Augusto Bernardino Leguía y Salcedo nació en 1863 en el pueblo de Lambayeque. A los 13 años, fue enviado a Valparaíso, donde inició estudios mercantiles en un colegio inglés. Al estallar la guerra con Chile, se enroló en el ejército de reserva y participó en la defensa de Lima durante la batalla de Miraflores. Luego de la guerra, siguió dedicándose al comercio ingresando a la Compañía de Seguros “New York Life Insurance Company”. Cuando la empresa retiró sus negocios en el Perú, don Augusto se dedicó al comercio azucarero como representante de la Testamentería Swayne y celebró, en Londres, un contrato, en 1896, con la casa “Lockett” para formar la “British Sugar Company Limited”; esta entidad era propietaria de las más ricas plantaciones azucareras en los valles de Cañete y Nepeña. A su regreso, en 1900, formó la compañía de seguros “Sud América”.
Leguía no nació al interior de la oligarquía pero con el tiempo se ganó el ingreso a ella. Era un burgués halagado por la fortuna y con un sólido prestigio por su actividad financiera. No estudió en San Marcos ni ostentaba grados académicos. Su matrimonio con la aristocrática Julia Swayne y Mendoza y sus negocios agrícolas le abrieron las puertas de la oligarquía. Ingresó al Partido Civil y formó parte del exclusivo grupo de los 24 amigos. Ya en el poder, entre 1908 y 1912, mostró una clara tendencia personalista y autoritaria que lo llevó a distanciarse del sector oligárquico; el pierolismo y el joven grupo de intelectuales de entonces (José de la Riva-Agüero, los hermanos Francisco y Ventura García Calderón y Víctor Andrés Belaúnde, entre otros) tampoco lo toleraron.
Poco después de culminar su primer gobierno, rompió con el civilismo. Fue desterrado por Billinghurst a Panamá; pasó luego a Estados Unidos y, finalmente, a Inglaterra. Vivió en Londres hasta 1918 dedicado a los negocios y retornó como candidato a la Presidencia enfrentándose al civilista Antero Aspíllaga. Su campaña electoral estuvo apoyada por los constitucionalistas de Cáceres y los estudiantes de San Marcos quienes lo proclamaron, en un arranque inusual, “Maestro de la Juventud”. De este modo, Leguía “interpretaba” los anhelos juveniles por cambiar las estructuras del país y aprovechaba el cansancio de muchos sectores ante el monopolio político que había ejercido el Partido Civil desde finales del siglo XIX.
Leguía demostró en todo momento ser un hombre pragmático, no un doctrinario. Vio a la política con mentalidad empresarial, tuvo una tendencia natural hacia el autoritarismo y supo aprovechar el desgaste de los viejos partidos políticos para vencer en 1919. Luego desmanteló políticamente al civilismo exiliando a sus principales líderes e intimidando sus órganos de prensa. Su preocupación central era el progreso material e iniciar la “democratización” del Estado. De esta forma, Leguía se presentaba como un Nuevo Mesías capaz de resolver todos los problemas del país, por ello en un discurso se le oyó decir: todo el tiempo que duró mi ausencia, el Perú se debatió en la angustia de sus crisis políticas, económicas y financieras, y cuando volví, sólo dos cosas eran visibles: la ruina que había dejado la incapacidad, a pesar del reguero de oro traído por la guerra mundial, y el entusiasmo del pueblo que me pedía remediarlo. Mi presencia del año 1919 es, por eso el acto de una voluntad que quiso obedecer al pueblo para realizar su salvación.
En las elecciones de 1919, Leguía fue el legítimo vencedor. Sin embargo, organizó un golpe de estado alegando que el presidente José Pardo y el civilismo trataban de impedir su llegada al poder, algo que nunca pudo demostrar. Luego, reunió a una Asamblea Nacional que lo proclamó Presidente de la República el 12 de octubre de 1919. Al régimen, que duraría once años, se le llamó la Patria Nueva e intentaba modernizar el país a través de un cambio de relaciones entre el Estado y la sociedad civil.
Leguía orientó su acción hacia los grupos medios y se vio obligado a justificar el poder por medio del éxito. Este reformismo dio origen a nuevas instituciones estatales y paraestatales, dejando decisiva huella en la estructura del Estado. Se esbozó la idea del Estado benefactor y ello se tradujo en el crecimiento de la administración pública. Todo esto eran instrumentos para alcanzar el tan ansiado “progreso”.
Esto suponía, en primer lugar una ruptura fundamental con el pasado, concretamente con los “partidos tradicionales” o con la oligarquía que, según Leguía, con sus errores o claudicaciones no había convertido al Perú en un país moderno. A partir de allí surge el problema. Dentro del rótulo “Patria Nueva” podríamos encontrar muchos significados: el protagonismo de la clase media en manos de un ex-civilista como Leguía aficionado a las carreras de caballos y a la influencia anglo-sajona; la realización milagrosa del progreso a través del dominio norteamericano; la necesidad de resolver los viejos problemas limítrofes; la urbanización, la irrigación de la costa y la construcción de carreteras; el establecimiento de un Estado fuerte que asegure la paz pública; la reincorporación del indio a la vida nacional; en fin, tantas ideas que terminan convirtiendo a la “Patria Nueva” en un proyecto casi hueco, sin una ideología coherente que lo respalde. Por eso, para muchos la Patria Nueva era simplemente Leguía, una suerte de superhombre capaz por sí mismo de inaugurar en el Perú un nuevo futuro.
La Patria Nueva de Leguía es un tema muy atractivo, especialmente cuando se trata el tema del eclecticismo peruanista surgido en esa época. Soy estudiante de Historia de SM, y actualmente estoy haciendo un trabajo sobre ello.