Si bien Leguía quería transformar el Perú en una nación moderna, abierta al desarrollo capitalista con la ayuda del capital extranjero, era necesario contar con un estado fuerte. Su gobierno debía construir, facilitar el crédito y promover el empleo. De este modo, el Estado tenía que multiplicar sus funciones y ser el principal instrumento del desarrollo económico. Esto significaba una seria ruptura con el esquema civilista y la tarea era desmontar su tímido aparato estatal.
Desde ese momento, el Perú vio cómo su estado se transformaba en un aparato cada vez más burocratizado e intervencionista. Al aumentar sus funciones también había aumentado sus gastos. El presupuesto nacional, por ejemplo, se cuadruplicó en comparación a los años del civilismo. Esta expansión del gasto se debió, en un primer momento, a una minuciosa reforma tributaria. La gran innovación fue el aumento progresivo del impuesto a la renta que afectó a los sectores con mayores ingresos. Asimismo, elevó las tarifas aduaneras tanto a las importaciones como a las exportaciones. Se aumentaron, por ejemplo, las tasas impositivas a los principales productos de exportación: algodón, azúcar, lana, petróleo y vanadio. Los impuestos indirectos a los productos de consumo masivo -tabaco, alcohol, fósforos, gasolina, cemento, correos- también se aumentaron siguiendo la vieja lógica civilista. Para coronar todo este esfuerzo, no había que descuidar recaudación y el manejo del gasto público. Por ello, se creó la Compañía Administradora de Rentas, se reformó la aduana del Callao para evitar el fraude fiscal y, casi al final del Oncenio, se organizó la Contraloría General de la República con el fin de supervisar los manejos financieras del Estado. Queda aún por saberse si fueron eficaces estas reformas.
La idea, como hemos visto, era financiar el desarrollo nacional a partir de recursos propios o del ahorro interno. Sin duda una aspiración saludable. Pero ese esquema sólo duró hasta 1924 más o menos. A partir de ese momento se fueron incrementando los empréstitos provenientes de los Estados Unidos y el país entró en una peligrosa fase de endeudamiento externo. ¿Por qué cambió el esquema? Al parecer la razón fue política. Leguía quería por todos los medios posibles mantenerse en el poder y asegurarse la reelección. Mucho más fácil era conseguir el crédito norteamericano que fomentar el ahorro interno y así multiplicar la construcción de obras públicas para asegurar la ilusión del progreso. Un progreso que venía de fuera a través de los préstamos e inversiones del capital norteamericano. El manejo sano, con criterios técnicos, que se realizó en los primeros años del Oncenio, quedó atrás con esta nueva versión de populismo.
Por todo ello, en 1930, año de la caída de Leguía, el estado peruano quedó tan vulnerable como en sus peores momentos históricos. El Oncenio no pudo fomentar un sólido crecimiento del aparto productivo a pesar del auge exportador y de la inversión extranjera. No redistribuyó eficientemente lo recaudado a los sectores menos favorecidos de la sociedad. En todo caso, no redistribuyó ahorro interno sino deuda externa a ciertos sectores de la clase media y a los allegados al régimen.