Fiesta popular por el día nacional de Chile en el siglo XIX
Nuestro vecino del sur, Chile, festeja hoy los 200 años del inicio de su proceso emancipador, cuando el 18 de septiembre de 1810 se instaló su Junta de Gobierno. Recién ocho años después, con la ayuda de los ejércitos de del libertador San Martín, los patriotas sureños lograrían su independencia en la batalla de Maipú. Si bien los chilenos estaban preparando con mucho entusiasmo las fiestas del Bicentenario desde tiempo atrás, presentando al mundo sus logros económicos y sociales de las últimas tres décadas, en febrero de este año, un terrible terremoto, que azotó varias zonas del país, hizo replanter la forma de la celebración. Aquí presentamos un balance particular de cómo Chile hizo frente a los desafíos que impuso la Independencia durante su temprana república.
Chile nació como país independiente sin mayores contratiempos. Es cierto que en la década de 1820 tuvo un peligroso desorden político pero ya en 1833, quince años de conseguida la separación definitiva de España, su clase política diseñaba, de la mano de Diego Portales, un sistema de gobierno y las bases de un estado nacional. Mientras los demás países de la región aprobaban constituciones provisionales y se sumían en la anarquía, la Constitución chilena de 1833 reflejaba fielmente el escenario social y lo perpetuaba. Consagró el presidencialismo y el centralismo; además, le dio a la oligarquía conservadora el control del país por lo menos en los próximos 30 años.
Todo esto se vio favorecido, de un lado, por el perfil del territorio. Era un país estrecho, compacto y manejable. Se extendía desde la zona minera del Copiapó hasta el río Bío-Bío en el sur, más allá del cual los indios araucanos, unos 200 mil, preservaban tenazmente su identidad e independencia. La mayoría de los chilenos, un millón al momento de la independencia, vivía en la región del valle central al sur de Santiago (productor de fruta y cereal). Había unificación étnica, clave de la estabilidad social: una minoría blanca y una mayoría mestiza; el número de negros y mulatos era muy reducido, y los indios vivían excluidos al sur. Esto hacía que la sociedad chilena estuviera compuesta por una reducida elite criolla terrateniente y de una masa de trabajadores agrícolas y mineros. También había comerciantes, empresarios mineros y profesionales liberales que, en su mayoría, también recurrían a la posesión de tierras como símbolo de prestigio social . En este escenario, a pesar de una evidente conciencia racial, no había conflicto social. Solo la clase dominante estaba dividida por algunas ideas e intereses, pues algunos pensaban que sus negocios estarían mejor protegidos por un sistema liberal y otros por un gobierno conservador.
Una chingana del siglo XIX durante las fiestas patrias
¿Cuál fue la clave del orden? Quizá la respuesta se encuentra en un pasaje de una de las cartas del Epistolario de Diego Portales: El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública. Si ella faltase, nos encontraríamos a obscuras y sin poder contener a los díscolos más que con medias dictadas por la razón, o que la experiencia ha enseñado a ser útiles; pero entre tanto…. Lo que Portales expresa es una constatación, el reconocimiento de un hecho. El orden opera porque la estructura social está sólidamente asentada y es aceptada, y porque el liberalismo no existe, carece de hombres (sutiles, hábiles y cosquillosos) que lo puedan hacer posible. Analizando un poco más, diríamos que se trata de una mentalidad proclive a aceptar la jerarquía social, el orden y una autoridad política fuerte (Góngora 1986), y al hecho de que la hacienda (una sociedad autoritaria y jerarquizada en pequeña escala) fuese la estructura social dominante. Sabemos, por último, que al ministro Portales, estadista de genio, no le gustaba teorizar, era pragmático, intuitivo. En Chile, reconoce, hay una inercia (el peso de la noche) y no habiendo fuerza externa actuando sobre un cuerpo inerte, este seguirá en reposo o bien continuará moviéndose en forma recta y uniforme, según Jocelyn-Holt.
Portales era el interlocutor de una elite tradicional que giraba alrededor de “semi-principios” rara vez verbalizados pero efectivos: que no se altere el orden jerárquico, que el mundo rural esté al margen de los cambios, que ni la Iglesia o el Ejército sean demasiado poderosos, que el estado debe estar controlado por la elite tradicional, y que los grupos que pudieran amenazar el orden (los liberales) deben estar también controlados, neutralizados o, si es posible, volverlos propios. Esa fue la esencia del orden portaliano que funcionaría, con ligeras adaptaciones, hasta por lo menos 1890. Pero más allá del indudable talento político de Portales, el triunfo de los conservadores (llamados pelucones) se debió a que representaban mejor que los liberales (llamados pipiolos) las estructuras culturales y mentales heredadas del pasado colonial (Sergio Villalobos). En este escenario, como vemos, había poco espacio para los liberales: fueron combatidos (exiliados la mayoría de veces) o asimilados poco a poco al sistema siempre y cuando moderasen sus posiciones (tal como ocurrió a partir de 1860).
La primera generación de liberales chilenos no era muy democrática. Es cierto que deseaban una base de gobierno más amplia o la abolición de los fueros eclesiásticos, pero no contaban con apoyo popular. Una de sus figuras más influyentes fue el general Ramón Freire quien trató de evitar el autoritarismo de Bernardo O’Higgins. En 1826 dio paso a una serie de gobiernos y Chile retrocedió hacia un federalismo que lo condujo a la anarquía. En este confuso periodo destaca la Constitución de 1828 que dio otro aviso liberal: la supresión de los mayorazgos. Otro liberal de entonces fue el presidente Antonio Pinto quien, a la par de proclamar la libertad y la igualdad individuales, la libertad de prensa, trató de calmar los ánimos dando ingreso a su gobierno a algunos conservadores. Todos estos intentos de institucionalización política respondían a una idea utópica, en el sentido de que un sistema teórico (racional) bien pensado e implantado adecuadamente podía alterar rápidamente la realidad. Pero estas constituciones no respondían a las condiciones históricas del país y, aunque bien intencionadas, demostraron reiterada y rápidamente su ineficacia. De este modo, el prestigio de los liberales quedó seriamente dañado por la anarquía entre 1824 y 1829. Su federalismo no tuvo éxito y habían demostrado incapacidad para gobernar. La preponderancia pipiola sucumbió .
El camino estaba allanado a los conservadores, unidos a los estanqueros, cuyo interlocutor era Portales. Su proyecto, como vimos, sería plasmado en la Constitución de 1833, obra de los juristas Mariano Egaña y Andrés Bello, pero inspirada en Portales, que defendió un gobierno de mano dura que tomaría medidas severas contra el desorden y la inseguridad . Tres gobiernos conservadores, de diez años cada uno, simbolizaron este orden envidiable para otras repúblicas latinoamericanas: Joaquín Prieto (1831-41), Manuel Bulnes (1841-51) y Manuel Montt (1851-61).
Durante esta coyuntura, se produjo la victoria sobre la Confederación Perú-Boliviana (1836-39) que produjo un efecto a largo plazo en el plano de las identidades: un nacionalismo incipiente y una temprana identidad corporativa. Los habitantes del Valle Central y su elite, núcleo del desarrollo del país, comenzaron a considerarse el centro de la nueva comunidad nacional: “Según ellos, la victoria se debió a que las tropas chilenas, en gran parte originarias de esta zona, eran blancas y mestizas, mientras que las tropas peruanas y bolivianas tenían una mayoría indígena. De este modo, comenzó a conformarse la idea y la imagen del valle central como el espacio vital de una “raza chilena”. Esta idea y esta imagen crecieron con el tiempo y fueron utilizadas por los gobernantes chilenos para justificar su política de control y expansión territorial. Cuando a principios de los años sesenta, por ejemplo, se organizó la pacificación del Arauco, la frontera india al sur del país, lo hicieron en nombre de la misión civilizadora del valle central, según Juan Maiguashca.
Esta experiencia colectiva le dio un temprano y gran prestigio al estado oligárquico chileno y postergó, al menos por un tiempo, la pugna al interior de la clase política. Los chilenos pudieron contar con una transición pacífica y atemperar las medidas represivas tomadas contra los liberales durante el periodo dominado por Portales (muerto en 1837). Por ello, el gobierno de Bulnes, héroe de la guerra, se consideró como de reconciliación, orden y progreso. En efecto, a lo largo de su decenio se definió la política como el arte de la negociación, se dio espacio a una oposición moderada, al ejército se le neutralizó, se institucionalizó un civilismo, se formó una clase política consciente de su misión y se hizo un gran esfuerzo por seleccionar un personal administrativo competente. El orden, por su lado, se logró mediante una severa ley de prensa y el progreso a través del incremento del comercio.
Pero el progreso también se vio en un renacimiento cultural estimulado por la presencia de algunos exiliados políticos de notable talla intelectual: el venezolano Andrés Bello y los argentinos Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi, quienes huían de la dictadura de Rosas. Esta presencia reavivó la prensa, y fue Sarmiento quien surgió como el observador más agudo de las relaciones entre prensa y política ya que prestó especial atención al periodismo como profesión. Sus cualidades como articulista, además de un certero instinto político, lo convirtieron en un escritor cuyos aportes a la prensa fueron lo suficientemente poderosos como para significarle no solo enorme popularidad sino también las más enconadas enemistades.
Los indios.- El problema del indio era una cuestión que no afectaba la vida del país, como sí ocurrió en las repúblicas andinas o centroamericanas, al menos hasta después de 1850. La mayoría vivía más allá de las fronteras (al sur del río Bío Bío, a 500 kilómetros de Santiago) y, si bien los indios en algunas oportunidades pusieron a prueba la eficacia del estado, no plantearon serios problemas de tierras, mano de obra o raza a los políticos. El Bío Bío fue el límite entre las dos naciones, aunque por los chilenos jamás reconocido y eventualmente violado. A partir de la década de 1850, con el boom del trigo, se inició la llamada “pacificación de la Araucanía”, es decir, la guerra colonizadora del estado contra los araucanos (Kannemann 1993). La guerra contra los araucos, sin embargo, había sido activa solo durante un siglo, hasta la década de 1650, produciéndose a continuación un apaciguamiento que solo fue roto de vez en cuando, dando paso a una intensa compenetración fronteriza y a una ocupación espontánea de buena parte del territorio indígena, antes que se iniciase la intervención estatal a partir de 1860. Así las cosas, hubo una vida fronteriza más que una lucha y de ella derivaron actitudes que nada tuvieron que ver con el espíritu marcial. La Araucanía y el ajetreo que unía a los nativos con los hispano-criollos y mestizos, fue un mundo donde tenían cabida los más variados tipos humanos. Allá iba a dar cuanto bandolero producía el país al sur del Maule también al norte de aquel río. Se enrolaban en la milicia y la dejaban, traficaban con aguardientes y armas, robaban o compraban indias y niños, esperaban de cualquier lance, ayudaban o traicionaban a los indios y vivían sin ninguna ley. Inagotables en triquiñuelas, asiduos en la procreación de mestizos, tomaban la vida a la ligera. Los de mayores ínfulas adquirían tierras de los caciques con buenas o malas artes y se convertían en ganaderos. En esa atmósfera, no fue propiamente el ánimo gallardo el que se desarrolló, sino la vida irresponsable y desordenada, la improvisación, el vivir a salto de mata, la evasión y la picardía constante. Todo ello entroncaba, además, con el ocio rural de los siglos coloniales, según Sergio Villalobos.
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