Algunas notas sobre la tapada limeña

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Sumilla.- Según el   diccionario de Alberto Tauro del Pino, la tapada era la mujer limeña cuyo   rostro se ocultaba discretamente bajo un manto dispuesto de tal forma que   apenas dejaba ver un ojo.

Fue una de las notas pintorescas de la ciudad desde los tiempos inmediatos a su fundación, y duró hasta mediados del siglo XIX, ya en tiempos republicanos, cuando llegó la moda desde París gracias a la bonanza guanera. Por lo tanto, tuvo una duración de poco más de 300 años. La costumbre se adoptó por imitación de una fugaz moda entre las mujeres sevillanas (el velo “islámico” de influencia mora). En 1590, cuando hizo su entrada a Lima el virrey García Hurtado de Mendoza, abundaban las tapadas.

Intentos de prohibición.- El marido podía no reconocer a su esposa y flirtear con una desconocida, por lo que el atuendo fomentaba la transgresión. Por ello, la a Iglesia y la Corona intentaron varias veces prohibir las tapadas. Había multas por vestir así pero no sólo fue inútil sino que de hecho la prohibición estimuló más esta usanza. La primera ordenanza que prohibía el uso del manto se dio en el año 1561 por Diego López de Zuñiga y Velasco, cuarto virrey del Perú; no tuvo éxito. Entre 1582 y 1583, el Tercer Concilio Limense declaró que incurrían en falta las tapadas. Por esa anónima coquetería que se permitían, el arzobispo Toribio de Mogrovejo propuso su prohibición en el Concilio Limense de 1601, pero fracasó. Lo mismo intentaron los virreyes Marqués de Montesclaros, Marqués de Guadalcázar y Conde Chinchón, pero tampoco tuvieron eficacia. Según algunos testimonios, cuando el Cabildo de Lima celebró la proclamación de la Independencia, las tapadas colmaron la parte inferior del salón y mantuvieron un fuego graneado de bromas e insinuaciones con los caballeros presentes.

La vestimenta.- Uno de los distintivos de la vida en la Lima virreinal era el lujo en el vestir. Los vestidos eran de las más finas telas. Las sedas, los encajes y los bordados decían del gusto exquisito de las tapadas y de la opulencia de la época. La moda, incluso en la saya, imponía su norma. Se conocieron hasta cinco clases: la de canutillo, la encarrujada, la de velo, la pilitrica y la filipense. Asimismo, para ciertos días, como la asunción y San Jerónimo, usaban la saya de tiritas, famosa por el carácter de pobreza o mendicidad que infundía en la tapada.

Cabe aclarar que la tapada se tiene por peruana, casi exlusivamente limeña, y se le supone ya adoptada hacia 1560. Se sabe que en México la virreina Teresa de Castro y su numerosa servidumbre adoptaron esta indumentaria en homenaje a las limeñas. En Nueva España se les llamó “enfundadas” a estas tapadas, aunque la moda duró muy poco. Pero en México solo fue una moda.

Según Carlos Prince, la saya era una especie de vestido hecho en seda muy fina, negra,   castaña, azul o verde, que las cubrían de los pies a la cintura, con una   hebilla o cintas en esta parte para podérsela ajustar, de modo que   demostrarán todas sus formas. El manto   era como una toca de seda negra que se ataba en la cintura, subiendo por la   espalda hasta encima de la cabeza, cubriendo el rostro enteramente, de modo   que no permitía ver sino un ojo. Cabe destacar que una de las últimas   modificaciones que sufrió la vestimenta fue ya en el siglo XIX, que consistía   en pañolones y zapatos de raso elegantes, medias de seda que ”aprisionaban”   el pie.

¿Qué perseguía la limeña con este disfraz o indumentaria? Para algunos, cabría una respuesta casi freudiana: la inquietud sexual, exhibida, es verdad, en el área de la coquetería fina, de la lata agudeza, de la gracia criolla y de la singular inteligencia de la mujer limeña. Ojo que no fue una moda, pues tuvo resistencia al cambio y se convirtió en una tradición que hacía muy cómodo también el chismorreo, las intrigas y otras costumbres limeñas.

Respecto a su uso político, se sabe que las tapadas, gracias a su atuendo, participaban de las intrigas en la corte virreinal, así como en las guerras de independencia apoyando a ambos bandos, llevando mensajes y “desparramando” rumores. Fueron también claves, como lo informan los viajeros decimonónicos, en las luchas caudillescas y favorecieron a algunos como a Felipe Santiago Salaverry (1835) con la saya salaverrina; a Agustín Gamarra (18291833 y 18381841) con la saya gamarrina; y a Luis José de Orbegoso y Moncada (1833) con la saya orbegosina. Se dice, por ejemplo, que la caída de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y de su líder, Andrés de Santa Cruz, se debió a una conspiración de tapadas. Se sabe, también que las tapadas abarrotaban las galerías o balcones del Senado y de la Cámara de Diputados intrigando y presionando en sus decisiones, como nombrando o destituyendo ministros y otros funcionarios del estado. Ahora diríamos que eran “operadoras” políticas. Se cuenta que una vez una tapada, esposa de un político, sorprendió al analfabeto José Calderón, conocido por “Ño Bofetada”, pidiendo limosna en la iglesia Santo Domingo. La tapada le dio unos centavos a cambio de repartir algunos volantes por la ciudad, panfletos revolucionarios a favor del esposo. Como era lógico el pobre “Ño Bofetada” fue detenido por la policía.

El contexto: la limeña del siglo XIX.- Al igual que durante el Virreinato, la limeña de inicios de la República tenía en su hogar el espacio de sociabilidad más importante, pues por esos años la ciudad no contaba con demasiadas alternativas de fiestas y bailes. A pesar de ello, lejos estuvieron las mujeres de mantenerse fuera de la vida pública. Como anota Alicia del Águila (Los velos y las pieles. Lima: IEP, 2003), la mujer que recibe a caballeros en su hogar, sin la presencia del marido, es una imagen frecuente de la época. Adecuadamente vestida, la limeña esperaba las visitas, tanto de mañana como de tarde.

De todos modos, a los viajeros europeos, como Flora Tristán, les sorprendía que en Lima las mujeres pudieran aparecer (tapadas) en casi cualquier escenario, incluyendo los políticos (como el Congreso), tanto de día como de noche. Sin embargo, tanto en el Virreinato como en la temprana República, las mujeres debían andar con recato por la calle para cuidar su honra. Solo un matiz: luego de las guerras de Independencia el ambiente social fue más permisivo.

Para una limeña blanca (antes criolla o española) era común “disfrazarse” de noche para entrar donde quería, incluyendo diversiones públicas. Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas cuenta que “En la época colonial, casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era éste el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes que a la vez con el airecito del río hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa…”.

En 1834, Flora Tristán dedicó buen aparte de sus observaciones sobre Lima y las limeñas. Escribió que cada vez que asistió al Congreso encontró un buen número de limeñas: “Todas estaban con saya, leían un periódico o conversaban sobre política”. También concurrían al teatro, donde fumaban igual que los hombres (a diferencia de Europa, el cigarro parece haber sido un vicio bastante frecuente en las limeñas). En sus Impresiones de Lima, Gabriel Lafond (1822)  escribía que “nada tan atractivo como ver a todas estas mujeres en toilette, fumando un cigarrillo”. Pero ya en tiempos del guano, cuando desaparecería la tapada el cigarro pasó a ser considerado impropio para las mujeres.

De mañana, las limeñas solían visitar a sus amigos e ir a la iglesia. También podían hacer un paseo y luego regresar a casa para almorzar. Si era verano, al igual que los hombres, podían ir a los baños para refrescarse. Los “baños de mujeres” también funcionaban como espacios de encuentro entre amigas, para la charla o el acicalamiento: para “coquetear” su cuerpo. Las alamedas y la Plaza Mayor eran más transitadas en la tarde, incluso por la noche (las mujeres acomodadas solían levantarse tarde y después de adornarse tomaban el desayuno).

Respecto a su participación en la vida política, en estos años de anarquía política, sumados a las condiciones sociales provocadas por las guerras de Independencia, hicieron que en la práctica las mujeres participaran en política, aunque fuera informalmente. En suma, la vida cotidiana de la limeña se desenvolví con independencia de la compañía masculina. Todo esto, más los paseos en las tardes o por las noches, se debía a las facilidades que otorgaban la saya y el manto. Otra actividad común, luego particularmente censurada, fue el juego, tan popular entre hombres y mujeres.

Como vemos, el mundo de las mujeres se extendía más allá de las casas por una serie de espacios públicos a lo largo del día. Es contante encontrar buenos comentarios de los viajeros sobre las limeñas, quienes destacan su inteligencia y carácter. Para Jorge Basadre, en la Lima del XIX predominó un espíritu femenino. Conocida es la afirmación de Flora Tristán: “No hay ningún lugar en la tierra en donde las mujeres sean más libres y ejerzan mayor imperio que en Lima. Reina allí exclusivamente. Es de ella de quien procede cualquier impulso. Parece que las limeñas absorben ellas solas la débil porción de energía que esta temperatura cálida y embriagadora deja a los felices habitantes”.

Finalmente, los testimonios coinciden en la devoción de las limeñas. La iglesia, al igual que durante el Virreinato, continuaba siendo punto obligado de asistencia femenina. Sin embargo, la manera de hacerlo también causaba sorpresa entre algunos extranjeros: en las primeras décadas de la República todavía se sentaban en el suelo, sobre una alfombra que les llevaba la sirvienta. Dato curioso es que los viajeros no dan cuenta de una actividad pública importante: las compras en el mercado para el consumo del hogar. Parece que o bien los sirvientes hacían las compras o los mismos comerciantes (“caseros”) iban a las casas cuando querían que las señoras les compraran un producto que fuera de especial necesidad o agrado.

 

 

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