Sinesio López Jiménez
Martín Tanaka (LR, 5 de febrero) cree encontrar en tres de mis artículos recientes (post renuncia del gabinete Lerner) una lógica de confrontación que se emparenta con la desarrollada en un ensayo que escribí en los 70 (De imperio a nacionales oprimidas) y que se aleja de la lógica de concertación expresada en otros escritos míos de los ochenta en adelante. En resumen, afirma que mi pensamiento político en el campo de la izquierda ha evolucionado desde la polarización a la institucionalización y que ahora involuciona a la confrontación, esto es, que paso del estilo Chávez al estilo Lula y que ahora vuelvo al primero.
Tanaka hace una lectura parcial y parcializada de mis columnas recientes (aparecidas en LR) pues deja de lado los términos precisos de la salida del gobierno. Con la renuncia del gabinete Lerner, la izquierda sale del gobierno, pero no renuncia al programa de la gran transformación ni a la hoja de ruta primigenia con la que Ollanta gana la segunda vuelta (Carta desde la sociedad civil). Esto significa que la izquierda evalúa al gobierno desde estas perspectivas programáticas y exige que las cumpla en las políticas que despliega. Este apoyo crítico irá cambiando de acuerdo a las políticas y a la conducta del gobierno.
La misma lectura tiene de mi ensayo de 1978 que fue escrito para entender al Perú, para comprenderme a mí mismo (nací en una hacienda feudal), para explicar (desde la perspectiva de la sociología histórica) la transformación del Imperio de los Incas (siglo XVI) en una clase campesino-indígena en el siglo XX y para celebrar la conquista del voto de los campesinos gracias al proceso de democratización abierto en 1976. ¿Quienes impidieron la participación de los campesinos analfabetos en el siglo XX?, ¿Quiénes bloquearon la participación política del Apra y del PC con el artículo 53 de la Constitución del 33?, ¿Quiénes trataron de impedir la participación de las clases medias y de los jóvenes arequipeños en el proceso electoral de 1956? ¿Quiénes pretendieron sacar del juego electoral a Fernando Belaúnde en 1956? ¿Quiénes entonces polarizaron al país e impidieron un juego electoral e institucional?
La respuesta, estimado Martín, es la misma: No fueron las fuerzas democratizadoras (los ciudadanos movilizados de las diversas clases sociales con sus distintas representaciones sociales y políticas), sino la oligarquía, el gamonalismo, las dictaduras pro-oligárquicas y la derecha política de entonces. Mantuvieron la exclusión casi total al costo de producir y alimentar una polarización exacerbada. La fuerzas democratizadores, en cambio, buscaron participar en las elecciones y abrir un juego institucional (que he llamado incursiones democratizadoras en otros escritos). Es cierto también que los representantes políticos de las fuerzas democratizadoras respondieron al paradigma oligárquico de la exclusión y la polarización con el paradigma de la revolución. Todos los políticos de la reforma (Haya hasta los 50, Cornejo Chávez, Belaúnde, las izquierdas desde luego y hasta Velasco mismo) hablaron de la revolución para acabar con la exclusión oligárquica.
Martín parece asustarse con las polarizaciones que, con frecuencia, son inevitables en un país sin instituciones fuertes como el nuestro y parece creer que la concertación y la institucionalización acaban con ellas. Grave error. Toda polarización expresa una o un conjunto de contradicciones o clivajes (económicos, sociales, políticos, culturales) que es necesario resolver para construir el orden (si es justo mejor). Hay tres maneras típicas de manejar las polarizaciones. Una es la sumisión (derrota) de los de abajo. Otra es la lógica de las movilizaciones contestatarias-la represión-la negociación (Charles Tilly en sus últimas obras brillantes) que no resuelve las contradicciones, pero las redefine, si la negociación es exitosa para los de abajo. Y finalmente, la victoria de los de abajo sobre los de arriba. Es el caso típico de una revolución exitosa. A diferencia de México o de Bolivia, Perú se ha movido entre la sumisión y la contestación negociadora. Es esta última la que permite el juego institucional.
La institucionalización no acaba, sin embargo, con las polarizaciones ni con las contradicciones sino que las transforma (haciendo que el enemigo devenga un adversario y un opositor) y permite que los actores diferentes jueguen el mismo partido (competencia electoral) con las mismas reglas. Pero la lucha continúa porque hay que resolver las contradicciones en democracia y esta, para que tenga calidad, tiene que apoyarse en un proceso democratizador. Esta es ya otra discusión.
Archivo del Autor: Sinesio López Jiménez
PERU: EL ESTADO Y LOS CIUDADANOS (1990-2011)
Sinesio López Jiménez
La democracia y la dictadura en el Perú del siglo XX se mueven por ciclos que se alternan. El motor que los dinamiza es la relación cambiante entre el Estado y los ciudadanos. Cuando éstos formulan demandas y realizan protestas y movilizaciones inician o reactivan los ciclos de democratización (que se institucionaliza para culminar en una democracia) y cuando el Estado fortalece sus capacidades y reprime afectando los derechos de los ciudadanos anuncia o pone en marcha un ciclo autoritario. La del 90 es una década de desdemocratización en el Perú. El golpe del 5 de abril de 1992 cerró el ciclo de democratización (abierto en 1976) que dio lugar a la transición 1978-1980 y a la instauración del régimen democrático del 80 y que continuó en esa década, pero debilitado y neutralizado por el terrorismo de Sendero Luminoso y del MRTA. Ese golpe tuvo varios sentidos. El primero, recuperar para el Estado el monopolio perdido de la violencia e imponer el orden; el segundo, arrebatar los derechos de los ciudadanos; el tercero, perpetuar a Fujimori en el poder y cuarto, establecer el modelo neoliberal extremo y blindarlo constitucionalmente.
El caos económico creado por la hiperinflación y el político generado por el terrorismo indujeron a los ciudadanos a otorgar un respaldo mayoritario al golpe del 5 de abril. Eso no obstante, las relaciones que estableció el Estado con los ciudadanos (apoyados por las principales democracias de América y Europa) fueron muy inestables y quebradizas dando lugar a sucesivos y breves regímenes políticos no democráticos: la dictadura inicial, la dictablanda, la democradura y un régimen autoritario relativamente estable que duró hasta el 2000. El Estado que emergió de ese golpe tuvo un carácter contradictorio. Por un lado, recuperó poco a poco sus capacidades políticas (monopolio de la violencia, dominio territorial, funcionamiento burocrático, imposición del orden, capacidad extractiva de recursos, dación de políticas públicas, etc) y por otro, debilitó y redujo su rol económico y su capacidad reguladora del mercado.
Del capitalismo de Estado de Velasco se pasó al capitalismo de mercado sin un Estado autónomo que lo regule. Los organismos reguladores (Indecopi, Osiptel, Osinerming, etc,) estuvieron y están subordinados a los intereses de los grupos económicos que deben ser regulados. Los organismos financieros internacionales (FMI, Banco Mundial, BID) y los grupos económicos poderosos capturaron el Estado, crearon islas estatales de modernidad (MEF, BCR, SUNAT, etc) y mantuvieron los aparatos sociales en la inopia y en la ineficacia burocrática. Gracias a esas islas de modernidad, el ministro de economía, que desde el 90 no proviene del partido que triunfa en las elecciones sino de los organismos financieros internacionales y de los bancos, es un superministro que es casi el gobierno.
La captura del Estado trae consigo la imposición de los intereses de los grupos económicos poderosos a todo el país a través de la burocracia, bloqueando la posibilidad de que el Estado exprese y defienda el interés general y el bien común e impidiendo la formulación y el acceso a las políticas públicas universales de calidad. La captura del Estado por los intereses privados abre las puertas a la corrupción o, en todo caso, la tolera. La captura y la corrupción son casi lo mismo. En ambos casos se trata de la apropiación de los aparatos estatales y/o de los fondos públicos para ponerlos al servicio de los intereses privados.
El Estado neoliberal acompañó la emergencia y permanencia del capitalismo salvaje (capitalismo sin derechos de los trabajadores, mercado sin Estado, apertura al mercado internacional sin protección interna, etc.) y desplegó una política asistencialista agresiva (financiada por el Banco Mundial y el BID) en los tiempos de Fujimori, quien gobernó para los ricos con el apoyo de los pobres. Ese Estado neoliberal limita los derechos políticos y civiles de los ciudadanos y recorta sus derechos sociales. Con la marcha de los cuatro suyos se inició un nuevo ciclo de democratización que (con apoyo externo) se trajo abajo al gobierno autoritario de Fujimori, posibilitó la instauración de regímenes democráticos del 2001 en adelante, pero no ha logrado aún recuperar todos sus derechos perdidos en la década del 90.
Toledo permitió el libre cauce del ciclo democratizador, García pretendió liquidarlo criminalizando las protestas sociales y se esperaba que Ollanta lo fortaleciera, pero la forma autoritaria de enfrentar las protestas y los movimientos sociales anuncia más bien un freno en seco. Mi hipótesis es, sin embargo, que, por las expectativas desatadas, la ola democratizadora que viene es grande.
PERU: EL ESTADO Y LOS CIUDADANOS (1900-1990)
Sinesio López Jiménez
El Perú no ha logrado hasta ahora establecer una relación equilibrada entre el Estado y los ciudadanos que permita y garantice la democracia. Estas relaciones han estado marcadas casi siempre por el desequilibrio que ha provenido principalmente de los cambios en el Estado. Los peruanos hemos tenido o poco Estado que no tenía capacidad para reconocer ni garantizar los derechos de los ciudadanos o mucho Estado que los aplastaba. Los ciudadanos han hecho lo suyo en la búsqueda de un equilibrio democrático con el Estado a través de sus demandas de derechos, de sus contestaciones, movilizaciones y negociaciones.
Los cambios en las relaciones entre el Estado y los ciudadanos han producido diversos tipos de regímenes: democráticos, no democráticos, dictablandas, democraduras y otras especies. Los momentos democratizadores han surgido por lo general de las contestaciones ciudadanas mientras los momentos de desdemocratización (que son también momentos autoritarios) han provenido generalmente (no siempre) de las políticas del Estado. La iniciativa y la dinámica de los cambios estatal-ciudadanos varía. En algunos casos, ellas provienen del Estado (Velazco, Fujimori) y en otros de los ciudadanos (1955-1968, 1976-86; 2001 en adelante).
Aparte del Estado criollo del siglo XIX, que no era propiamente un Estado, en el Perú han existido tres formas de Estado que han tenido diversos tipos de relación con sus ciudadanos: El Estado oligárquico (1895-1968), el Estado velasquista (1968-90) y el estado neoliberal. El Estado oligárquico fue una estructura muy débil y fragmentada (no tuvo una autoridad centralizada), fue privatizado por los grandes propietarios de la tierra (oligarquía y gamonalismo) que controlaron sus aparatos principales, no tuvo el monopolio de la violencia, sus relaciones con los ciudadanos fueron indirectas (mediadas por los terratenientes), sus aparatos coercitivos tuvieron preeminencia sobre sus aparatos hegemónicos, su capacidad impositiva fue mínima y fue incapaz de establecer políticas públicas universales.
El Estado oligárquico fue la forma política de la economía agro-minero-exportadora (que coexistía con el gamonalismo y amplios sectores económicos tradicionales) y desplegó, por eso, una política económica ortodoxa (liberal). Con respeto a los ciudadanos fue excluyente, paternalista, represivo y cooptativo. Fue incapaz de reconocer los derechos ciudadanos y de garantizarlos. Las cosas comenzaron a cambiar con la formación del Apra (sobre todo) y del PC en los 30 y aceleraron el paso después de los 50 con movimientos de clases medias, grandes movimientos campesinos, con las luchas de los pobladores urbanos y con el movimiento obrero. Se produjo entonces un ciclo político de movilización y contestación-represión- negociación que favoreció la democratización y un ensanchamiento de los derechos ciudadanos que, sin embargo, seguían siendo limitados.
El velasquismo fortaleció el Estado echándose abajo a todos los poderes (la oligarquía, el gamonalismo, las empresas extranjeras, los medios) que lo habían capturado y que impedían el desarrollo de sus capacidades estatales, centralizó la autoridad, estableció relaciones directas con los ciudadanos, culminó la monopolización de la violencia (que comenzó en el oncenio de Leguía), impulsó un reforma de la burocracia estatal, liberó a la servidumbre rural, desplegó políticas de reconocimiento de la diversidad cultural, integró a los ciudadanos en forma corporativa, incrementó la presión tributaria y estableció políticas públicas universales que, sin embargo, no llegaron a toda la sociedad y al territorio.
El Estado Velasquista impulsó el proceso de industrialización y de desarrollo del mercado interno, pero fracasó porque la burguesía era muy débil y porque faltaron capitales para financiarlo debido, entre otras cosas, a que no existió en los 70 una vigorosa demanda internacional de materias primas. Como dictadura corporativa inclusiva, su relación con los ciudadanos fue contradictoria. Por un lado, limitó los derechos políticos de los ciudadanos pero, por otra, ensanchó parcialmente los derechos civiles y otorgó un reconocimiento amplio a los derechos sociales de los trabajadores. La situación cambió gracias a los masivos movimientos ciudadanos entre 1976 y 1986 que iniciaron un nuevo ciclo democratizador de contestación-represión-negociación dando lugar a la democracia a partir de 1980 y ensanchando los derechos de los ciudadanos, aunque el Estado no podía garantizarlos.
La aparición del terrorismo en los 80 neutralizó el ciclo democratizador, debilitó al Estado, generó el caos y la ingobernabilidad y sentó las bases del Estado autoritario de los 90.
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LA CAPTURA DE OLLANTA
Sinesio López J
La captura de Ollanta, como la de Atahualpa, se produjo en Cajamarca, coincidentemente en el mes de noviembre, pero con la friolera de 479 años de diferencia. Sus captores no han sido, desde luego, las huestes de Pizarro (reforzadas por Almagro) sino sus descendientes: los Velarde, los Castilla, con el refuerzo posterior de los Benavides y compañía. El rescate no ha sido un modesto cuarto dos veces lleno de plata y una de oro sino la codiciada mina de La Conga y sus lagunas atiborradas del metal precioso.
A diferencia de Atahualpa, Ollanta no ha sido felizmente condenado a la horca porque no arrojó la Biblia de los nuevos conquistadores (el catecismo neoliberal) sino que la ha hecho suya, la ha estrechado contra su pecho y todos ellos han quedado satisfechos. Hasta le han hecho creer que sigue gobernando el Perú desde el cautiverio. Como broche de oro, una encuesta, muy objetiva, científica y oportuna, ha mostrado que todos los peruanos de los diversos estratos sociales están felices con la captura, el cautiverio, el rescate y la continuidad de su gobierno.
Más allá de las semejanzas y las diferencias, constato que la historia se repite, pero no voy a apelar a Vico o a Marx para explicar esa aburrida repetición. Me parece más fundada la idea del path dependence de los politólogos serios, (no de los figuretis que gustan tanto a la derecha), según la cual un hecho importante y decisivo de la historia de un país marca su camino y condiciona lo que viene después. Las instituciones, que encarnan trayectorias y punto de inflexión, son configuradas por la historia y los actores pueden elegir una alternativa entre diversos cursos de acción dentro de los marcos institucionales establecidos, pero no pueden elegir las circunstancias en las que ellos actúan.
La conquista y colonia han marcado la historia del Perú y los diversos esfuerzos por revertirlas han fracasado. El intento más serio fue el de Túpac Amaru en 1780, pero fue derrotado por los españoles con el alto costo de más de 100 mil muertos. La independencia del Perú fue una revolución ambigua, según el historiador inglés John Lynch. Los criollos querían la independencia sin abjurar de la colonia. Pablo Macera se ha preguntado cómo era el Perú al día siguiente de la independencia y se ha respondido: el mismo de antes. En los años 30 del siglo XX, Haya de la Torre y Mariátegui, cada uno dentro de sus propios cauces, pretendieron construir el Estado-nación, pero sus organizaciones y propuestas fueron cooptadas (Apra) o derrotadas (el PS y luego el PC) por la oligarquía.
Las reformas de Velasco y de los militares en los 70 fueron las que más lejos llegaron en el intento de revertir la conquista y la colonia, acabando con la oligarquía y el gamonalismo, pero los diversos errores del gobierno y de sus líderes y las adversas circunstancias nacionales e internacionales impidieron que el Estado-nación fuera impuesto desde arriba. Otro esfuerzo frustrado en los 80 fue la Izquierda Unida (IU). Muchos peruanos y peruanas esperábamos que Ollanta abriera el camino democrático de la gran transformación, impulsara un conjunto de reformas que acabaran con el capitalismo salvaje del neoliberalismo, instalara un capitalismo democrático en una primera etapa y avanzara luego hacia un desarrollo nacional inclusivo. Esperábamos que, a pesar de algunos recodos en el camino, se superaran las deficiencias de 1821, se construyera el Estado nacional republicano y se contribuyera a celebrar en grande el bicentenario de la independencia del Perú.
La captura de Ollanta acabó con estos sueños. Pienso que Ollanta se resistió a ser capturado en un primer momento e intentó organizar un gobierno legítimo y viable sobre la base del triunfo electoral de la segunda vuelta. Su voluntad política no fue, sin embargo, muy vigorosa ni su imaginación muy fecunda para movilizar y organizar el apoyo popular que lo sustentara, que le permitiera cambiar la relación política de fuerzas y que bloqueara la ofensiva de la derecha económica, política y mediática y los susurros de sus asesores brasileros. Pocos días antes de la toma de mando, cedió a las presiones y cantos de sirena e invitó a Velarde y Castilla a que, en representación de los grandes grupos económicos y financieros, siguieran con la captura del Estado.
Se organizó entonces el gobierno de concertación integrado por Ollanta y sus amigos, la derecha económica y la izquierda. Con la salida posterior de ésta del gobierno y con el consiguiente fortalecimiento de la derecha económica y del entorno militar, se crearon las condiciones políticas para pasar de la captura del Estado a la captura de Ollanta.
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LAS HOJAS DE RUTA
Sinesio López Jiménez
La hoja de ruta ha sido políticamente prostituida. Todos la manosean y la definen como quieren. El fujimorismo, la Alianza por el Gran Cambio y el Apra tienen una visión conservadora de ella y la entienden, en lo esencial, como la continuidad del modelo económico y de las políticas públicas del 90 en adelante. Valdés y Castilla le han arrebatado el horizonte utópico y reformista y la han convertido en una hoja de parra que oculta sus desnudeces fujimoristas. Cada cual la apoya y exige su cumplimiento de acuerdo a la manera como la entiende y la define. Como anotó agudamente Carlín en su momento, a la hoja de ruta se le han caído algunas letras que fueron sustituidas por otras otorgándole un sentido radicalmente distinto al primigenio.
Ella surgió como una adecuación del programa de la gran transformación a la coyuntura de la segunda vuelta y como expresión de la nueva coalición social y política con los sectores liberal-democráticos. Gracias a esa nueva coalición se pudo ganar a Keiko Fujimori y a todos los poderes que la respaldaron pasando de 32% a casi 52%. Se consideró con razón que los tiempos políticos no son homogéneos sino que cambian de acuerdo a las modificaciones en las relaciones de poder entre las fuerzas sociales y políticas. En la coyuntura de la segunda vuelta, que era moderada y hasta conservadora, la exitosa hoja de ruta tuvo un sentido de cambio y de reforma. Hoy, en cambio, ella tiene un sentido conservador debido al avance del fujimorismo y de las fuerzas conservadoras que se ha producido en el gobierno.
Ello significa que el sentido político de los acontecimientos y de los programas no depende sólo del significado que le imprimen los actores sino también del carácter del contexto (reformista o conservador) en el que ellos operan. En otras palabras, el contexto resignifica el sentido político que los actores otorgan a sus acciones y a los programas. ¿En qué momento la hoja de ruta comienza a perder su horizonte utópico y su filo reformista?. Mi hipótesis es que esa mutación comienza cuando el presidente Ollanta, presionado por los poderosos grupos económicos y por la derecha política y mediática e inducido por “los brasileros”, decide cogobernar con los representantes (Velarde Y Castilla) del orden neoliberal. En ese momento se introduce también lo que hoy se llama falta de cohesión porque fuerzas extrañas a Gana-Perú comienzan a cogobernar.
El discurso de Valdés culmina la tarea de reconversión de la hoja de ruta. Con su avance temporal se ha producido una cosa curiosa: Los que introdujeron la disonancia en el gabinete Lerner han terminado acusando a los autores de la primigenia hoja de ruta (la izquierda y el centro liberal-democrático) de producir una falta de cohesión en el gobierno. Este hecho demuestra que son los triunfadores los que ponen nombre a las cosas y que los derrotados no tienen derecho a la memoria. Es interesante comparar los discursos de los dos Primeros Ministros del gobierno de Ollanta (Lerner y Valdés) para comprender mejor los sentidos diferentes que tiene la hoja de ruta. El de Lerner presentó cuatro horizontes (crecimiento con inclusión en democracia; igualdad de derechos, oportunidades y metas sociales alineadas con los objetivos del milenio; concertación económica y social en el ámbito nacional, regional y local y reencuentro histórico con el Perú rural) que señalaban el norte de los grandes cambios que debía impulsar el gobierno y diez políticas que buscaban concretarlos.
El discurso del señor Valdés, en cambio, recoge una vieja propuesta tecnocrática y burocrática que proviene de la capilla del MEF y deja de lado los cambios y reformas de la hoja de ruta original, a la que quita la garra y el punche necesarios que requiere todo impulso transformador. Para citar sólo algunas de las muchas ausencias de cambio, la lucha contra la corrupción, que hacía la diferencia, se ha esfumado y la necesaria reforma del Estado ha sido achatada y reducida a una modesta propuesta de modernización de la gestión pública. De ese modo, el Estado seguirá capturado por los grandes grupos económicos, se mantendrán las islas de modernidad que le permiten al MEF operar como si fuera el gobierno, las políticas públicas (la educación, la salud, la seguridad y la justicia) no llegarán a todos los peruanos y peruanas por igual y la descentralización no tendrá el impulso necesario para superar la desigualdad entre las regiones, el atraso y la desarticulación del territorio.
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CARTA DESDE LA SOCIEDAD CIVIL
Sinesio López Jiménez
No le escribiría esta carta, señor Presidente, si yo considerara que todo lo que significó su candidatura a la Presidencia de la República está irremediablemente perdido. El proyecto de la gran transformación que nos identifica a todos los nacionalistas e izquierdistas que luchamos para que Ud. pasara a la segunda vuelta sigue en pie. La hoja de ruta que amplió las alianzas hacia el centro liberal-democrático para que Ud. triunfara en la segunda vuelta y accediera al gobierno es un compromiso serio que hay que respetar. Algunos ciudadanos que acompañamos al gabinete Lerner hemos salido del gobierno, pero no hemos abandonado el proyecto de la gran transformación, al que, por el contrario, vamos a dotar de músculos y nervios y a darle una vida de masas.
Felizmente la política no se encapsula en el gobierno ni se enmarca sólo en el Estado. Estos constituyen su referencia y su objetivo, pero ella se desarrolla en las conciencias de la gente de a pie, en las demandas y propuestas ciudadanas, en la sociedad civil, en los movimientos sociales y en sus representaciones políticas. Estas serán nuestras permanentes trincheras de combate, desde las cuales buscaremos enrumbar al gobierno e incidir en sus decisiones políticas. Espero que Ud. tenga la sensibilidad democrática y la necesaria disposición de ánimo para acogerlas y darles un efectivo curso político. Tenemos que evitar otro desencanto y una nueva frustración de los excluidos y olvidados de siempre. La alta votación de estos sectores por Ud. en las dos vueltas electorales mostró que sus esperanzas de cambio eran tan grandes como sus sufrimientos. Una nueva frustración puede desatar en ellos iras o escepticismos tan grandes como sus sueños de justicia.
Formo parte del colectivo “Los ciudadanos por el cambio” y de los intelectuales que apoyaron su candidatura cuando ella no despegaba. Escribí varias columnas en defensa suya cuando García y la derecha, que ahora lo elogian, lo demolían todos los días utilizando todos los recursos del poder. De nada de esto me arrepiento. Ser de izquierda, en un país sin representación política de las clases populares, es apostar a las fuerzas progresivas y viables (políticamente) que buscan la justicia y la libertad en cada etapa de la historia. Mi error y el de mis amigos y compañeros de la izquierda fue dejar de lado la necesidad de organizar una fuerza política propia para respaldar mejor su candidatura y evitar los desvíos del camino escogido.
Tenemos que evitar, Presidente, que los electores y la democracia sean traicionados otra vez como en 1990, como en el 2001, como en el 2006, años en los que terminaron gobernando los que habían perdido. De eso proviene el descrédito de la política, de los políticos y de la democracia. Sostengo, por esa razón, que nos faltó la voluntad política necesaria para hacer valer el triunfo electoral de la segunda vuelta y organizar un gobierno legítimo sobre esa base. Se tenía un buen equipo de gobierno –por estudios y por experiencia- y se ofrecían a todos y a todas las garantías necesarias para el desarrollo de sus intereses y aspiraciones: seguridad jurídica, equilibrios macroeconómicos, políticas fiscal y tributaria responsables para los grupos económicos poderosos; estabilidad y libertad para las clases medias; empleo, ingresos dignos y derechos para los trabajadores y políticas de inclusión para los pobres y muy pobres.
Inducido por “los brasileros”, a los que se ha dado más importancia de la que realmente debieran tener, Ud. hizo subir a bordo a los que habían votado por Keiko Fujimori para que participaran en el manejo del gobierno. Asustado por los grupos económicos y por la derecha política y mediática que le decían que si Conga no iba se corría el riesgo de perder 53 mil millones de inversión minera y azuzado por los servicios de inteligencia que le “informaban” que los rojos movían todos los hilos de los movimientos antimineros, Ud. ha decidido romper con los electores populares y regionales que lo llevaron al gobierno, con la izquierda que lo apoyó para pasar a la segunda vuelta y con Toledo que lo ayudó a ganar la segunda vuelta y ha decidido refugiarse en el ejército como fuente de su poder.
Eso dice mucho del orden que Ud. quiere construir en una situación de crisis, pero olvida un dato fundamental de la política que Hannah Arendt subrayó: la violencia es el arma, pero el poder es el número. El número es el conjunto de ciudadanos, la sociedad civil en movimiento y la fuente legítima de poder con la que Ud. ha decidido temporalmente romper. Le deseo un buen año 2012, Presidente, y espero que en el curso del mismo se reencuentre con el pueblo que lo eligió.
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IN MEMORIAM
Sinesio López Jiménez
La muerte nos arrebató a uno de los grandes de la Ciencia política de América Latina, a un maestro paradigmatico y a un amigo entrañable. La fecunda biografía intelectual de Guillermo O’Donnell condensa la agitada historia de América Latina del siglo XX y del siglo XXI. Su obra política se organiza en torno a un eje central: el autoritarismo, las transiciones y la democracia analizados en una perspectiva comparada. Como en las mejores tradiciones de la ciencia política, O’Donnell es el politólogo latinoamericano de la comparación. Sus investigaciones y reflexiones colaterales sobre el Estado, el sistema legal, la accountability, la pobreza, la cultura política, la ciudadanía alimentan y enriquecen ese eje central. En Julio del 2009 visitó Lima y recibió el honoris causa de la PUCP. Tuve el honor de presentarlo en esa ocasión con un largo artículo que no he publicado y publiqué más bien una pequeña reseña en el diario La República (julio del 2009). La reproduzco aquí como homenaje a un autor que está llamado a ser un clásico en el pensamiento político latinoamericano y, que como tal, vivirá siempre.
GUILLERMO O’DONNELL
En América Latina elegimos gobernantes supuestamente democráticos, pero nos gobiernan dictadores. Nuestros regímenes son más democracias de entrada que de salida. Pese a algunas deficiencias de entrada (sobre todo en las fallas de la competitividad electoral y en los déficits de ciudadanía), las elecciones han alcanzado un nivel aceptable de limpieza e institucionalidad. Casi todas ellas reciben el visto bueno de los observadores electorales de países extranjeros y de organismos especializados. El problema viene luego en el ejercicio del poder y de la representación. Una vez elegidos, los representantes y los gobernantes se sienten con las manos libres para decidir sin dar cuenta a nadie. Se olvidan del debido proceso, del cumplimiento de la ley, de las instituciones, de la transparencia y de la accountability. Algunas de sus decisiones son abiertamente ilegales e ilegítimas. Las cosas se agravan si el presidente se siente un caudillo que es capaz de llevar a su país del desierto a la tierra prometida.
Guillermo O’Donnell ha llamado democracias delegativas a este tipo de regímenes políticos decisionistas y cesaristas. Han existido en otras épocas y en otras latitudes, pero reaparecieron con fuerza en las transiciones democráticas de los 80 de América Latina. O’Donnell encontró el nombre preciso para designar un viejo fenómeno más o menos conocido. Este no es el único caso de éxito en el análisis y en la nominación de los fenómenos políticos. Otro caso notable es el análisis de las dictaduras conosureñas de la década del 70 a las que denominó Estados Burocráticos Autoritarios (EBA). “Coaliciones democratizantes” llamó a las articulaciones implícitas y a los juegos en pared que hacían los blandos de las dictaduras y de la oposición democrática para hacer viables las transiciones.
O’Donnell es probablemente el politólogo latinoamericano de mayor prestigio internacional y el que más ha contribuido al desarrollo de la ciencia política en América Latina. Su originalidad siempre sale a flote en medio de su deslumbrante erudición. Sus libros, artículos e ideas son estudiados y discutidos en las principales universidades y centros de investigación del mundo. Tres grandes temas y problemas han concitado su atención y han merecido sus análisis penetrantes y finos: las dictaduras del Cono Sur, las transiciones democráticas de los 80 y las democracias posteriores. Modernización y autoritarismo fue su tesis de doctorado en Yale que luego apareció como libro preparatorio de los análisis sobre las dictaduras del Cono Sur. Lo que explica esas dictaduras es, según O’Donnell, la profundización de la industrialización (el desarrollo de los bienes de capital) en un contexto de agotamiento de la industrialización sustitutiva de importaciones (ISI) y de reactivación del sector popular. Esta explicación tiene ciertas consonancias con las tesis del historiador Alexander Gerschenkron sobre la industrialización tardía de Alemania, Italia y Japón que dio origen a gobiernos autoritarios.
Esta tesis central sobre los EBA tuvo mucha resonancia en los medios universitarios del norte y del sur. David Collier, profesor de la U. de Berkeley, organizó un gran debate académico en el que participaron algunos de los principales politólogos, sociólogos y economistas (Hirschman entre ellos) del mundo cuyas contribuciones fueron publicadas posteriormente en el libro The New Authoritarianism in Latin América (1979, Princeton University Press, Princeton). Prestó mucha atención a la dinámica de los EBA y a sus fisuras que podían anunciar su crisis y apertura a las transiciones democráticas. Sobre este tema coordinó con el destacado politólogo norteamericano Phillipe C. Schmitter una investigación de largo aliento que tuvo como resultado la publicación del libro (en cuatro tomos) Transitions from authoritarianism rule (1986).
Las principales contribuciones de Guillermo O’Donnell a la ciencia política se refieren, sin embargo, a la teoría de la democracia. Ha analizado las diversas perspectivas normativas y empíricas de la democracia como régimen político, ha reconocido las contribuciones más importantes, ha discutido sus ambigüedades y ha señalado sus límites. Con la enorme autoridad académica que tiene, O’Donnell ha roto con el institucionalismo ortodoxo de la democracia para enriquecer la teoría con el contexto histórico y con el análisis acotado de las condiciones (el estado, el sistema legal, la desigualdad, los déficits de la ciudadanía, la sociedad civil). Me parece reconocer en este viraje la influencia de la escuela de Cambridge, especialmente de John Dunn, de Quentin Skinner y de John Pocok.
Después de haber enseñado varios años en la U. de Notre Dame (USA) y de haber sido profesor visitante de algunas de las más importantes universidades de Estados Unidos y Europa, O’Donnell ha vuelto a su tierra natal, Argentina, y en la próxima semana viene de visita al Perú invitado por la PUCP y por el Instituto Bartolomé de las Casas. La PUCP, en reconocimiento de sus méritos académicos en el campo de la ciencia política, le otorgará el doctorado honoris causa el jueves 23 de julio.
Ollanta entre el temor y la esperanza: LOS CIEN PRIMEROS DIAS DE UNA DEMOCRACIA CONCERTADA
Sinesio López Jiménez
A cien días de gobierno, poco es lo que se puede exhibir como gran transformación. Cinco cambios son los más importantes: el gravamen a las mineras, la consulta previa, la creación del Ministerio de Inclusión Social (MIDIS), el incremento del salario mínimo y una política laboral que atiende y defiende los derechos de los trabajadores. A todo esto hay que añadir el despliegue de una política exterior soberana, independiente y desideologizada que busca fortalecer la CAN y el CONASUR. El nubarrón que oscurece la transparencia del gobierno y desdibuja la promesa de la lucha sin cuartel contra la corrupción en estos cien días son los casos de Chehade y de la mega-comisión para investigar al gobierno de García. Ambos casos han sido pésimamente manejados y enredados por los asesores de la cúspide del poder. Tontamente se les dio carne fresca a los buitres de la derecha política y mediática.
Lo que ha cambiado y está cambiando rápidamente es el humor de los diversos sectores sociales. Las clases medias y altas han perdido el temor y han incrementado, por eso, el apoyo a OH. Los sectores pobres y muy pobres, en cambio, parecen estar perdiendo la esperanza y han disminuido su respaldo, especialmente en el sur andino. Eso muestra quizá la impaciencia de los pobres y su poca capacidad de espera. El accionar del gobierno discurre, sin embargo, como un lento proceso en el que predomina la continuidad sobre el cambio. Siguen los mismos funcionarios políticos de los gobiernos anteriores, muchos de ellos corruptos, siguen las mismas políticas económicas y sociales y hay muy poco de la promesa transformadora. La voluntad de cambio persiste en Ollanta y en el gobierno, sin embargo.
Los compromisos de la segunda vuelta
¿A qué se debe la lentitud de los cambios prometidos?. La respuesta es compleja y obedece a varios factores. Las coaliciones sociales y políticas de la segunda vuelta, la debilidad política de la coalición triunfante, el acuerdo de una democracia concertada con el capital para darle gobernabilidad al país y los cambios estructurales de estos últimos 20 años (que, por un lado, han polarizado socialmente al Perú y, por otro, le han inyectado una alta dosis de moderación política) constituyen las principales causas que explican los cambios a cuenta gotas que, por eso mismo, dejan de tener el impacto político deseado. Todas las clases sociales tenían diversas expectativas sobre Ollanta Humala como candidato y como Presidente. Para el imaginario de las clases populares y pobres Ollanta expresaba la promesa de la gran transformación tanto en la primera como en la segunda vuelta y mantenía esa promesa cuando llegó al gobierno. Para las clases altas y medias, en cambio, Ollanta era una amenaza a su estabilidad económica y social y significaba el salto al vacío en la primera vuelta. Ese sentimiento cambió en la segunda vuelta (especialmente en las clases medias) gracias al rechazo al fujimorismo, por un lado, y gracias al respaldo de la corriente liberal-democrática encarnada por Vargas Llosa y Toledo. La segunda vuelta se polarizó entre el candidato de Gana Perú y la de Fuerza 2011, entre la centro-izquierda y la derecha. Ollanta sufrió un cargamontón del poder económico, de la derecha política y mediática, de la Iglesia conservadora y del mismo gobierno de García. La estrechez del triunfo de Ollanta no puede ocultar, sin embargo, la amplitud y la profundidad de la derrota de la derecha. Es la segunda vez que el poder económico pierde democráticamente el gobierno. La primera vez (1945) que perdió el gobierno lo recuperó con el golpe de estado de Odría (1948)
El triunfo de la primera vuelta fue una obra maestra de campaña electoral, por un lado, y fue también un producto del entrampamiento de las candidaturas del centro y de la derecha, particularmente de Toledo, PPK y Castañeda. Triunfaron la corriente nacionalista y la de izquierda que conformaban Gana-Perú. El triunfo en la segunda vuelta suponía ampliar la coalición social y política hacia el centro-derecha, esto es, hacia el liberalismo democrático que encarnaban Alejandro Toledo y Mario Vargas Llosa. Eso, como es obvio, exigía morigerar los planteamientos de cambio de Gana-Perú, lo que se expresó claramente en la hoja de ruta.
La debilidad de la fórmula de gobierno (que no fue) de la democracia electoral
La debilidad de los actores políticos que impulsan el cambio es notoria. En primer lugar, las corrientes nacionalistas y las de izquierda, agrupadas en Gana Perú, así como las de centro-derecha no son fuerzas organizadas ni institucionalizadas sino que constituyen organizaciones incipientes y son principalmente corrientes de opinión. La fuerza electoral proviene del apoyo popular a Ollanta Humala, el líder de Gana Perú. En segundo lugar, la debilidad de los movimientos sociales populares (que, desde los 90 del siglo pasado, viven procesos de fragmentación y disgregación de los que hasta ahora no logran salir) no constituyen un soporte sólido de una propuesta de cambio. En tercer lugar, el peso creciente de los medios, la mayoría de ellos en manos de la derecha y la ultraderecha, en el campo de la política es avasallador y no tienen un contrapeso político en el campo de la reforma. Son ellos los que ponen la agenda pública y los que catapultan y/o hunden a los personajes políticos En cuarto lugar, la importancia decisiva de los poderes fácticos en la organización y funcionamiento de los gobiernos y del Estado es notoria y creciente. En el pasado reciente los gobiernos han sido formados por coaliciones de la cúpula gubernamental con los poderes fácticos. Desde los tiempos del fujimorismo, los ministros de economía no provienen de los partidos que ganan las elecciones sino de los organismos financieros internacionales y de los bancos.
A partir de la nueva coalición social y política que le dio el triunfo electoral en la segunda vuelta, Ollanta se propuso organizar el gobierno y administrar el capitalismo ofreciendo reglas de juego claras: seguridad jurídica, mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos, despliegue de políticas monetaria y fiscal responsables para los diversos grupos empresariales y políticas de inclusión social para las clases populares y pobres. Se buscaba establecer una política de coalición de las fuerzas victoriosas que llevara a cabo el programa de crecimiento con inclusión en democracia, pero sin la presencia de los representantes del capital en el gobierno. Eso implicaba el respeto a la voluntad de los electores y al mismo tiempo la consideración de los intereses empresariales, esto es, la vigencia de la democracia electoral que tomaba en cuenta también a los diversos grupos de interés. El equipo económico que encabezaba esta propuesta estaba integrado por Félix Jiménez, Kurt Burneo y Oscar Dancourt que habían manejado con eficiencia y responsabilidad los aparatos económicos del Estado en el gobierno del Presidente Toledo.
Ollanta quería evitar de ese modo que la democracia sea secuestrada por la derecha y que ésta lo obligara a gobernar con el programa de los que habían perdido las elecciones, tal como sucedió desde 1990 en adelante. Esta fórmula de democracia burlada (y traicionada) ha sido y es muy común en el Perú y en América Latina en los tiempos del neoliberalismo. Eso explica que una de las razones más frecuentes esgrimidas por los electores peruanos y latinoamericanos para desaprobar a sus gobernantes en las encuestas sea la del incumplimiento de sus promesas electorales.
El poder económico y la derecha política y mediática no estaban dispuestos, sin embargo, a respetar la voluntad de los electores. Ellos exigían más. Los grupos económicos arrastraban los pies cuando se hablaba de inversión y mostraban su desconfianza en el probable nuevo gobierno de centro-izquierda mientras la derecha mediática azuzaba los cucos y despertaba los miedos del mundo empresarial. Se negaban a someterse a la autoridad democrática que había nacido del triunfo electoral de la coalición social y política que se había organizado en la segunda vuelta. No les gustaba para nada la fórmula de gobierno de la democracia electoral. Pretendían otro tipo de democracia en la que ellos fueran considerados como parte del gobierno sin haber ganado las elecciones. Querían una democracia concertada con ellos. Eso era posible porque la coalición triunfante en la segunda vuelta no tenía la fuerza social y política para hacer respetar su éxito electoral
La búsqueda de la gobernabilidad y la democracia concertada
Finalmente Ollanta dio el paso decisivo para darle gobernabilidad al país: incorporó al gobierno a los representantes del mundo empresarial (Velarde en el BCR y Castilla en el MEF) El poder económico y la derecha política y mediática lo celebraron, pero querían más: Deseaban a la izquierda fuera del gobierno y pretendían que Ollanta fuera un gobernante sin poder para manejarlo a su antojo. Como es obvio, todas estas concesiones al capital y a sus representantes significaban y significan una mayor moderación política y una mayor lentitud en los cambios. Lo peor que le podría suceder a la nueva coalición de gobierno sería la degeneración de la democracia concertada en una democracia trabada o, peor aún, en una democracia traicionada.
El triunfo electoral abrió las puertas del gobierno a Ollanta, pero no le otorgó gobernabilidad. En una democracia el que gana las elecciones (competitivas e institucionalizadas) recibe la autorización de los ciudadanos para gobernar. En eso consiste la legitimidad de origen de las autoridades democráticas. El triunfo electoral, sin embargo, no le otorgó capacidad de gobernar con eficacia y efectividad (gobernabilidad). Para tenerla Ollanta invitó a los representantes del capital (que, sin embargo, habían apostado por la candidata derrotada) a participar en el gobierno. Este hecho se ha prestado a múltiples lecturas (concesión a la presión, traición, juego estratégico, realismo político, etc.).
Más allá de las diversas lecturas de este hecho, hay un dato macizo de la realidad: Los resultados electorales no expresan siempre las relaciones económicas, sociológicas y políticas de las fuerzas que existen efectivamente en el país. Si se quiere tener gobernabilidad es necesario tener en cuenta también las reales relaciones de poder en la sociedad, en la economía y en la política, establecer un equilibrio complejo entre ellas y proponer políticas públicas en las que todas y todos ganen.
Ante la ausencia de partidos, la política ha sido copada por los medios, los poderes fácticos y los políticos sin partido. Si Gana-Perú fuera un partido bien organizado y con mucha influencia social, podría contrarrestar esos poderes y sería un sustento sólido del nuevo gobierno. Si tuviéramos un sistema de partidos, la política sería más estable y predecible y la gobernabilidad estaría relativamente garantizada. La fuente de poder de Ollanta no sólo radica en el triunfo electoral y en la relación afectiva con las masas sino también en el hecho contundente que, como Presidente de la República, es jefe supremo de las FF.AA. Este es el contrapeso real del poder del capital. El capital y la coerción se hallan frente a frente, pero no se confrontan sino que conciertan. Salvo en el de Velasco, en los otros gobiernos, especialmente en los del 90 en adelante, el capital y la coerción se ubicaron siempre del mismo lado pro-empresarial para enfrentar a las fuerzas del cambio.
Las correlaciones sociales constituyen un terreno movedizo y conflictivo. No hay organizaciones populares sólidas (sindicatos, asociaciones, sociedad civil), pero existen muchos conflictos de diverso tipo, especialmente socioambientales, y un movimientismo desbordante. Si este se organizara e institucionalizara podría ser más efectivo en sus demandas, ayudaría a la gobernabilidad y podría constituir un vigoroso apoyo al nuevo gobierno. El poder económico está hegemónicamente en manos de los grandes grupos empresariales (48) nacionales y extranjeros. Su hegemonía se ha visto fortalecida y legitimada con el crecimiento económico de los últimos diez años gracias a la demanda de los mercados internacionales. Lamentablemente no existen sindicatos ni centrales sindicales que contrapesen el poder de la CONFIEP.
El crecimiento con inclusión en democracia es la propuesta programática en la que todos ganan. Ello requiere establecer equilibrios complejos entre los diversos campos de las relaciones de poder. Esos equilibrios se mueven entre los dos límites programáticos y estratégicos extremos que hay que evitar: la máxima ganancia y la máxima distribución, la amenaza de desinversión y la presión social y política extrema que la atemoriza. En resumen, la gobernabilidad no proviene de la fuerza de las instituciones (partidos, sociedad civil y Estado) ni de las condiciones favorables a la misma (bajo nivel de desigualdad, alto nivel de desarrollo, etc.), sino de la eficacia, la transparencia y la legitimidad del gobierno de Ollanta y del juego que él establece con los principales actores del mundo empresarial.
La fragilidad institucional del Estado
La fragilidad institucional se puede percibir mejor en el Estado. Este es pequeño y débil. Es más pequeño que la sociedad y que el territorio en el que debiera ejercer su jurisdicción. Hay zonas geográficas, especialmente las alto-andinas, a las que no llega el Estado. Es más débil que otros Estados de la región y es débil también para ejercer la autoridad e imponerla a ciertos grupos sociales que se colocan fuera de la ley. ¿Qué explica la debilidad del Estado peruano?. Mi hipótesis es que ella obedece a un conjunto de características que lo definen.
En primer lugar, es un Estado sometido a la cultura patrimonial. Esta se expresa en diversas situaciones. Cuando un partido triunfa en las elecciones cree que ha obtenido el Estado como botín y se dispone a coparlo con sus militantes apelando al supuesto derecho que le da el triunfo electoral. Esto es lo que han hecho los partidos mejor organizados, muy duchos en las lides de atiborrar al estado con sus clientelas partidarias. Cuando los ciudadanos gestionan algún tipo de servicios en el estado, lo primero que los burócratas les hacen sentir es que ellos son dueños de la función que tienen y que los van a atender, no porque la ley los obliga, sino porque son buena gente y en reciprocidad les piden, en el peor de los casos, una coima. Cuando los grupos económicos buscan atarantar al Presidente para que nombre a personas de su confianza en los puestos claves del Estado es igual. Todos ellos se sienten dueños del Estado e impiden que éste se organice y funcione como un Estado de todos.
En segundo lugar, es un Estado que tiene islas de modernidad, pero la mayoría de sus aparatos, especialmente aquellos que tienen ver con los servicios y derechos de la población, está anquilosada y sometida a formas tradicionales de organización y de funcionamiento. En tercer lugar, nuestro Estado, como la mayoría de los estados de AL. no es democrático. Sus políticas sociales (educación y salud) no llegan a todos los peruanos y peruanas por igual. Lo mismo sucede con la ley, la justicia y la seguridad. En cuarto lugar, el Estado es más criollo que andino y amazónico. Así nació y así sigue. Lo criollo se ha estirado, sin embargo, más allá de la costa y lo andino y amazónico se ha encogido en sus propias regiones, pero el Estado tiene problemas para acomodarse y expresar a la sociedad pluricultural compleja. Podría adecuarse sin renunciar a su carácter unitario.
En quinto lugar, El Estado es limeño. Las otras regiones tienen menos estado con todo lo que eso implica: menos poder, menos presupuesto, menos servicios, menos desarrollo. En sexto lugar, el nuestro es un Estado pobre. ¿Qué se puede hacer con el 14 o 15% de presión tributaria?. Sólo se reproduce en malas condiciones con una burocracia ineficiente y mal pagada. Con los escasos recursos que le quedan no puede realizar políticas sociales de calidad para todos ni puede hacer que la seguridad y la justicia imperen igualmente para todos. En sétimo lugar, la burocracia es ineficiente. Perú, a diferencia de otros países de AL (Brasil, por ejemplo), no concluyó una reforma burocrática profunda (que Europa tuvo en el siglo XIX). Por eso, nuestra burocracia no es weberiana: racional, objetiva, impersonal, eficiente. Y, finalmente, es un Estado corrupto y poco transparente.
¿Qué consecuencias trae la debilidad del Estado?. Varias, pero quiero señalar brevemente tres. En primer lugar, un estado débil es la principal causa de la falta de gobernabilidad del país. La capacidad de gobierno y su desempeño dependen, en gran medida, de la fortaleza institucional del Estado. Eso no existe en el Perú actual. En segundo lugar, un estado débil afecta la calidad de la democracia. Las frecuentes fallas y la baja calidad de la democracia no dependen tanto de su precario diseño institucional como de la debilidad y del carácter antidemocrático del Estado. En tercer lugar, un estado débil no ayuda al crecimiento y al desarrollo. Por lo general, el Estado y el desarrollo con procesos que se acompañan. A más Estado, más desarrollo.
Los cambios estructurales: polarización social y moderación política
El neoliberalismo ha debilitado estructuralmente a los sectores populares, especialmente a los que se cobijan en el trabajo asalariado. El mundo actual del trabajo es un buen mirador para observar lo que sucede con el capitalismo neoliberal. En efecto, lo que está pasando en el mundo del trabajo dice mucho del capitalismo que tenemos delante en términos del nivel de desarrollo alcanzado, de su escasa capacidad de integración social, del tipo de capitalismo que lo explota, de las estrategias utilizadas para ahorrar los costos laborales y para neutralizar la acción colectiva de los trabajadores, de las expectativas y frustraciones que genera. Para el capitalismo neoliberal, que organiza la producción desde la oferta, el trabajo ha dejado de ser un factor de producción para transformarse en un costo laboral.
Generalmente existe una relación directa entre el nivel de desarrollo y el tamaño del trabajo asalariado: A más desarrollo, más porcentaje del trabajo asalariado y a menos desarrollo, menos trabajo asalariado. Los países desarrollados, a diferencia de los que no lo son, tienen un mayor número de trabajadores asalariados tanto en el campo productivo como en el campo no productivo. Lo que ha pasado en el capitalismo avanzado es que el trabajo no productivo asalariado ha crecido más que el productivo. El reducido tamaño del trabajo asalariado es un buen indicador del bajo nivel de desarrollo alcanzado por el capitalismo en el Perú.
El abultado porcentaje de trabajadores independientes revela la poca capacidad de integración social de la economía de mercado y muestra más bien sus características de exclusión económica. Estamos frente a un capitalismo que es intensivo en capital y muy ahorrador de mano de obra. La gran minería, por ejemplo, sólo absorbe el 2% de la PEA y de ella el 70% no está en planilla. Producir un puesto de trabajo en la gran minería cuesta alrededor de un millón de dólares dada la alta intensidad de capital que ella utiliza. Esto se expresa en la mayor velocidad del crecimiento del PBI y el débil crecimiento del empleo. En los últimos años el país ha crecido económicamente, pero el empleo no ha crecido en la misma magnitud y con la misma velocidad y, obviamente, tampoco han crecido los sueldos y salarios. Los ingresos que percibía el trabajo en el 2002 bajaron del 25% del PBI al 21.9% en el 2007.
El rasgo más distintivo del capitalismo actual es, sin embargo, la capacidad que ha tenido para reestructurar el mundo del trabajo en general, del trabajo asalariado en particular y de la clase obrera. Esta ha sido fragmentada y dividida en una serie de situaciones: asalariados, servicios personales, servicios no personales, trabajadores por contrato a plazo fijo, services, etc. Lo que motiva esta fragmentación es probablemente la búsqueda de la disminución de los costos laborales, por un lado, y el bloqueo de la acción colectiva de los trabajadores asalariados, por otro. En efecto, esta fragmentación desarticula los intereses comunes, diversifica los adversarios y los conflictos, rompe la comunicación y hace difícil, sino imposible, la construcción de plataformas comunes de acción colectiva. Todo esto se expresa en el debilitamiento –en la realidad social y política y en la conciencia de la gente- de los sindicatos como instrumentos de defensa de los derechos de los trabajadores.
El crecimiento de los últimos diez años gracias a la demanda del mercado internacional, más que el modelo neoliberal mismo, ha generado importantes cambios que tienen diversos impactos importantes en la estructura social y en la política. Los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros se han fortalecido. Algunas empresas, sobre todo las mineras, han recuperado su inversión en tres o cuatro años gracias a las altas tasas de rentabilidad en esta época del boom exportador. La pobreza se ha reducido, pero la desigualdad persiste o se ha incrementado. Han emergido unas vigorosas clases medias en Lima y en las principales ciudades de la costa que han amenguado parcialmente la polarización social y han moderado la radicalidad de la política. El progreso de la costa y de algunas islas de modernidad en la sierra y en la selva en medio del estancamiento mayoritario alimenta también la moderación política.
Los juegos de poder y los tiempos turbulentos del neoliberalismo actual
El juego político central se organiza en torno a la política de concertación entre el Presidente Ollanta y los grandes grupos empresariales para impulsar el programa de crecimiento con inclusión en democracia. No es una política de coalición o alianza, como en los gobiernos anteriores, en la que ambos actores se colocaban en el mismo lado (pro-empresarial) sino una política de concertación en la que cada actor mantiene sus intereses específicos –acumulación creciente por parte de los empresarios y política distributiva vía impuestos por parte del gobierno- al mismo tiempo que ambas partes buscan acercar sus intereses diferentes para que todos ganen: los empresarios, el gobierno y los ciudadanos.
Asociado al juego político central se desarrolla otro colateral de las fuerzas aliadas: la confrontación entre la derecha política y mediática, aliada de los grandes grupos empresariales, por un lado, y el centro liberal democrático de Toledo y la izquierda, aliadas del Presidente Humala, por otro. Los aliados mantienen con los actores centrales (Ollanta y los grandes grupos empresariales) acuerdos y apoyos básicos sin que eso impida la existencia de tensiones y las desconfianzas entre ellos. Estas son quizás mayores en el campo de la izquierda que en el campo de la derecha. Los conflictos políticos, algunos de ellos estridentes, son desplegados, sin embargo, por la derecha política y mediática contra el centro liberal democrático (Toledo) y contra la izquierda. La derecha mediática sostiene una guerra sin cuartel contra los aliados de Ollanta en primer lugar y, en menor medida, contra Ollanta mismo. Aviva una polarización suicida que Ollanta rehúye. Busca instaurar una democracia polarizada que puede generar una parálisis decisoria (ingobernabilidad) para luego imponer la fórmula de la democracia traicionada.
La estrategia de la derecha política y mediática consiste en una especie de juego de “quítate tú para ponerme yo”. Se trata de desplazar del gobierno al centro y a la izquierda para cercar a Ollanta, coparlo, obligarlo a gobernar con el programa de los derrotados y volver a la “normalidad” de siempre: mantener el establisment y cuidar la siesta de los ricos. La conducta de la mayoría de los medios obliga a preguntarse si sus posiciones políticas polarizantes obedecen a una iniciativa propia, suicida e irresponsable, o hacen parte de una estrategia de los grandes grupos empresariales que manejarían una escopeta de dos cañones: con uno celebran y conciertan con Ollanta y con otro disparan contra él y contra sus aliados. En general, no hay prensa desideologizada ni medios independientes. La mayoría de ellos están estrechamente asociados al poder económico por diversos mecanismos (publicidad, accionariado, etc.).
Este doble juego político (central y colateral) se desarrolla en medio de una profunda crisis internacional que ha dejado de ser escenario para transformarse en director de orquesta de ese juego. La profundidad, la amplitud y la duración de esa crisis impactarán fuertemente en la economía peruana y en la dinámica de los conflictos políticos que tenderá a agudizarse. Es probable que las coaliciones y alianzas se debiliten e incluso se rompan, que la concertación cruja y la polarización política se incremente. La crisis financiera internacional, tanto la norteamericana que viene desde el 2008 como la de Europa de fecha más reciente, golpea fuertemente a las economías latinoamericanas, a unas más que a otras. El impacto en la economía peruana será probablemente menor que en el resto de AL gracias a la política anti-cíclica que ha impulsado el gobierno y a la demanda de minerales por parte de China. Todo parece indicar que la crisis económica internacional será profunda y de mediana o larga duración y que su impacto se sentirá en la disminución del crecimiento, en la caída de las exportaciones y de la importaciones, en la reducción de inversión privada, en la fuga de capitales, en la contracción de los ingresos tributarios, en la retracción del empleo y en el aumento de la pobreza, probablemente en dimensiones mayores que en el 2008. En ese contexto la respuesta del gobierno debiera ser, por un lado, desarrollar políticas fiscales y monetarias expansivas e incrementar la presión tributaria para desplegar políticas agresivas de inclusión social y, por otro, aprovechar la profunda crisis del capitalismo neoliberal para impulsar el desarrollo de los mercados internos y construir una economía nacional de mercado. Los tiempos económicos, sociales y políticos que se avecinan serán turbulentos, tumultuarios y atiborrados de indignados y requieren una conducción política hábil y al mismo tiempo audaz que conduzca la nave del Perú a un buen puerto.
TEOCRACIA Y REACCION
Sinesio López Jiménez
El cardenal Cipriani tiene apetitos materiales desmedidos, casi hobbesianos. No sólo quiere imperar en los predios de la Católica sino que también pretende imponer algunas políticas públicas al gobierno y al país. En ambos casos, sin haber sido democráticamente elegido. ¿Cuál es entonces el fundamento de su poder? Mi hipótesis es que Cipriani cultiva una concepción teocrática de la política y desde allí exige la plenitudo potestatis, esto es, la plenitud del poder. Fundamenta sus pretensiones políticas con criterios religiosos. Para él no ha existido la secularización en el campo de la ideas (siglo XIV) ni en el de la historia social (XVII y XVIII). Tampoco ha existido la monarquía absoluta (siglo XVII) que derrotó a las guerras religiosas y a las aristocracias, que separó lo público de lo privado y que colocó en este ámbito a las creencias religiosas.
Cipriani se ha quedado congelado en la historia teocrática del Medioevo que tuvo plena vigencia entre los siglos IX y XV. En esa época los papas inventaron una historia que hacía reposar la titularidad del poder en Dios, que les otorgaba la administración de esa titularidad como sus representantes en la tierra y que, en esa misma condición, los facultaba a coronar a los emperadores para que ejercieran legítimamente el poder. (Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia). La titularidad del poder (principium potestatis) estaba separada del ejercicio del mismo. Todo eso hacía que el Estado feudal clásico careciera de soberanía pues no era el titular del poder y estaba limitado por la Asamblea de los príncipes en el ejercicio del poder, especialmente en la organización de un ejército propio y en la capacidad impositiva.
La monarquía absoluta unificó la titularidad y el ejercicio del poder en la persona del monarca. Este ejercía legítimamente el poder porque era el titular del mismo. Esta fue la obra de Richelieu en Francia. (Cipriani no es obviamente Richelieu). La revolución francesa (1789) separó nuevamente la titularidad del poder de la forma de su ejercicio, otorgó esa titularidad a los ciudadanos y permitió que éstos eligieran a sus representantes y a sus gobernantes para que ejercieran el poder con legitimidad. Desde entonces los ciudadanos son los nuevos soberanos que, a través de elecciones legítimas e institucionalizadas, autorizan a gobernar a los que triunfan en ellas.
El pensamiento reaccionario (Donoso Cortés, Carl Schmitt y otros) sostiene que, con la revolución francesa y la instauración del liberalismo (Francia) y del republicanismo (USA), las sociedades modernas han entrado en una situación de excepción (ruptura del monopolio de la violencia, instauración de diversos órdenes políticos, emergencia de varios órdenes legales, aparición del caos, la inestabilidad política y la ingobernabilidad) y que la única forma de salir de ella es a través de una decisión política soberana que instaure un nuevo orden político, constitucional y legal.
Sabiéndolo o no, el cardenal Cipriani (¿el Opus Dei?) combina la concepción teocrática del poder con el pensamiento reaccionario o decisionismo de derecha. ¿Qué es eso de que el Gran Canciller elije al rector escogiéndolo de una terna presentada por la Asamblea?. Su facultad de decisión se funda en el hecho de que es el Gran Canciller que, a su vez, encuentra su legitimidad de origen en otro hecho básico de carácter religioso: La Primacía de la Iglesia. Pero la PUCP no es una institución de la Iglesia sino que es una asociación civil sin fines de lucro que se rige las leyes peruanas sin que ello impida su orientación católica y la de la mayoría de sus integrantes, respetando la libertad y el pluralismo.
La cosa es más grave cuando Cipriani y otros obispos pretenden bloquear determinadas políticas públicas apoyándose en criterios religiosos. Que lo hagan con sus fieles, pero ¿por qué quieren imponer esos criterios a todos los peruanos presionando y utilizando el poder del Estado?.
PUCP: EL PROBLEMA DE FONDO
Sinesio López Jiménez
La controversia entre el Cardenal Cipriani y la PUCP no versa sobre un asunto religioso, aunque tiene una arista religiosa. Tampoco es un problema principalmente jurídico sobre la propiedad de los bienes de la PUCP, aunque tiene un lado legal y se desarrolla en ese campo. No es, desde luego, un problema académico, aunque puede verse también desde ese ángulo. A mi juicio, el problema de fondo es político y puede ser resumido con crudeza de la siguiente manera: Con el pretexto de reivindicar el correcto uso de la herencia dejada por Riva Agüero a la PUCP, Cipriani pretende apropiarse de todos los bienes de la PUCP (incluidos los que ésta adquirió con el producto del trabajo de varias generaciones que laboraron en ella) con la finalidad de expulsar de sus aulas a todos los que no piensan como él (incluidos los católicos que no son conservadores) y llenarlas con las huestes del Opus Dei y sus socios ultramontanos.
Para lograr este objetivo, Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex-presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional (TC) y de influir en los jueces que tenían en sus manos el conflicto legal. El resultado previsible no se dejó esperar. Cipriani obtuvo un triunfo parcial y parcializado, como lo dije en su momento. Ahora lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: Se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía. El runrún de entonces era que alguno de los integrantes del TC modificó el sentido de su voto a cambio de permanecer más tiempo en su puesto. Este es un tema que amerita una investigación por el actual Congreso de la República.
Para desgracia de Cipriani, su candidata favorita perdió las elecciones generales de este año, el nuevo gobierno mantiene la neutralidad en este conflicto y se espera que los jueces decidan sin presión de ningún tipo. En esas condiciones políticas desfavorables, Cipriani acude al Vaticano y a los órganos eclesiales que tienen que ver con la educación católica para que le saquen las castañas del fuego. Estas instancias eclesiales pretenden obligar a la comunidad universitaria de la PUCP a cambiar la elección de las autoridades de la PUCP para que Cipriani entre por la puerta grande. El viernes 23 la Asamblea Universitaria de la PUCP decidirá en forma democrática si entrega la universidad al Opus Dei o mantiene una universidad libre y pluralista en la que es posible combinar la autoridad de la fe con la crítica de la razón como en la mejor tradición de la escolástica republicana de Tomás de Aquino.
Cipriani es un político reaccionario y un decisionista de derecha. El cree que la PUCP vive una situación de excepción (de caos, de confusión, de desorden y de influencias demoníacas) y que sólo puede ser salvada por una decisión política que imponga un nuevo orden legal, académico y administrativo: el del Opus Dei. Es fundamentalista pues fusiona la política con la religión. Cuando habla en RPP cree que está en el púlpito y que su palabra es la ley. Es un político duro y rudo, apoyado por la ultraderecha política y mediática. Sus adversarios de la PUCP, en cambio, son gente bien educada, democrática, de buenos modales, tolerante, que confía en la justicia y que mantiene el conflicto, a mi juicio erróneamente, en el ámbito puramente legal.
El Concilio Vaticano II permitió el tránsito de lo que Habermas ha llamado la publicidad representativa a la publicidad moderna basada en el diálogo y en “el uso público de la razón” (Kant). Actualmente la Iglesia Católica ya no debiera tener sólo fieles (sometidos a la autoridad de la fe) sino una combinación de públicos y fieles como producto del diálogo entre la razón y la fe. Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis: “Ud. dedíquese a llevar almas al cielo y deje que la sociedad civil resuelva sus necesidades materiales mediante la producción y la distribución”.
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