Los nombres de América: Brasil


Rio de Janeiro en el siglo XIX

En este breve ensayo, el historiador brasileño José Murilo de Carvalho, de la Universidad Federal de Río de Janeiro y miembro de la Academia Brasileña de las Letras, nos relata la sorprendente historia de los nombres de Brasil desde el inicio del siglo XVI hasta nuestro días a partir de una gran paradoja literaria. Murilo analiza la relación entre mito y país, utopía y realidad, progreso y devastación, esperanza y frustración. Hace hincapié en la persistencia de estos contrapuntos fundamentales desde principios del siglo XVI hasta nuestros días. Preguntarse sobre la identidad, de acuerdo con Carvalho, implica mirarse en el espejo sin titubear y con total sinceridad pues, en caso contrario, no se pueden entender las contradicciones tanto de la formación de una nación como de la vida misma.

Shakespeare hizo que Julieta afirmara que la rosa mantendría su perfume, cualquiera que fuera su nombre. Pero ¿ocurriría lo mismo con el nombre de un país?

La tierra encontrada por Cabral en 1500 era llamada “Pindorama” o “Tierra de Palmeras” por los habitantes nativos. Al llegar a las desconocidas y nuevas playas, el navegador las bautizó “Terra de Vera Cruz”, aunque a los pocos días cambió el nombre por “Isla de Vera Cruz”. Ello se debió al hecho de que el explorador era caballero de la Orden de Cristo, y por ello siempre llevaba una cruz sobre su pecho.

Al ser informado del descubrimiento, el rey de Portugal, Don Manuel, comunicó el gran acontecimiento a Fernando e Isabel, monarcas de la vecina España, proclamando la nueva tierra, “Terra de Santa Cruz”. En 1503, en una famosa carta a Lorenzo de Médici, Américo Vespucio la bautizó “Mundus Novus”. En la misma época, se difundió la noticia de la gran cantidad de loros en el Nuevo Mundo, y por ello surgió el nombre popular de “Tierra de Papagayos”. Pero más importante que los pájaros tropicales era un árbol alto, grueso y espinudo, con tronco rojo y flores amarillos, que los indígenas llamaban “ibirá pitanga”, árbol colorado. Los portugueses luego la identificaron con la madera brazil, oriunda de Asia y conocida desde el siglo XII como fuente de colorante de paños. Existían registros de este nombre en Italia desde el siglo XI y en España desde el siglo XII. Marco Polo habló del “brésil”, y Vasco da Gama de “muy buen brasyll, que hace un excelente y fino bermejo”. Ya desde 1511, en los mapas el nuevo nombre de “Brasil” se convirtió en el habitual, pero numerosas protestas se formularon en contra de dicha expresión. El cambio en la denominación de la Isla de Vera Cruz era obra del diablo, sostuvo Fray Vicente do Salvador, ya que se cambiaba el “divino árbol” por un árbol comercial.

Controversias.- Pero, además, se produjeron muchas más controversias. La primera era grafológica. ¿Como escribir este nombre? Hubo, desde el siglo XI, al menos 23 formas distintas de escribir la palabra e inclusive hasta el siglo XX, se seguía discutiendo si debía ser “Brazil” o “Brasil”. La mayor disputa fue histórica. ¿Cuál sería el origen del nombre del país? La versión tradicional pasó a ser fuertemente cuestionada a partir del primer cuatro del siglo XX, cuando el historiador Capistrano de Abreu adelantó otra hipótesis sobre el origen del nombre. En su opinión, “Brazil” era originalmente una isla mítica y paradisíaca localizada a la altura de la costa irlandesa: desde 1375 en los mapas de los frailes irlandeses -muy viajeros- la Isla Brazil figuraba siempre ya que se suponía que el mítico rey, Brasal, había fijado su residencia en la isla desde tiempos inmemoriales. El historiador Gustavo Barroso defendió la nueva interpretación en un libro publicado en 1941. Como fray Vicente, él detestaba la idea de la madera. En segundo lugar, era más digno derivar el nombre del país de una Tierra legendaria que de un vil producto tropical comercializado por cristianos nuevos.

El gentilicio “brasileiro” también incomodaba a muchos. Era el término originalmente aplicado para describir a un comerciante del palo brasil, un oficio nada superior al de un herrero o un minero. De hecho, recordemos que hasta fines del siglo XVII era ofensivo llamar a un hombre blanco “brasileiro”. Los indígenas nativos eran conocidos como “brasis”, mientras que los blancos se consideraban portugueses. Un portugués nacido en Brasil era denominado “português do Brasil” o “luso-americano”. Pero ya en la época de la independencia se difundieron también los gentilicios “brasiliense”, “brasílico” y “brasiliano”.

Aunque no tiene verdadero sustento histórico, la hipótesis de la isla medieval de Brasil como fuente originaria embonaba perfectamente con dos facetas fundamentales del imaginario nacional que tenían sus orígenes en los textos antiguos de Cabral y Vespucio, pero también en los escritos de la independencia y del romanticismo, e inclusive llegan hasta nuestros días: nos referimos a la supuesta naturaleza paradisíaca de la tierra brasileña, un país grande, rico y bello. La grandeza natural justificaba otro rasgo de nuestro imaginario, la utopía del gran imperio, materializada en el nombre de la nueva nación, cuando logró su independencia en 1824. Brasil sería siempre el país del futuro, como rezaba el título del famoso libro de Stefan Zweig, de 1941.

Brasil, tierra de exploración comercial o Isla Encantada. Julieta no tenía razón.

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