Archivo por meses: junio 2008

Los 10 momentos en la historia militar del Perú

1. La victoria de Ayacucho (9 de diciembre de 1824).- Si bien la batalla la ganó el ejército patriota (multinacional), el ejército peruano (nacional) siempre se sintió heredero de este triunfo que selló la independencia. Esta victoria, además, dio inicio al “primer militarismo” republicano (Basadre): hasta 1872, todos los presidentes del Perú fueron militares. De otro lado, el haber estado esta batalla les dio “derecho” a varios caudillos a pretender la presidencia.

2. La llegada al poder de Ramón Castilla (abril de 1845).- Castilla inaugura el único momento de apogeo en el Perú del siglo XIX; definitivamente, fue el caudillo militar más afortunado pues le dio al país su primer programa de obras públicas gracias a los ingresos del guano. Para el Ejército, Castilla fue el mejor presidente del Perú, casi un fundador de la Nación, y le ha dedicado muchos homenajes y publicaciones (incluso existe el Instituto “Libertador Ramón Castilla” para eternizar su figura). En síntesis: un militar, y no un civil, ha sido el mejor presidente del Perú (y eso, en varias ocasiones, ha servido como pretexto para justificar la presencia de los militares en el poder).

3. El combate del 2 de mayo (2 de mayo de 1866).- El Ejército peruano, al mando de una fuerza multinacional (Chile, Bolivia y Ecuador), vencía a la escuadra española que venía con fines imperialistas. El Perú demostraba, hasta entonces, su supremacía en el Pacífico sur y “garantizaba nuevamente la independencia del Continente”, al igual que en los campos de Ayacucho.

4. El combate de Angamos (8 de octubre de 1879).- Convierte a Grau en la figura máxima del panteón de nuestros héroes. Es el modelo de héroe, de peruano y de marino (hasta de padre de familia y esposo). Su figura nadie la discute. A pesar de ser una derrota, es el momento cumbre de la historia de nuestra Marina de Guerra, la que convierte a Grau en su inspiración.

5. La batalla de Arica (7 de junio de 1880).- Convierte a Bolognesi en el modelo de soldado para el Ejército. A pesar de su edad (era ya un anciano), representa al combatiente que no se rinde y pelea hasta el final (el “último cartucho”) sacrificando su vida por la patria. En nuestro panteón de héroes, es el segundo después de Grau.

6. La batalla de Huamachuco (10 de julio de 1883).- Es el fin de la Campaña de la Breña, de la resistencia de la sierra (formada básicamente por campesinos) frente a la invasión chilena. Convierte a Cáceres en el modelo de soldado que nunca se rindió y el rebelde que no aceptó firmar la paz con el enemigo. Es otro de los símbolos del Ejército a pesar de su polémica trayectoria como político; últimamente, los “humalistas” han manoseado ideológicamente su figura.

7. La revolución aprista de Trujillo (7 de julio de 1932).- Levantamiento aprista contra el gobierno autoritario de Luis M. Sánchez Cerro. El régimen manda al Ejército a reprimir el movimiento con el saldo de cientos de muertos y el fusilamiento de los principales líderes en los muros de Chan Chan. Se inicia el largo conflicto entre el APRA y el Ejército que marcaría el rumbo de la política peruana durante gran parte del siglo XX (hasta 1985 en que García sube al poder). El Ejército (con el apoyo de la oligarquía) va a impedir sistemáticamente que Haya de la Torre llegue al poder (golpes de 1948, 1962 y 1968).

8. El golpe de Velasco (3 de octubre de 1968).- El golpe preparó el camino para uno de los gobiernos militares más ambiciosos de América Latina. La Junta Militar, presidida por Velasco (1968-1975), declaró de inmediato su intención de efectuar cambios de largo alcance en las bases de la sociedad y la economía. Este nuevo orden, “ni capitalista ni comunista”, supuestamente intentó crear un sistema que aboliera las desigualdades y creara las condiciones necesarias para la armonía, la justicia y la dignidad.

9. El autogolpe de Fujimori (5 de abril de 1992).- Fujimori (con el apoyo de las Fuerzas Armadas) disolvió el Congreso y anunció una reforma en el poder judicial. Se trataba de un autogolpe respaldado –ahora sabemos- por un oscuro plan militar que venía siendo preparado desde finales de los 80. La frágil democracia se derrumbaba bajo el pretexto del terrorismo, la injusticia social, la corrupción y el descrédito de los partidos políticos. Para el desconcierto de la opinión internacional, el golpe gozó de amplio apoyo popular.

10. La operación “Chavín de Huántar” (22 de abril de 1997).- Para el Ejército (y buena parte del país) es la operación anti-terrorista más exitosa de nuestra historia (y para algunos, un modelo para el mundo). Dejó el saldo de dos héroes militares y un héroe civil.


Batalla de Ayacucho, según óleo de Antonio Herrera Toro

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El presbítero Matías Maestro

Don Matías Maestro Alegría fue un hombre polifacético, quizá el último personaje que vio nuestra ciudad con esos rasgos. Fue sacerdote, arquitecto, pintor, escultor, decorador, músico e, incluso, urbanista. Nacido en Álava (el País Vasco), llegó a Lima en 1790, a los 18 años de edad. Aquí terminó su formación de arquitecto, se hizo cura e, inmediatamente, fue protegido del entonces arzobispo Juan Domingo Gonzáles de la Reguera y luego del virrey Fernnado de Abascal, quien le encomendó terminar de reconstruir la ciudad, muy castigada aún por el terremoto de 1746, e iniciar las obras de modernización de la Ciudad de los Reyes en función de los cánones artísticos del ya iniciado siglo XIX.

EL ARQUITECTO

Como arquitecto, tuvo como primer encargo el diseño de las torres de la Catedral de Lima que se habían derrumbado como consecuencia del terremoto de 1746. En ellas trata de mantener el estilo barroco; no obstante, ya reflejan el nuevo estilo neoclásico, vigente en Europa. Asimismo, se le encomendó la tarea de remodelar la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de Lima, más conocida como Santo Domingo. En ella observamos que el nuevo estilo neoclásico se muestra más remarcado que en la Catedral.

La portada de Santo Domingo, retocada por Maestro en 1806, es de mayor dimensión que la original del siglo XVII, ya que sobrepasa los muros de la iglesia. Presenta dos cuerpos, el segundo de menor tamaño que el primero. El inferior tiene forma de un arco de triunfo, cuyo arco de medio punto central está flanqueado por cuatro columnas jónicas sobre pedestales. Encima de estas hay un entablamento corrido con entrantes y salientes, de doble friso con cornisa.

En la capilla El Milagro (en San Francisco) y en la iglesia del Santo Cristo de las Maravillas (cerca del Cementerio) vemos reflejados sus mismos principios arquitectónicos; las portadas presentan un arco de medio punto y a sus lados uno o dos pares de pilastras o columnas respectivamente, ambos rematados por un entablamento sobre el cual se abre una ventana. Cabe resaltar que la capilla El Milagro se incendió en 1835 por lo que lo hecho por Maestro ya no lo podemos apreciar. Finalmente, debemos mencionar, la portada de la iglesia de la Soledad, de la que sólo se le atribuye la parte inferior de la portada, debido a que muestra el estilo su estilo neoclásico característico en su obra.

EL RETABLISTA

Igualmente para la Catedral, realizó el Retablo o Altar Mayor en el año de 1805, obra maestra, que sirvió de modelo para trabajos posteriores. A pesar de la fecha en que fue erigido y de lo relativamente neoclásico del diseño, el altar, por el juego curvilíneo de sus entablamientos y la fisonomía de muchos de sus detalles, es todavía una obra barroca. Importante: durante el gobierno de Piérola (1895-99) se recortó tanto el altar mayor que hoy es poco lo que podemos apreciar del trabajo de Maestro. Los nuevos retablos o altares mayores para las iglesias de San Francisco y de San Pedro, y para la capilla El Milagro, fueron sus siguientes encargos. En esta última realizó no sólo el altar mayor sino los seis retablos laterales. En ellos observamos que mantuvo su particular estilo arquitectónico, caracterizado por el orden y la racionalidad, y de este modo se convirtió en el principal exponente del estilo neoclásico en Lima. Cabe resaltar que el altar mayor de San Francisco no estaba dañado. Los curas de ese entonces le pagaron 30 mil pesos a Maestro sólo por quemar el anterior, de estilo barroco.

EL PINTOR

Debido a que no está firmada, el estudio de la obra pictórica de Matías Maestro presenta algunos problemas y su atribución ha de hacerse de acuerdo con las características estilísticas del autor. Otro problema es la poca información que brindan quienes han escrito sobre su obra y únicamente las mencionan como de su autoría, sin ninguna descripción ni estudios más complejos. Algunas de estas obras son:

1. Los retratos de los arzobispos ubicados en la Sala Capitular de la Catedral de Lima (los que ahora existen son, en su mayoría, copias de los originales).
2. Algunos de los cuadros murales de la Catedral como La Consagración (al final de la nave izquierda de la Catedral)

La mayoría de los estudiosos definen la pintura de Matías Maestro como de transición, ya que no es estrictamente neoclásica sino que la tildan de un “barroco temperado” que tiende al orden clásico.

Otras de las obras de Matías Maestro podemos mencionar son:
1. El mural que decoraba la bóveda central de la iglesia de Santo Domingo (hoy destruido)
2. Las pinturas murales de la bóveda de la antigua capilla del Cementerio General de Lima (destruidas durante el gobierno de Leguía).
3. En la iglesia de Santo Domingo Los Desposorios de Santa Rosa de Lima (sí lo podemos apreciar hoy en día).
4. En la Casa de Ejercicios de la orden franciscana las Escenas de la Vida de Cristo (sí lo podemos apreciar y está en la Av. Abancay).

EL ESCULTOR

Actualmente, se conservan muy pocos ejemplos de su obra escultórica:
1. El Púlpito de la Catedral de Lima
2. El púlpito de la Virgen de la O, atribuido por el arquitecto e historiador José García Bryce, ubicado en la iglesia de San Pedro
Nota: En la desaparecida capilla del Cementerio General (destruida por Leguía) se encontraba un Cristo yaciente.

EL MÚSICO

Pocos meses antes de su muerte, don Guillermo Ugarte y Chamorro, gran teatrero y coleccionista de todo, tuvo la feliz iniciativa de enseñarle y entregarle a nuestro gran músico (guitarrista) Javier Echecopar, uno de sus tesoros. Se trataba de un manuscrito (fechado en 1786), del presbítero Matías Maestro, que contenía 40 obras originales de música para guitarra. Echecopar quedó fascinado y sorprendido, pues gran parte de su trayectoria la ha dedicado, justamente, a buscar y recuperar las raíces de la música peruana. Dice Echecopar: Todos los manuscritos para guitarra que se han encontrado en este país (nunca se ha hallado alguno en otra parte del continente americano), son anónimos, excepto el del Presbítero, y ninguno tiene parecido con la música que se hacía en Europa en la misma época. Y añade: se pueden encontrar fragmentos de algunos compases de los clásicos, sutilmente ya dejan notar algunas sugerencias de lo que sería la música peruana. Es decir, se trata de minuets que buscan el vals o fandangos que se acercan a lo que sería la marinera. Este manuscrito del que ahora es depositario Echecopar revela otra faceta de ese hombre increíble que fue Matías Maestro. Concluye nuestro gran compositor, ahora descubrimos que fue compositor, quien sabe intérprete y también dibujante.

SUS OBRAS CIVILES

Dos de las obras más significativas de Matías Maestro fueron de orden civil. La primera fue el Cementerio General de Lima, llamado hoy Cementerio Presbítero Maestro en su honor. La obra, encomendada por el virrey Fernando de Abascal, respondía a la necesidad de fundar un cementerio que pudiera albergar a los difuntos de Lima que cada vez crecía más, haciendo impostergable la construcción de una ciudad para los muertos, cuya ubicación se planificó cuidadosamente. Siguiendo las normas de salubridad de la Europa del neoclásico, era necesario un terreno con ciertas características, como por ejemplo una adecuada disposición de los vientos –para evitar olores y efluvios indeseados– y que sobre todo se hallara lo suficientemente distante de la capital. Finalmente se tomó la decisión de construirlo hacia el este, en lo que se conocía con el nombre de Pepinal de Ansieta, a unos dos kilómetros del centro de Lima.


Cementerio General de Lima

De este modo, se diseñó el Cementerio General, nombre escogido para reforzar la idea de que todos somos iguales ante el Creador. Se inauguró en 1808, pero los primeros entierros fueron temporales pues los limeños tardaron mucho en acostumbrarse a usar un lugar tan alejado de los espacios sagrados que desde siempre habían estado asociados a sus muertos. Para demostrar que no era forzoso el sepulcro en una iglesia, el obispo don Manuel González de la Reguera dispuso que sus restos fueran inhumados en el flamante cementerio, aunque posteriormente fue trasladado a la cripta de la catedral, como correspondía a su alta investidura. Se iniciaron entonces las famosas romerías, muchas veces con los féretros en hombros desde las viviendas que se encontraban concentradas en la vieja ciudad amurallada, propiciándose al mismo tiempo una nueva ruta hacia la portada de Maravillas.

La segunda obra fue el Colegio de Medicina de San Fernando, edificado en 1811, el cual estuvo ubicado frente a la plaza Santa Ana (hoy Plaza Italia), sobre los antiguos terrenos del Hospital San Andrés. Cabe destacar en este edificio su fachada, completamente simétrica, de características sobrias, típicas del siglo XIX. La fachada podía interpretarse como una composición simétrica de tres cuerpos que marcan un eje central y dos laterales unidos por pabellones longitudinales, disposición frecuente en Francia desde el siglo XVII. En el siglo XVIII se convirtió en fórmula aplicada universalmente y que se mantuvo durante todo el siglo XIX como sistema básico de composición, sobre todo en la arquitectura oficial. Lamentablemente, fue derrumbada por el afán “modernizador” del régimen de Leguía para construcciones posteriores.

OTROS ASPECTOS DE SU VIDA

Al llegar el momento de la independencia, Matías Maestro asumió la postura patriota y estuvo entre los vecinos notables de Lima que firmaron el Acta de la Independencia, el 15 de julio de 1821. Luego, ante la Junta Eclesiástica de Purificación juró sostener y defender con su opinión, persona y propiedades la independencia del Perú del gobierno español y de cualquier otra dominación extranjera. También integró, por órdenes de San Martín, una comisión nombrada para formular el proyecto de creación de un banco emisor de papel moneda, así como otra comisión encargada del arreglo de los hospitales. Estuvo, asimismo, entre los 40 miembros de la Sociedad Patriótica, creada por San Martín; en ella se encargó de asuntos referentes a la agricultura, las artes y el comercio. En 1822, se encargó de velar por el arreglo y el ornato de Lima.

El último gran encargo de su vida, ya en los primeros años de la República, fue la dirección de la Beneficencia Pública. Estuvo al frente de ella entre 1826 a 1835, año de su muerte. Durante ese tiempo organizó la administración de la Beneficencia y dirigió sus rentas al sostenimiento de los hospitales de nuestra ciudad a pesar de la estrechez económica que vivió en país y la ciudad luego de la independencia. Los hospitales que estuvieron bajo su administración fueron: Santa Ana, San Andrés, San Lázaro, La Caridad, San Bartolomé, Incurables, Amparadas y Hospicio de Huérfanos. Según Basadre, casi todos estos hospitales eran dueños de predios rústicos y urbanos cuyos productos servían para sostenerlos; y entre todos gozaban, además, del llamado “tomín de hospitales”, pequeña erogación que los indios daban anualmente del tributo para que se les curase de sus enfermedades según una cédula de Felipe IV expedida en 1640. Los de san Andrés, Santa Ana y San Lázaro obtenían, al mismo tiempo, una suma anual de los diezmos; y el de San Andrés, así como el Hospicio de huérfanos, la recibían de la sisa según muy antiguas mercedes hechas por la Corona. A la llamada “Casa de Amparadas” correspondía una renta semestral cobrada en el ramo de vacantes mayores y menores del Arzobispado.; y al Hospicio de huérfanos otra cantidad proveniente del ramo de pulperías. Asimismo, el servicio hospitalario gozaba desde la época virreinal del usufructo de lo que producían las funciones teatrales y de la posesión de los edificios dedicados a espectáculos como, igualmente, de una contribución anual del gremio de panaderos que luego fue llamada “derechos de trigos y harinas”. Todas estas rentas pasaron ala Beneficencia. No eran muy grandes y, ante su disminución y abolición en muchos casos, el Estado tuvo que ayudar con su apoyo económico.

VALORACIÓN DE LA OBRA DE MATÍAS MAESTRO

Sirvan las torres de la Catedral de introducción al último periodo, posterior a 1800, de la arquitectura del Virreinato, que tuvo como protagonista en Lima a Matías Maestro (1766-1834), a quien se le debe la modernización de los interiores de la Catedral y las principales iglesias de Lima (San Francisco, Santo Domingo, la Merced, posiblemente San Pedro), modernización en nuestros días muy discutida pues comportó la destrucción de muchos de los retablos de los siglos XVII y XVIII, pero que fue en su época una consecuencia natural del cambio del gusto y de la reacción contra el estilo precedente. El estilo de Maestro y sus contemporáneos acusaba variadas influencias: de un lado se disciernen en él motivos que derivan del barroco romano (Bernini, Barromini, Fontana) y de otro cierta relación con el clasicismo francés. También existe un paralelismo con la arquitectura del español Ventura Rodríguez (a su vez formado en la escuela de Juvarra y Fontana). Era por ello el suyo un estilo de carácter internacional y de corte clásico y académico, pero en el fondo todavía fuertemente barroco, lo que se manifiesta en el empleo de plantas curvilíneas y mixtilíneas, entablados curvos y quebrados, y una variedad de recursos escenográficos. La más importante obra de Maestro como retablista fue el altar mayor de la Catedral (1805), en forma de templete de dos cuerpos. La corrección muy académica en el dibujo de los órdenes se combina aquí con el barroquismo en la forma, en la que se hace uso de curvas, convexidades y concavidades. Menos barroco y más directamente relacionados al estilo sobrio y rectilíneo del periodo neoclásico son la fachada del Santo Cristo de maravillas, atribuida a Maestro, y sus diseños para el desaparecido Colegio de Medicina (1808-1811) y el Cementerio General de Lima (1807-1808). La formación hasta cierto punto humanística de Matías Maestro permiten discernir en su personalidad un carácter de “modernidad”, que más adelante lo llevó a identificarse con la Emancipación y a formar parte de diversas instituciones republicanas. Por ello, Matías Maestro es como un símbolo, en el campo de las artes y la arquirtectura, de la transición de la Colonia a la República y un eslabón entre ambas (tomado de José García Bryce “La arquitectura en el Virreinato y la República”, en Historia del Perú. Lima: Mejía Baca, tomo IX, pp. 72-73).

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Salvador Allende: 100 años

Esta semana se conmemoraron los 100 años del nacimiento de Salvador Allende. Las reacciones han sido diversas, desde los testimonios apologéticos hasta los ajustes de cuenta más severos. Aquí les presentamos la semblanza que hizo del líder socialista, para El País de España, el ex presidente chileno Ricardo Lagos.

ALLENDE, A LOS 100 AÑOS DE SU NACIMIENTO

Hoy, 26 de junio, se cumplen 100 años del nacimiento de Salvador Allende. Un nombre cuya huella no sólo dejó su impronta en la historia de Chile, sino también en el imaginario político del mundo contemporáneo. Los 100 años de Allende no fueron de soledad, sino de compromiso creciente con los pobres y postergados, con los soñadores de sociedades más justas y con los impulsores de un orden internacional sin dominadores y dominados.

Por eso, esta conmemoración también nos convoca a una pregunta esencial: ¿por qué los Mil días de Allende como presidente de Chile han capturado la imaginación de tantos en todo el planeta? Esa experiencia suscitó emociones mayores, también discusiones profundas, al igual que sueños derrumbados cuando bullían los entusiasmos. Algo especial hubo allí, capaz de provocar una tremenda ola de solidaridad que movilizó a hombres y mujeres de todos los continentes.

Tal vez porque aquélla fue una experiencia inédita. Como Allende lo dijo: “Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas”.

Esos Mil días tuvieron lugar en un Chile republicano. Un país respetado en el mundo por la forma como, a poco andar de su independencia, estuvo en condiciones de cimentar una república en bases sólidas. Durante el siglo XX esa república fue capaz de abrir espacios a una creciente movilidad social y a una clase media forjada a través de un sistema educacional gratuito, laico y abierto a todos.

Allende es al mismo tiempo resultado y factor del Chile republicano: origen social, formación académica, adscripción doctrinaria -más que ideológica-, lealtades y pertenencias. Es difícil entender el Chile que se generó desde la década de los 30 en el siglo pasado sin el protagonismo de Allende.

Allende actuó siempre en el marco de las instituciones constitucionales y las defendió en su mérito y en su condición de instrumentos reguladores de su propia transformación. Esa convicción determinó su conducta política desde sus primeras responsabilidades parlamentarias hasta su decisión de acabar con su vida cuando esas instituciones eran barridas por la fuerza.

Allende emerge de un país donde amplios sectores aspiran a mayor igualdad y justicia. En el Chile de comienzos del siglo XX donde la izquierda se fue haciendo cada vez más fuerte. Liberales y radicales del siglo XIX en su brega por mayores libertades y tolerancia abrieron el camino para las demandas sociales por largo tiempo sofocadas; así, cinco años antes de la revolución soviética, en junio de 1912, se funda el Partido Obrero Socialista, nombre inicial del Partido Comunista, el cual una década después logra tener dos diputados en el Parlamento. A comienzo de los años treinta emerge un fuerte Partido Socialista, en cuya fundación participó Allende.

Esa izquierda fuerte y en ascenso avanzó en tiempos de guerra fría y por ello el conflicto ideológico mundial también tuvo, como en otros países, su proyección al interior de Chile. Cuando llegan los magníficos sesenta, Chile vive un fuerte desarrollo político en torno a sectores de avanzada. Para unos la opción está en torno a una izquierda impregnada de nuevos entusiasmos, sobre todo tras la revolución cubana y las nuevas demandas juveniles; para otros, la respuesta está cerca del centro político, con la propuesta democratacristiana y su contundente respaldo parlamentario.

Muchos han dicho que hubo un desarrollo político demasiado grande para un país que crecía en cifras modestas en lo económico. El camino pasó de la experiencia conservadora de Jorge Alessandri al proyecto de cambio demócrata cristiano de Frei Montalva, para llegar a la propuesta de la Unidad Popular en los 1.000 días de Allende. Era el Chile dividido en tres tercios.

En ese contexto, Allende entendía la acción política como una tarea de pedagogía y organización y así fue factor determinante en la creación de una izquierda cuyo crecimiento social, cultural y electoral él mismo promovió y buscó ampliar. Ya en el Gobierno, intentó hacer grandes cambios y algunos de sus logros -como la nacionalización del cobre- encontraron pleno respaldo político de todos los sectores. Pero las transformaciones profundas de la estructura productiva no pudieron concretarse, porque no hubo mayorías parlamentarias para respaldar el proceso. Y la política saltó del debate institucional parlamentario a la calle.

Por otra parte, el esfuerzo máximo por producir esos cambios y la tensión social involucrada hizo que muchos demócratas reales sintieran que el camino de Salvador Allende, a la larga, no permitiría mantener la democracia en Chile. Y, en defensa de la democracia, se colocaron en una oposición dura a Salvador Allende. Más allá, estaban los otros, los del golpismo al acecho.

Se da entonces la paradoja de un país donde el Gobierno no tiene mayoría para plantear los cambios profundos que el gobernante reclama, pero donde tampoco existe mayoría parlamentaria para poner fin a esa propuesta política.
Es un contexto de creciente polarización interna donde incluso fuerzas de inspiración semejante y objetivos, visto a la distancia, similares devienen en adversarios radicales. Es probable que la debilidad política mayor de Allende haya sido no imponer y convencer a sus partidarios que el camino del cambio a través de la democracia sólo es posible consolidando grandes mayorías basadas en amplios consensos.

Avanza 1973 y la república y sus instituciones se tensionan al máximo. Salvador Allende decide convocar a un plebiscito para lo cual requiere la aceptación del Parlamento. Sabe tanto que el triunfo es difícil como que es la forma de resolver pacíficamente el dilema institucional.

No alcanzó a comunicarlo a la ciudadanía… Frente a la quiebra institucional, Allende responde con el testimonio profundo de sus palabras y su acción: “Trabajadores de mi Patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley”. Y así lo hizo.

Su gesto habla de esa condición de republicano convencido, de su afán de hacer en democracia una revolución que no había tenido lugar en ninguna parte. Es lo que asombra y cautiva al mundo. También lo que conmociona a los centros de poder, no dispuestos a aceptarlo porque temen el ejemplo.

Hoy, a 100 años de su nacimiento, vivimos otro Chile, otro escenario internacional sin la guerra fría, pero con los peligros propios de un proceso globalizador que no tiene reglas. La forma en que hemos sido capaces de encarar la transición de dictadura a democracia en Chile ha sido vista por muchos con admiración, la tarea se ha hecho rescatando los valores democráticos y republicanos en que Chile asentó lo mejor de su historia

Al conmemorar a Allende en este aniversario, lo hacemos con el respeto y el afecto a una figura profundamente leal a sus ideas y a sus principios. Aquel que muere en La Moneda y deja, tras su sacrificio final, el testimonio de una vida luchando por un país donde la libertad sea el espacio para construir una mayor igualdad, un país donde ser libre para votar también signifique ser libre para vivir.

A los 100 años de Allende reconstruimos el optimismo desde lo profundo de sus propias palabras: “Más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. Y nos dicen algo más: esas grandes alamedas hay que cuidarlas día a día, fortalecerlas día a día, para seguir transitando por ellas hacia destinos mejores. La democracia es, en última instancia, ese conjunto de árboles sólidos, diversos y entrelazados por donde el ser humano quiere ir buscando la oportunidad de sus sueños. Es la lección que nos dejó Salvador Allende.


El autor de este blog, Juan Luis Orrego, en el monumento a Salvador Allende frente al Palacio de La Moneda (Santiago de Chile, septiembre de 2007)

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Los años 20: caída, prisión y muerte de Leguía

Nuevamente, como en otras ocasiones, la furia revolucionaria vino de Arequipa. La mañana del 22 de agosto de 1930, la guarnición de la ciudad Blanca se sublevó a órdenes del comandante Luis M. Sánchez Cerro. La idea del movimiento era formar un gobierno provisional para desmantelar el edificio leguiísta y convocar a elecciones libres. Pocos pensaron en ese momento que aquel comandante pronto sacaría ventaja de la situación convirtiéndose en otro caudillo más de la azarosa vida política nacional.

Sanchez Cerro se presentaba como el hombre cuerdo y valiente capaz de rehabilitar a un país sumido en el hartazgo y la desesperación. Ese mismo día se autotituló Comandante en Jefe del Ejército del Sur y Jefe del Gobierno. Cabe destacar que la justificación doctrinaria del pronunciamiento fue redactada por el ilustre jurista José Luis Bustamante y Rivero, futuro presidente del Perú entre 1945 y 1948 Pero de todos modos, si el levantamiento de Sánchez Cerro no hubiera tenido éxito ya se preparaban otras conspiraciones. Una estaba organizándose en Lima para setiembre; asimismo, se anunciaba una expedición armada de un grupo de deportados por Leguía. Todo parece indicar que el “tirano” no pasaba del año 30.


El comandante Luis M. Sánchez Cerro

Leguía quiso negociar con Sánchez Cerro. El rechazo fue enérgico e inmediato. El domingo 24 reunió a su Gabinete anunciándole su intención de no resistir y reunir al Congreso para dimitir. Esa misma tarde asistió al hipódromo de Santa Beatriz donde sus caballos triunfaron en dos carreras. Recibió aplausos y saludó con sombrero en alto. Cuando regresó a Palacio hubo gritos y disparos en el camino. En la madrugada del 25 se presentó en Palacio un grupo numeroso de militares para exigirle su renuncia. El diálogo por momentos se tornó airado y violento. Leguía no tuvo más remedio de entregar el mando a una Junta Militar presidida por el general Manuel María Ponce.

Esa misma madrugada Leguía abandonó para siempre la Casa de Gobierno. Salió por una puerta lateral de Palacio camino al Callao para embarcarse a bordo del crucero “Almirante Grau” rumbo a Panamá. Pocos fueron los que estuvieron a su lado en aquellos momentos de derrota. Casi todos sus antiguos “amigos”, aquellos que se enriquecieron con la Patria Nueva y proclamaron “El Siglo de Leguía”, se escondieron o, peor aún, se pasaron a la oposición. Uno de los que permaneció a su lado fue su edecán, el oficial de Marina Teodosio Cabada.

Pero la Junta de Ponce no tenía popularidad. El 25 Sánchez Cerro llegó a Lima por avión y fue recibido apoteósicamente. Era el hombre de la revolución, el típico militar macho que había derrocado al “tirano”. Su juventud, su origen plebeyo y su rostro moreno acentuaban su hazaña. La Junta de Ponce no tenía ningún apoyo, ni siquiera al interior del Ejército. La llegada de Sánchez Cerro precipitó su caída. Dos días más tarde, el 27, otra Junta Militar se formó. Su Presidente fue Sánchez Cerro.

Por orden expresa de Sánchez Cerro, Leguía fue desembarcado del “Grau”. Estaba muy enfermo. Tenía inflamación a la próstata, retención de orina y fiebre muy alta. Mientras tanto, la excitación pública continuaba con gran intensidad. La furia contra Leguía era incontenible así como el apoyo a los rebeldes de Arequipa. La casa del ex-presidente fue criminalmente saqueada y sus enseres destruidos o quemados. Un estudiante y varios trabajadores resultaron muertos en el enfrentamiento con la policía. Otros connotados allegados al leguiísmo también vieron saqueadas sus residencias.

A pesar de su quebrantada salud, Leguía fue confinado en la isla de San Lorenzo. Su destino había quedado sellado: no recuperaría jamás su libertad. Por esos días Sánchez Cerro declaró: Leguía permanecerá en prisión tanto como dure mi gobierno, y si fuera necesario habría una segunda revolución para que regrese a la prisión que él merece. Pasaron dos semanas cuando otra orden emanada de Palacio dispuso su internamiento en la Penitenciería Central de Lima (más conocida como el Panóptico), en compañía de su hijo Juan.

Sobre la celda que ocupó Leguía se tejieron muchas leyendas. Dicen algunos que era sucia, húmeda, pestilente, sin servicios higiénicos y que su única ventana había sido tapiada. Dicen también que el anciano y enfermo Leguía no podía conciliar el sueño por la noche a causa de los gritos e insultos de sus centinelas; o que no recibió atención médica a pesar de sus padecimientos y que, cuando la tuvo, fue ante la presencia de sus carceleros. Otros dicen que nada de esto es verdad. Lo cierto es que Leguía sufrió como muchos otros presos, pero mayormente por su edad y la enfermedad que padecía. En este sentido es censurable la actitud de Sánchez Cerro que rayó con el resentimiento.

Así moría poco a poco el fundador de la Patria Nueva. El único personaje en el Perú que recibió más elogios que San Martín, Bolívar y Castilla juntos. El otrora “Júpiter Presidente” y “Gigante del Pacífico” era tratado como el peor de los reos. Fue en esa oscura celda donde redactó sus supuestas memorias tituladas Yo tirano, yo ladrón. Como anota Basadre, el país debió tener un poco de piedad con Leguía. Al fin y al cabo lo había dejado gobernar durante quince años, primero cuatro y luego once. ¿De quién era la culpa? Muchos habían hecho de él un exponente de sus propios errores. Leguía no era mejor que muchos, sólo había estado en el sitio más visible.

Los últimos y dramáticos meses de la vida de Leguía son narrados por Basadre de la siguiente manera: el 16 de noviembre de 1931 llegó a ser trasladado a la Clínica Naval de Bellavista para que se le hiciera una operación quirúrgica. El 18 de noviembre una bomba de dinamita fue arrojada villanamente al interior de este hospital y cayó a pocos metros del cuarto ocupado por el enfermo, después de que había sido anunciada su mejoría. Murió, sin embargo, en el hospital naval el 6 de febrero de 1932 a los 69 años. Sólo pesaba entonces 67 libras. Se ha dicho que llegó a hacer a su confesor el encargo de expresar que no guardaba rencor a nadie, que perdonaba a quienes procuraron hacerle mal, que deseaba la felicidad y la prosperidad del Perú al que había amado mucho y que su último pensamiento era para sus hijas y sus hijos.

Leguía subió al poder rico y parece que murió pobre. Entre sus bienes sólo tenía algunas pólizas de seguros, medallas y varios objetos que le habían sido obsequiados por gobiernos extranjeros. Si muchos se enriquecieron durante su gobierno, él no lo hizo. De todos los presidentes que ha tenido el Perú es el único que murió encarcelado y en las condiciones más patéticas.

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Los años 20: Leguía y su caída

El régimen de Leguía, como hemos visto, fue “legitimándose” por la fuerza a través de medidas legislativas y trató de perpetuarse a través de la reelección. Sin embargo pueden distinguirse dos etapas en el Oncenio: unos opinan hasta 1922, otros antes y después de las “elecciones” de 1924. Al principio, Leguía mantuvo una posición de fuerza y persecución frente al civilismo y adopta un paquete de medidas que pretendían modernizar el Estado y convertirlo en una institución más nacional o, por lo menos, con mayor presencia en la totalidad del territorio. Tarea imposible ya que al interior, por ejemplo, se mantuvo casi intacto el poder terrateniente. El Estado no pudo adquirir la solidez que se requería para subordinar al bien común los intereses particulares de los grupos que se oponían a la formación de un proyecto más nacional de gobierno.

Luego, mediante un control más costoso del poder y de las fuerzas sociales, y recurriendo al personalismo, Leguía desarrolla la otra fase de su gobierno para profundizar el proyecto de la Patria Nueva. Los signos del declive aparecen a finales de 1927. Al año siguiente empiezan a caer los precios de las exportaciones y con la crisis económica desciende el favor de la opinión pública. Finalmente, el repudio por la presencia de “el tirano” va a ser capitalizado por la revolución de Arequipa encabezada por el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro en agosto de 1930.

La economía se tambalea. Según las Memorias del Banco de Reserva, 1927 y 1928 fueron años de convalescencia y tranquilidad. Se creía que la economía nacional entraba a un periodo de recuperación. El fantasma, sin embargo, vino de fuera. En octubre de 1929 se producía la crisis bursátil de Nueva York y nuestros principales productos de exportación se vinieron al suelo. Como si eso fuera poco, hubo una drástica disminución en la cosecha del algodón. El modelo económico de desmoronaba como castillo de naipes comprometiendo el futuro inmediato. Las paralización de las obras públicas dejó a mucha gente sin trabajo. El pesimismo se iba generalizando.

Una de las primeras reacciones del régimen fue eliminar la Libra Peruana y restablecer el patrón de oro en el sistema monetario. De esta manera, empieza a circular, en febrero de 1930, el Sol de Oro con una equivalencia de US$ 0.40 por sol, es decir 2.50 soles por dólar. Pero la crisis fue devaluando la nueva moneda y la medida no atenuó la confusión. En agosto el dólar se cotizaba a 10 soles oro. Los precios subían cada vez más afectando a toda la población. El régimen, además, no podía contar con los jugosos préstamos de los banqueros neoyorquinos ahora sumidos en la bancarrota. Un préstamo ya pactado de 100 millones de dólares quedó sin efecto. El comercio de importación también colapsó mermando los ingresos fiscales.

La crisis política. El país vivía bajo la figura omnipotente de Leguía. Nunca el personalismo había adquirido tanta dimensión en la política peruana. Con la crisis, esa omnipotencia se transformó en hartazgo generalizado. El Congreso no corrió mejor suerte. La Constitución del 20 suprimió la renovación por tercios del parlamento para ser implantada la renovación total. De esta manera, arrinconada la oposición, el Congreso se convirtió en el reducto de los amigos del Presidente a quienes se les ofrecía la representación de tal o cual provincia o departamento. También sirvió para que determinados caciques locales profundizaran su poder siendo obedientes a Leguía. Así se comprende cómo el Congreso pudo aprobar medidas tan polémicas como los tratados con Colombia y Chile, las concesiones a la International Petroleum Company en la Brea y Pariñas y, obviamente, las dos reelecciones de Leguía. Si Leguía quiso destruir a la oligarquía civilista su política durante el Oncenio permitió la aparición de otra oligarquía nacida del arribismo social y de la fuerza del dinero. La corrupción entre los amigos del régimen -los nuevos ricos- abonaba el descontento ciudadano. De otro lado, el malestar del ejército iba en aumento debido a los cuestionables arreglos fronterizos.

Ante las elecciones de 1929, Leguía pudo no reelegirse y convocar a elecciones libres. Según Basadre, pudo haber escogido como sucesor a uno entre sus mejores adeptos, acaso un hombre tranquilo y honesto. Pero esto no iba con su lógica. Su personalismo, su vanidad exacerbada por tantos años de poder y adulación, en síntesis, su “mesianismo” lo hicieron perder la perspectiva. Confundió su destino personal con el del país. En 1929, se presenta sin oposición organizada. No obstante, distintos sectores políticos van organizando conspiraciones y otros manifestaciones abiertas. Era su tercera elección o segunda reelección. Su triunfo fue pírrico. Cada vez más se acercaba el fin de la Patria Nueva.

El contexto latinoamericano. La crisis del 29 golpeó duramente a las economías de la región. Ello marcó el fin de muchos gobiernos de estilo autoritario que permanecían en el poder gracias al auge de las exportaciones que marcaron gran parte de los años 20. El vendaval de la crisis cargó con todos ellos. En Bolivia, Hernando Siles cayó en manos de una Junta Militar presidida por el general Blanco Galindo. En Chile, una violenta revuelta hizo renunciar al presidente Carlos Ibañez. En Ecuador, ante una oleada de manifestaciones, el doctor Isidoro Ayorga fue obligado a dejar la presidencia. El Brasil fue sacudido por una sangrienta guerra civil capitalizada por el dictador Getulio Vargas quien permanecería 15 años en el poder. Otra revolución sacudió también a la Argentina donde el general José Uriburu derrocó al presidente Hipólito Irigoyen, jefe y fundador de la Unión Cívica Radical. La fuerza de la crisis, como vemos, no podía dejar de lado al Perú.

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Los años 20: el impacto de las obras públicas y la cuestión internacional

Las obras públicas fueron la esencia, la razón de ser de la Patria Nueva. La inyección de los capitales norteamericanos, la vocación desarrollista del leguiísmo y la iniciativa privada fueron los factores que permitieron cambiarle el rostro al país durante estos once años de gobierno autoritario. Sin temor a equivocarnos, podríamos decir que ningún gobierno hasta entonces había emprendido -y casi culminado-una política tan vasta de obras públicas que abarcó casi todo el territorio nacional. Por ello, la industria del cemento tuvo un rápido crecimiento, pues, en 1925, produjo casi 12 mil toneladas y 50 mil en 1927.

En primer lugar, Leguía se comportó como un “alcalde de Lima” y la capital gozó de una de las mayores transformaciones en su historia. Al margen de las donaciones por las celebraciones del Centenario, el gobierno y el capital privado invirtieron buena parte de tiempo y dinero en modernizar la antigua ciudad de los virreyes. Se inauguró la Plaza San Martín y el monumento al Libertador argentino en 1921; en la misma Plaza, por iniciativa privada, se construyeron el Hotel Bolívar y el Teatro Colón. Se abrieron nuevas avenidas como Leguía (hoy Arequipa), Progreso (hoy Venezuela), La Unión (hoy Argentina), Nicolás de Piérola, Costanera y Brasil; se construyeron algunos edificios públicos como el Ministerio de Fomento, el Palacio Arzobispal y otros se reconstruyeron como el Palacio de Gobierno luego del incendio de 1921; también se iniciaron las obras del edificio del Congreso y el Palacio de Justicia. Se fundaron nuevos barrios como el de Santa Beatriz, San Isidro, Magdalena del Mar y San Miguel. Se construyó la Atarjea para brindar de agua potable a Lima y en muchas ciudades del interior se hicieron obras de alcantarillado; en este sentido, se instalaron 992 mil metros de tuberías de agua y desagüe. El régimen gastó en todo esto unos 40 millones de soles.


Avenida Leguía (hoy Arequipa)

Se construyeron unos 18 mil kilómetros de carreteras gracias a la injusta Ley de Conscripción Vial que implantó una especie de mita vial que estipuló la obligatoriedad de 10 días de trabajo en las carreteras del Oncenio. Esta fiebre por la construcción de carreteras hizo que el trazo de muchas de ellas no tuvieran ningún sentido; ese fue el caso de un camino que se inició en Huancayo sin que se supiera dónde debía llegar. Asimismo, se inició la construcción del Terminal Marítimo del Callao y se culminaron los ferrocarriles de Chimbote al Callejón de Huaylas y de Huancayo a Huancavelica.

También se abrió la Escuela de Aviación de Las Palmas; se compraron los primeros cuatro submarinos artillados y provistos de torpedos; se creó la Escuela de la Guardia Civil y Policía que contó en sus inicios con instructores españoles; fue creado el Ministerio de Marina en 1920 independizándolo del Ejército. Finalmente, se inició el proyecto de irrigación de Olmos y se dejaron listos los de Imperial (Cañete), La Chira y Sechura (Piura), y Esperanza (Chancay).

DE otro lado, mucha polémica desató el trato que dio el régimen a las tensiones limítrofes que debían resolverse con Colombia y Chile. Con el país del norte Leguía quiso darle a las conversaciones un tono más conciliatorio. La pretensión colombiana era lograr acceso soberano al Amazonas sobre la región de Maynas, mediante el canje de unos territorios cedidos por el Ecuador a Colombia. Bajo ese marco se llegó a un arreglo definitivo en un tratado firmado en Lima el 24 de marzo de 1922, por el canciller Alberto Salomón y el enviado colombiano Fabio Lozano (Tratado Salomón-Lozano). El documento cedía todas las tierras comprendidas entre los ríos Caquetá y Putumayo más el llamado Trapecio Amazónico o Trapecio de Leticia, que dio derecho a Colombia a navegar por el Amazonas. El Perú sólo ganó una faja de terreno denominada Triángulo de Sucumbíos entre el Putumayo y el San Miguel. Una tormenta de críticas por parte de la opinión pública peruana desató una crisis política en torno a la firma de este documento, pues incluía la merma territorial del Trapecio Amazónico con la población de Leticia. Contra todo pronóstico, el tratado fue aprobado por el Congreso cinco años después. La cuestión, sin embargo, no quedó allí. En setiembre de 1932, cuando ya gobernaba el Perú Sánchez Cerro, un grupo de loretanos se apoderó de Leticia y expulsó a las autoridades colombianas. El país estuvo al borde de la guerra con Colombia.


Manifestaciones en favor de Leticia

Con Chile la herida dejada por la guerra y las condiciones del Tratado de Ancón no tenían cuándo cicatrizar. El problema era cómo definir los términos para la celebración del plebiscito que decidiera el futuro de las provincias de Tacna y Arica. A partir de inicios de siglo, la política chilena estuvo destinada a hacer fracasar la consulta popular desarrollando una activa política de “chilenización” de los territorios ocupados, organizando la migración de ciudadanos chilenos y hostilizando a la población peruana. Ambas situaciones fueron comprobadas por los miembros de las comisiones mediadoras estadounidenses; en 1922 se decidió someter el caso al arbitraje de los Estados Unidos.

El gobierno de Washington se inclinó por la realización del plebiscito señalando que debían votar todos los peruanos y chilenos con dos años de residencia en las zonas ocupadas. Chile, que había llevado gran cantidad de sus ciudadanos, estuvo de acuerdo. Sin embargo, cuando el gobierno de Santiago se dio cuenta, gracias a los cálculos de la votación, que perdería la consulta prolongó el asunto hasta que los delegados arbitrales decidieron no celebrarla en tales condiciones. En 1926, el general William Lassiter -sucesor del general John Pershing en la delegación arbitral- concluyó que era imposible convocar al plebiscito, dejando entrever que Chile era culpable del impasse. En 1928, por un pedido expreso de Washington, se reabrieron las embajadas en Lima y Santiago, insinuándose así los primeros pasos a un arreglo. Por fin, casi después de medio siglo, la seria cuestión sería resuelta por el Tratado de Lima que sancionó la renuncia al fracasado plebiscito. Este tratado se firmó el 15 de mayo de 1929 y participaron los delegados Pedro Rada y Gamio por el Perú y Emiliano Figueroa Larraín por Chile. El tratado significó la pérdida de Arica y la recuperación de Tacna al territorio peruano. Un protocolo complementario terminó obligando a Chile construir un “malecón de atraque” en Arica para uso del Perú y darle allí franquicias propias de un puerto libre; en el Morro de Arica se elevaría un monumento que simbolizara la concordia de ambos pueblos.

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Los años 20: cambios constitucionales

Fiel al estilo de los regímenes autoritarios en América Latina, Leguía, desde el inicio de su mandato, en 1919, dejó en claro que para modernizar el país era necesario elaborar otro marco constitucional. De esta manera, la Asamblea Nacional fue revestida con poderes constituyentes. La Comisión de Constitución estuvo presidida por Javier Prado quien manifestó: Nosotros no queremos que estos principios se consideren como entidades abstractas y metafísicas, como mitos supersticiosos, sino como fuerzas vivas, como realidades fecundas que puedan desarrollarse, extenderse y ampliarse, en bien del país. La nueva Carta quedó sancionada el 18 de enero de 1920.

Uno de los títulos más importantes de la Carta fue el de “Garantías Sociales”. Se consagró el habeas corpus y la inviolabilidad de la propiedad, bien sea material, intelectual, literaria o artística. El Estado reconocía la libertad de comercio e industria y garantizaba la libertad de trabajo. Se prohibían los monopolios y acaparamientos industriales y comerciales. La enseñanza primaria era obligatoria y gratuita. Finalmente, uno de los temas más significativos establecía que el Estado: protegerá a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades. La Nación reconoce la existencia legal de las comunidades indígenas y la ley dictará los derechos que le corresponden.

La nueva Carta, además, promovía los gobiernos locales a través de Congresos Regionales con capacidad legislativa. Había libertad de tránsito, de reunión y de prensa. Había también artículos de carácter idealista, moralizador y ordenador; por ejemplo, la prohibición de que nadie gozara de más de un sueldo o emolumento del Estado sin distingo de empleo o función. Se expresó también que la Nación profesaba la religión católica, apostólica y romana y el Estado la protege, sin embargo, también se añadió que nadie podrá ser perseguido por razón de sus ideas ni por razón de sus creencias.

Las constituciones que había tenido el país hasta entonces no admitieron la posibilidad de la reelección presidencial. Tampoco ésta de Leguía la autorizó. Su artículo 113 decía: El presidente durará en su cargo cinco años y no podrá ser reelecto sino después de un período igual de tiempo. No obstante, como Leguía se sentía iluminado y poseedor de una misión casi providencial de llevar al país por la senda del progreso modificó este artículo en 1923 de esta manera: El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá, por una sola vez, ser reelegido. Pero 1927 continuaron las modificaciones y se promulgó lo siguiente: El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá ser reelecto. Estas “reformas constitucionales” en manos de un Congreso siempre adicto, permitieron a Leguía permanecer durante 11 años en el poder.

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Los años 20: excesos y adulación

El régimen leguiísta no escatimó esfuerzos en pasar por alto su propio orden legal y volvió a las viejas prácticas caudillescas, autoritarias y populistas que no habían podido democratizar al Estado peruano desde el siglo XIX. En este sentido, Leguía forjó su poder en la fuerza del dinero. Muchas obras públicas se realizaron encubriendo los negocios oscuros de sus allegados o clientela política. Tomemos el caso de los créditos facilitados por banqueros neoyorquinos por 77 millones de dólares invertidos en obras públicas. La magnitud de los préstamos provocó que el Congreso norteamericano iniciara una investigación y se habló, finalmente, que un pariente muy cercano al Presidente recibió una buena suma de dinero como gratificación por los servicios para la buena pro en la concertación de los créditos.

De otro lado, Leguía manejó bien la antigua imagen paternalista del Presidente. Por ejemplo, al reconocer y legalizar la propiedad de las comunidades indígenas, comenzó a ser llamado el nuevo “Wiracocha” por los pobladores de la sierra. Él mismo se llamó así y gustaba pronunciar discursos en quechua, lengua que, naturalmente, desconocía. Al mismo tiempo, nombró una comisión parlamentaria que investigara los problemas de los campesinos. Tres diputados recorrieron la sierra sur a fin de recoger material que les permitiera proponer un proyecto de ley para “solucionar” el problema indígena. Por último, recordemos que Leguía creó el Patronato de la Raza Indígena y estableció, el 24 de junio, el “Día del Indio”. Todo quedó en promesas y demagogia.

La suma de estas prácticas institucionalizaron la adulación, muchas veces sin ningún pudor, de la figura del creador de la Patria Nueva. Los amigos del Oncenio hablaron del “Siglo de Leguía”, del “Júpiter Presidente”, del “Nuevo Mesías”, comparando al Leguía con Alejandro Magno, Julio César, Napoleón y Bolívar. Se dijo que combinaba la “austeridad de Lincoln”, “la voluntad de Bismark” y la “lealtad de los Graco” En 1928 el gabinete ministerial le regaló un cuadro al óleo. No hemos encontrado nada digno de ofreceros: sólo vuestra propia efigie, declaró el ministro José Rada y Gamio en el discurso de rigor. Ni siquiera el embajador de los Estados Unidos Alexander Moore pudo sustraerse al coro de elogios. En un banquete ofrecido por él al padre de la Patria Nueva dijo: Que Dios os conceda muchos años de vida. Por la grandeza del Perú desearía que vivierais para siempre. Os pido, amigos míos aquí congregados, que bebamos a la salud de uno de los hombres más grandes que el mundo haya producido -el Gigante del Pacífico Augusto B. Leguía. El embajador norteamericano, además, fue un entusiasta promotor de la candidatura de Leguía al premio Nóbel de la Paz por haber firmado los tratados con Chile y Colombia.

Por estas razones Leguía no pudo establecer y desarrollar la institucionalidad en el país. Su propia Constitución tuvo una vigencia más formal que real. Es cierto que durante su régimen se marcó un punto de quiebre frente al pasado, pues la idea de la Patria Nueva implicaba una ruptura con lo que había sido la mentalidad civilista. Pero el proyecto no llegaría a cuajar. Un opositor a Leguía, Víctor Andrés Belaunde, describió al régimen como un “cesarismo burocrático”.

En la imagen vemos a Leguía visitando el local de la Universidad de San Marcos donde había sido declarado “Maestro de la Juventud” en 1918.
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Los años 20: el modelo intervencionista

Si bien Leguía quería transformar el Perú en una nación moderna, abierta al desarrollo capitalista con la ayuda del capital extranjero, era necesario contar con un estado fuerte. Su gobierno debía construir, facilitar el crédito y promover el empleo. De este modo, el Estado tenía que multiplicar sus funciones y ser el principal instrumento del desarrollo económico. Esto significaba una seria ruptura con el esquema civilista y la tarea era desmontar su tímido aparato estatal.

Desde ese momento, el Perú vio cómo su estado se transformaba en un aparato cada vez más burocratizado e intervencionista. Al aumentar sus funciones también había aumentado sus gastos. El presupuesto nacional, por ejemplo, se cuadruplicó en comparación a los años del civilismo. Esta expansión del gasto se debió, en un primer momento, a una minuciosa reforma tributaria. La gran innovación fue el aumento progresivo del impuesto a la renta que afectó a los sectores con mayores ingresos. Asimismo, elevó las tarifas aduaneras tanto a las importaciones como a las exportaciones. Se aumentaron, por ejemplo, las tasas impositivas a los principales productos de exportación: algodón, azúcar, lana, petróleo y vanadio. Los impuestos indirectos a los productos de consumo masivo -tabaco, alcohol, fósforos, gasolina, cemento, correos- también se aumentaron siguiendo la vieja lógica civilista. Para coronar todo este esfuerzo, no había que descuidar recaudación y el manejo del gasto público. Por ello, se creó la Compañía Administradora de Rentas, se reformó la aduana del Callao para evitar el fraude fiscal y, casi al final del Oncenio, se organizó la Contraloría General de la República con el fin de supervisar los manejos financieras del Estado. Queda aún por saberse si fueron eficaces estas reformas.

La idea, como hemos visto, era financiar el desarrollo nacional a partir de recursos propios o del ahorro interno. Sin duda una aspiración saludable. Pero ese esquema sólo duró hasta 1924 más o menos. A partir de ese momento se fueron incrementando los empréstitos provenientes de los Estados Unidos y el país entró en una peligrosa fase de endeudamiento externo. ¿Por qué cambió el esquema? Al parecer la razón fue política. Leguía quería por todos los medios posibles mantenerse en el poder y asegurarse la reelección. Mucho más fácil era conseguir el crédito norteamericano que fomentar el ahorro interno y así multiplicar la construcción de obras públicas para asegurar la ilusión del progreso. Un progreso que venía de fuera a través de los préstamos e inversiones del capital norteamericano. El manejo sano, con criterios técnicos, que se realizó en los primeros años del Oncenio, quedó atrás con esta nueva versión de populismo.

Por todo ello, en 1930, año de la caída de Leguía, el estado peruano quedó tan vulnerable como en sus peores momentos históricos. El Oncenio no pudo fomentar un sólido crecimiento del aparto productivo a pesar del auge exportador y de la inversión extranjera. No redistribuyó eficientemente lo recaudado a los sectores menos favorecidos de la sociedad. En todo caso, no redistribuyó ahorro interno sino deuda externa a ciertos sectores de la clase media y a los allegados al régimen.
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Los años 20: la dependencia norteamericana

Una de las preocupaciones de Leguía para convertir al Perú en un país moderno era desarrollar la economía atrayendo la inversión extranjera. Buen conocedor del mundo financiero, en fundador de la Patria Nueva sabía que la banca norteamericana atravesaba por un periodo de bonanza y que el gobierno de Washington veía con buenos ojos a los gobiernos “desarrollistas” dispuestos a garantizar las inversiones extranjeras. Por ello, durante el Oncenio, la presencia del capital norteamericano, a través de empréstitos e inversiones, se tornó casi hegemónica.

Respecto al endeudamiento externo, podríamos mencionar que los 77 millones de dólares que gastó el régimen para levantar sus obras públicas provenían de los famosos empréstitos. En once años, la deuda con los Estados Unidos se había multiplicado por 10: había pasado de 10 a 100 millones de dólares. Gran parte del “bienestar” que vivieron los peruanos fue financiado por ese dinero. En el bienio 1926-28, por ejemplo, el 40% del presupuesto lo cubrió el dinero norteamericano. A cambio de esta “generosa” ayuda, los banqueros norteamericanos exigieron la administración aduanera y presupuestaria. Asimismo, gran parte de las obras públicas fueron emprendidas por la Foundation Company, entidad también norteamericana. De esta manera, los prestamistas velaban por el “buen manejo” de sus capitales y aseguraban los reembolsos en las plazos previstos.

Las inversiones norteamericanas también se hicieron presentes en la agricultura azucarera, la industria y, sobre todo, la minería y el petróleo. Esta inyección de capital se comprueba cuando comparamos que, entre 1919 y 1929, las exportaciones mineras aumentaron en un 175% mientras que la exportación de productos agrícolas sólo creció en un 45%. El cobre y el petróleo aparecen como los principales productos de exportación a finales del Oncenio.

Respecto al petróleo podríamos reseñar algunos datos. En 1890, los yacimientos de la Brea y Pariñas, explotados por la empresa británica London Pacific, rindieron poco más de 8 mil barriles; sin embargo, 10 años más tarde, su producción anual sobrepasaba los 200 mil barriles; en 1915, se obtuvieron 1’800,000 barriles. Como es sabido, estos yacimientos generaron serios conflictos al iniciarse el Oncenio, que culminaron con un Laudo arbitral, sumamente controvertido. En efecto, en 1924, los británicos vendieron la Brea y Pariñas a la International Petroleum Company Ltd. de accionistas norteamericanos. Esta empezó entonces a realizar grandes inversiones y a emplear las técnicas más modernas de perforación y explotación. En 1930, la producción se había elevado a más de 10 millones de barriles.

La imagen corresponde a la ciudad de Talara en la primera mitad del siglo XX. En ella se encontraba la refinería de petróleo administrada por la IPC desde 1924.

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