Los dominicos y el ‘requerimiento’ al inca Atahualpa

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Los primeros religiosos en pisar el Perú fueron los dominicos, o la “Orden de los Predicadores”, quienes acompañaron a Francisco Pizarro en su tercer viaje (1531). El más importante de ellos, sin duda, fue fray Vicente de Valverde, protagonista de la captura del inca Atahualpa en la plaza de Cajamarca. Fue el primer obispo del Cuzco y, por extensión, del Perú.

¿Quién fue Valverde? No cabe duda que Vicente de Valverde tuvo mala fortuna en el juicio de la historia por su participación en la jornada de Cajamarca y en la lectura del Requerimiento. William Prescott, historiador norteamericano del siglo XIX, lo presenta como un cura fanático, hipócrita y cruel. Si los hechos de Cajamarca hubiesen sido la única actuación de Valverde, el juicio de la historia hubiese sido lógicamente adverso. Sin embargo, cuando lo nombraron Obispo del Cuzco, viajó a España para exponer las necesidades del nuevo reino y pedir refuerzos para su orden. Como Protector de Indios se indigna, critica y denuncia los malos tratos a los indígenas. Hay muchas cartas y documentos que lo prueban. Por ello, su vida anduvo llena de amenazas y peligros y, como dice el historiador jesuita Armando Nieto, “las frustraciones de hallarse entre tantas contradicciones y trabajos lo condujeron en más de una ocasión al borde del desánimo”. Cuando dejó su diócesis, encontrándose en la Isla de Puná, camino a Guayaquil, murió a manos de los nativos en 1541.

¿Qué era el Requerimiento? El jurista español Palacios Rubios redactó una fórmula de proclama en la que, a través de un rápido resumen (sumario) de la historia de la salvación y la teología papal del Medioevo, se invitaba a los indios a someterse al yugo del Rey de España. Si lo hacían, serían respetados. Si no, se entraría por fuerza a sus pueblos y quedarían cautivos. Este era el famoso “Requerimiento” que, desde 1513, formó parte del equipaje de todo conquistador castellano.

El “Requerimiento”, según el padre Armando Nieto, partía de algunos supuestos teológicamente erróneos; pero, para la mentalidad de la época, daba una cierta tranquilidad de conciencia a sus inventores y a los que lo aplicaban. De hecho, el exceso de teología que el Requerimiento contenía era considerable, teniendo en cuenta la mentalidad de los indios a quienes se les trasmitía el documento. Para los conquistadores menos escrupulosos, el Requerimiento era pura fórmula: se leía entre disparos de artillería o a gritos desde la proa de una nave desde la costa. En el mejor de los casos, la aceptación voluntaria de los indios se producía no tanto en virtud de su comprensión del Requerimiento sino por simple temor ante quien tenía la fuerza de las armas en sus manos.

El Anónimo sevillano, publicado por Raúl Porras Barrenechea, nos relata el episodio de Cajamarca en los siguientes términos: “Un fraile de la Orden de santo Domingo con una cruz en la mano, queriéndole decir las cosas de Dios le fue a hablar [a Atahualpa] y le dijo que los cristianos eran sus amigos y que el señor gobernador le quería mucho y que entrase a su posada a verle. El cacique respondió que él no pasaría más adelante hasta que le devolviesen los cristianos todo lo que le habían tomado en toda la tierra y que después él haría todo lo que le viniese en voluntad. Dejando el fraile aquellas pláticas con un libro que traía en las manos le empezó a decir las cosas de Dios que le convenían: pero él no las quiso tomar y pidiendo el libro al padre se lo dio, pensando que lo quería besar, y él lo tomó y lo echó encima de su gente y el muchacho que era la lengua, que allí estaba diciéndole aquellas cosas, fue corriendo luego y tomó el libro y diolo al padre y el padre se volvió luego, dando voces, diciendo: salid, salid, cristianos y venid a estos enemigos perros que no quieren las cosas de Dios: que me ha echado aquel cacique en el suelo el libro de nuestra santa ley”.

Concluye el padre Nieto: “es obvio que poco o nada podía Atahualpa entender de los razonamientos del dominico, y mucho menos del libro que éste le alcanzó. Es comprensible también que arrojase al suelo un objeto que nada significaba para él, por más que se tratase de los Santos Evangelios. Por otra parte, tampoco puede negarse que los momentos que los españoles –incluyendo al padre Valverde- vivían, era de suma tensión y gravedad, y por tanto era también comprensible que el dominico reaccionase como lo hizo”.

Descripción de la Toma de Cajamarca y el Requerimiento al Inca.- Presentamos la reconstrucción detallada del historiador José Antonio del Busto sobre lo que ocurrió en Cajamarca: “Después de una noche infernal y de una mañana de angustia, Atahualpa seguía siendo esperado en Cajamarca por los españoles. El Gobernador –que siempre tuvo el dominio de la situación- había dividido sus fuerzas del siguiente modo: la caballería, al mando de soto, Belalcázar y Hernando Pizarro, esperaría oculta en el interior de los tres galpones que daban a la plaza; la infantería, al mando de Juan Pizarro, saldría después de los caballos y estaría en los mismos galpones; y la artillería, confiada a Pedro de Candia, se emplazaría en una fortalecilla que caía al nororiente de la gran plaza, lugar inmejorable para observar los movimientos del Inca. El Gobernador, a su vez, con veinticinco peones de infantería quedaría oculto en un templete, ubicado en el centro de la plaza, de donde saldría directamente a prender al inca que, según sus cálculos, estaría en su litera rodeado de una compacta multitud. La única posibilidad de triunfo, remota pero no imposible, era que salieran todos por sorpresa y cayeran sobre las tropas del Inca. La consigna era: matarte he o matarme has. No había otra forma de entender aquella guerra”.

“Recién por la tarde, luego de una larguísima mañana en la que los artilleros sólo vieron salir guerreros desarmados del campamento de Pultumarca, el Inca hizo su ingreso a la plaza de Cajamarca. Atestada de guerreros quiteños, la plaza parecía destinada a servir de escenario a un gran espectáculo: la captura de los españoles. Atahualpa venía decidido a no dejarlos escapar. Si todo el Tahuantinsuyo creía que el divino Huiracocha venía contra él, les demostraría a todos que ni siquiera el Hacedor del mundo andino era capaz de derrotarlo. Por eso Atahualpa venía dispuesto a no dejar escapar a los cristianos, motivo por el que había enviado a su general Rumiñahui con indios y sogas a las afueras de Cajamarca para apresar a todos aquellos barbudos que intentaran la fuga. Por lo demás, sus guerreros quiteños de la plaza se encargarían de la mayoría de los hombres blancos. Los tomarían a mano, por eso no habían traído armas”.

“Atahualpa, conducido en su litera de oro, se detuvo ene l centro de la plaza. Una vez en este sitio preguntó por los cristianos. Sus capitanes le dijeron que se habían ocultado de miedo, pero el Inca mandó a unos indios a que los buscaran. Pronto regresaron éstos diciendo que los barbudos estaban escondidos en los galpones que rodeaban la plaza. Tenían miedo, no cabía duda. El inca decidió actuar”.

“Pero en el preciso momento en que se disponía a dar las órdenes, uno de los barbudos –vestido con hábitos blanquinegros- se abrió calle entre los guerreros y se aproximó hasta él. Era fray Vicente de Valverde, el dominico que actuaba de capellán en la expedición. El Inca lo vio venir y dejó que se acercara. El fraile llegó entonces hasta ponerse delante suyo y empezó a hablar. Martinillo, que había venido con él, tradujo la conversación. Esta versaba sobre un Dios desconocido, un Pontífice que estaba en Roma y cierto Emperador que Atahualpa no conocía. Intrigado, preguntó entonces el Inca que de dónde sacaba tales nombres y el fraile –como que estaba recitando el requerimiento de memoria- se conformó con señalarle el libro que traía en la mano. El inca lo tomó en las suyas, pero al no hallarlo interesante lo arrojó. El fraile se apresuró a recogerlo y entonces fue que Atahualpa le dijo que volviera donde los barbudos y todos juntos le entregaran lo que habían robado desde la Bahía de san mateo a Cajamarca. Lo dijo con tal ira, que el dominico echó a correr hacia el lugar donde estaba Pizarro, gritándole que atacara porque Atahualpa estaba hecho un Lucifer y listo a masacrar a todos”.

“El Gobernador comprendió la gravedad del caso y, dispuesto a no perder un momento que podía resultar precioso, ordenó disparar un arcabuz y agitar una bandera blanca. A estas señales sus veinticinco peones lo siguieron a la plaza, los caballos se arrojaron contra los quiteños y la artillería hizo retumbar los aires. Los pocos indios que tenían sus armas bajo las ropas, no las pudieron sacar. La apiñada multitud fue tomada de sorpresa y buscando instintivamente una salida empezó a retroceder. Los jinetes arreciaron el ataque, sonaban las trompetas, rugía la artillería, relinchaban los caballos y los infantes invocaban a Santiago. Pizarro logró llegar hasta la litera del Inca. Los jinetes insistieron en su carga y los quiteños no tuvieron más remedio que correr, derribando a su paso uno de los muros que rodeaban la plaza. Otros, al emboscarse en las esquinas, llegaron a formar verdaderas pirámides humanas. El bullicio era indescriptible, el miedo fue imposible de vencer. Los españoles lo padecieron matando, los quiteños no dejándose matar. Unos y otros fueron víctimas del miedo. El miedo, sin embargo, favoreció a los castellanos. Si no hubiese sido por el miedo, sus caballos y sus armas superiores, los españoles nunca hubieran alcanzado la victoria”.

“Después de atacar a los portadores de la litera imperial y de dar con ella en tierra, Pizarro apresó a Atahualpa. Conducido al Amaru Huasi o Casa de la sierpe, esa noche, a la luz de las antorchas, pudo ser visto por todos los españoles. Era un indio todavía joven, y aunque derrotado, irradiaba majestad. Vestía riquísimo traje, mas estaba desgarrado por la lucha. Tenía mirada feroz y vivaz pero, sobre todo, inteligente”.

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