuevas que hay en ese lugar. Detalló que dio muerte al niño cuando, al comenzar éste a llorar y escuchar voces, temeroso de ser descubierto en sus propósitos deshonestos, le tapó la boca con su mandil y luego aprisionó la cabeza del pequeño contra la tierra, hasta causarle la muerte.
Carlos Enrique Melgar, conocido abogado aprista, defendió a Villanueva. Alegó que su patrocinado se había declarado culpable bajo tortura y que no era suya la camisa manchada en sangre con la que supuestamente había sido capturado en una huerta de Surco. Sus argumentos fueron rebatidos por el turronero de la calle Atahualpa quien, además de decir que le vendió el dulce con el que sedujo al niño, mostró como prueba “irrefutable” una moneda de 20 centavos (el costo del paquete de turrón) y con ella marcó la suerte de Villanueva (ver Caretas 281). “Con indicios no se condena a muerte. No hay convicción, miente el turronero. En caso de duda hay que estar a lo favorable al reo”, dijo el abogado Melgar, pero de nada sirvió. Transcurrieron casi tres años de juicio y el abogado defensor solo logró que se retire el cargo de violación. Pero los jueces, sometidos a la presión popular, condenaron a muerte a Villanueva por homicidio.
Así llegó el día “esperado”. Al promediar las 5:30 de la madrugada del 12 de diciembre de 1957, el tristemente célebre “Monstruo de Armendariz” fue sacado de su celda en la Penitenciaría de Lima con dirección al patio sonde sería ejecutado. Estaba esposado, descalzo y vestía un gastado overol azul. Víctor Maúrtua, quien se desempeñó como médico legista durante el caso, presenció la ejecución. Le colocó “la escarapela”, un pedazo de cartón cubierto con un trapo negro en la zona del corazón como guía para los verdugos.
Según Maúrtua, “me llamó la atención que hasta el último momento insistiera en su inocencia. Pedí el expediente del caso y me dijeron que estaba perdido. Pero logré conseguir el protocolo de autopsia y no hay evidencias que prueben el crimen”. El su libro La pena de muerte y los delitos de violación, ensaya una teoría para la desgracia de Villanueva: fue víctima de la “monstruitis”, un fenómeno que se difunde a través de los medios de comunicación, creadores de seres siniestros que aterrorizan a la sociedad y la hacen clamar por la aplicación de una terapéutica radical: la pena de muerte. Para el conocido cronista de El Comercio, Manuel Jesús Orbegoso, que siguió el caso, a Villanueva se le juzgó más por negro, vago y ladrón que por asesinar a un niño: “Lo peor de las ejecuciones que he presenciado es no tener la certeza de que el reo era culpable”.
Pero el infortunio persiguió a Villanueva hasta después de su ejecución. En 1996, un periodista de El Comercio buscó su tumba en el cementerio Presbítero Maestro y descubrió que sus restos tuvieron que ser incinerados por falta de pago en 1964. Su historia dio origen a un mártir entre los presos, una canción (de Los no sé quién y los no sé cuántos) y una película (Muerte al amanecer, de Francisco Lombardi, 1977), pero a pesar de todas las pistas de su inocencia, nunca dejaron de llamarlo “Monstruo”.
EL “CASO LUZA” (1966).- Este fue el año del famoso psiquiatra Sigisfredo Luza, antes de ser conocido también como el autor de las más espectaculares maniobras psicosociales del SIN, como hacer “llorar” vírgenes de yeso (Callao). Fue condenado a ocho años de prisión por un crimen pasional.
¿Quién es este psiquiatra? El doctor Segisfredo Manuel Luza Bouroncle (Arequipa, 1928), según entrevista a Caretas (edición 1839, 9 de septiembre de 2004), decidió su profesión en un ómnibus, mientras regresaba de un viaje de vacaciones. Habría querido ser gastroenterólogo pero se decepcionó de una especialidad que, según él, solo le exigía saber que existía la belladona, el bicarbonato y los antidiarreicos. También intentó forjarse como cirujano, pero era torpe de manos: “En mi primera práctica me amarré el dedo con el intestino del paciente”. Entonces, acostumbrado a lecturas sicológicas, le tocó la puerta al famoso Honorio Delgado y le confesó su vocación. El doctor Delgado le dijo: “Primero lee la Psicopatología General de Karl Jaspers y luego regresa”. Eran dos libros enormes, “alucinantes, formidables”, que el joven Luza devoró rápidamente. Y regresó. Honorio Delgado lo llevó al Larco Herrera y comenzó su formación: “Me encantó el Larco Herrera, tanto que me quedé a vivir ahí, además, los locos comían muy bien”. En 1955, se graduó en la Facultad de Medicina de San Fernando con el primer puesto de su promoción. En 1957, obtuvo el grado de doctor en psiquiatría en la Universidad de Heidelberg (Alemania), con el título de Doctor Cum Sum Laude. En 1966, su historia personal cambió radicalmente debido a un sonado crimen. El juicio duró cuatro años y, al salir de prisión, Luza empezó su controvertida carrera de estratega psicosocial al servicio, primero de la OCI y luego del SIN, aunque él siempre lo haya negado (Caretas 403). Ahora vive la segunda etapa de su existencia. Tiene un hijo, Alexander, de su segunda esposa fallecida hace diez.
¿Qué ocurrió? En octubre de 1966, Luza, que tenía como paciente y amante a Marta Vértiz, en un arrebato de celos, mata a Fares Wanus, de 20 años. Pero resultó que Wanus era homosexual. Al parecer, el romance entre la víctima y Martha Vértiz habría sido simplemente una estratagema para despertar los celos del siquiatra y apurarlo a cumplir su promesa de divorciarse de su esposa.
En efecto, este supuesto “triángulo amoroso” estuvo en boca de los limeños en la década de los sesenta. ¿Fue un crimen pasional o arrebato de demencia? Diversas razones fueron invocadas para explicar por qué Luza, un psicoanalista de prestigio, cometió el homicidio. El “triángulo” no era perfecto porque después se supo que Wanuz era homosexual y que la dama en disputa, la pintora Martha Vértiz, estaba dispuesta a todo por divorciar a Luza y unirse a él en matrimonio.
El doctor conoció a Martha Vértiz en 1963 cuando la familia de la chica la llevó a su consultorio de la avenida Guzmán Blanco para superar una decepción amorosa. El romance entre ambos comenzó muy rápido, a pesar de la diferencia de edad: Luza tenía 40 años; Vértiz, 25. Pero la edad era lo de menos; el verdadero problema es que Luza estaba casado con María Teresa Díaz de Rávago Bustamante[4]. Al parecer, luego de vagas promesas o juramentos, Luza viajó con su esposa a Europa y Martha quedó abandonada. La pintora no se quedó atrás (“deshojando margaritas”) y comenzó a frecuentar cafés, bares y discotecas. En esas desenfrenadas incursiones conoció a Wanuz, un joven bohemio y desempleado que la introdujo en las noches limeñas de vicio y desorden.
Cuando Luza retornó de su viaje matrimonial, citó a Wanuz a su consultorio. Fue el 13 de octubre de 1966. Durante el juicio, el psiquiatra dijo que trató de aconsejar al joven pidiéndole que cuidara de Martha, pero que él reaccionó de mala manera. Dijo que Fares lo atacó con un martillo y que se vio obligado a empuñar la Browning que tenía sobre su escritorio. Fue así que el cuerpo del joven recibió 15 tiros. Las horas siguientes fueron para el psiquiatra de angustia y pánico, hasta que, la madrugada del 14, se presentó ante la policía y confesó el crimen.
El juicio duró cuatro años. Su abogado, Carlos Enrique Melgar, alegó defensa propia y cierto tipo de alteraciones mentales, por lo que Luza fue condenado a ocho años de prisión (según el Código Penal de la época, una persona sana hubiese tenido pena de muerte)[5]. Cuando salió libre, inició su polémica carrera de estratega psicosocial al servicio, primero de la OCI (años de Velasco) y luego del SIN (época de Montesinos). La muerte de Wanuz quedó en el olvido.
Hasta 1970, el instrumento más complejo que tenía la Policía para analizar al delincuente era un detector de mentiras comprado 20 años antes, y que fue casi inaugurado con el sistema nervioso de Luis D’Unian, más conocido como “Tatán”.
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Nota.- Para los crímenes de los Rocataglia y del Hotel Comercio hemos utilizado como fuente básica el libro de Luis Jochamowitz, El descuartizador del Hotel Comercio (Lima, 1995).
[1] Fundada en 1892 por el gobierno del general Remigio Morales Bermúdez, estaba ubicada en la iglesia del mismo nombre por el Mercado Central; en 1898, se le agregó la Escuela Correccional de Mujeres, destinado a niñas con “inconductas” sociales. Cuando la cárcel y el correccional se mudaron, funcionó allí el Colegio Mercedes Cabello.
[2] También se especuló diciéndose que el móvil del crimen fue un asunto ideológico; esto es, que los dos eran de ideas extrañas y que vinieron a Sur América autorizados por la Central de Partido Internacional al que pertenecían. Ya habían visitado Uruguay, Argentina, Paraguay y Bolivia. Los manejos observados por Marcelino Domínguez, no encuadraban la línea o norma del Partido; y se comentó después del asesinato, que Genaro Ortiz estando en Lima, mediante claves, recibió órdenes para que dé cuenta de su acompañante que estaba cayendo en traición, o sea, eliminarlo. Se dijo que Genaro Ortiz planeó el crimen sin provocar reyerta y, ese día, compró dos bisturíes y un martillo chico con uñas. Marcelino Domínguez debería escribir algunos informes y al menor descuido, descargarle, sin muchos titubeos, a la altura de la sien derecha un preciso golpe con el martillo. Y así lo hizo. Y con ese golpe se desplomó para siempre la víctima.
[3] Además, “en uno de los bolsillos del chaleco se encontró una papeleta de joyería y relojería Soto González, sita en la calle Pescadería y fechadas el 21 del mes próximo pasado, según la cual consta que don Marcelino dejó a componer allí un reloj marca ‘Rugby’. Otro papel que dice más o menos lo siguiente: ‘Domínguez: de parte de Bardoso que la carta y contrato no lo manden a La Paz por el momento sino la semana entrante’. Está firmado por Bardoso y lleva la fecha 16 de junio último. Se encontró además, un pequeño montadiente, un trozo de lápiz y un paquete de hojas ‘Gillete’. Y en los bolsillos del saco, medio paquete de cigarrillos ‘Inca’, una caja de fósforos y una papeleta de la sastrería del señor Mavila, según lo cual consta que don Marcelino Domínguez, el 21 de junio, día sábado, entregó cinco libras peruanas a cuenta del total de la hechura de un terno que mandara confeccionar en dicho establecimiento. Todos estos papeles y especies quedaron en poder del juez del crimen, doctor García Calderón” (El Comercio, miércoles 2 de julio de 1930).
[4] Luza estaba casado con esta limeña de alta sociedad desde el 14 de septiembre de 1955. Se dijo que como era “fría y distante”, Luza habría encontrado en la joven Martha Vértiz la pasión que le faltaba en su matrimonio.
[5] IMPORTANTE: Circuló mucho por Lima la versión de que Luza mantenía, desde antes de su viaje a Europa, una relación (homosexual) con el joven Wanuz; el “crimen pasional”, entonces, no era por Martha Vértiz sino por una amorío entre ambos. Uno de los que sostiene esta versión es el famoso escritor colombiano Germán Castro Caycedo, quien vino a Lima y se entrevistó con mucha gente para realizar una novela sobre este caso que trascendió nuestras fronteras.
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