Podemos decir que los años 20 fueron de “resaca” y “recapitulación”. El mundo, tras haber experimentado el mayor conflicto nunca antes visto, la Gran Guerra (1914-1918), que había desmantelado no sólo buena parte de la economía europea sino diezmado su población, vio que la recuperación económica de esta década permitía augurar la llegada de “días felices”. Existía la ilusión, tanto en Europa y como en los Estados Unidos, de que un conflicto tan devastador no podría repetirse, y que la propia racionalidad occidental, plasmada en la Paz de Versalles (1919), sería capaz de establecer los mecanismos necesarios para ello. En el Perú, la caída de la República Aristocrática, acompañada por una serie de huelgas obreras y marchas estudiantiles, quedaba atrás con el advenimiento al poder del carismático Augusto Bernardino Leguía, también en 1919. Su discurso optimista, su énfasis en promover las exportaciones y su política de endeudamiento externo convencieron a muchos peruanos de que el país estaba encarrilado, por fin, al tren del progreso.
El crecimiento económico hizo que los sectores medios y altos, especialmente en Lima, comenzara a buscar fórmulas de escape y evasión, en la conciencia de que el placer y la diversión podían acompañar eternamente sus vidas. Los progresos técnicos (el fonógrafo, la radio o el automóvil) permitían vislumbrar un mundo dominado por el ocio y la carencia de problemas, al mismo tiempo que se era consciente de estar viviendo tiempos de apertura en muchos terrenos, sobre todo con respecto a una sociedad de la República Aristocrática que se percibía como menos permisiva. Por ejemplo, el cine y los deportes se convierten en espectáculos de masas, llenando los tiempos de las conversaciones y los intereses populares. Al mismo tiempo, parece llegada una época en la que poco a poco irán, si no desapareciendo, por lo menos aminorando las distancias sociales y económicas. Los pedidos del sufragio universal, la participación de las masas en la política, el acceso más o menos generalizado a un empleo (sobre todo en la creciente clase media) permitieron alcanzar un estado de confianza y relativo bienestar.
Sin embargo, buena parte de los intelectuales no comulgaron de ese optimismo. Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, asì como los escritores indigenistas, fueron muy críticos del modelo creado por la Patria Nueva. El malestar por un país (¿nación?) en crisis, reforzado e incrementado en 1929 con el crack económico, desveló la realidad de un país donde la miseria nunca dejó de estar presente.
Los años veinte registraron también una progresiva liberalización de costumbres y, sobre todo, de la sexualidad. Ello se reflejó, por ejemplo, en el cine, que desde pronto comenzó la fabricación de “sex symbols” (Rodolfo Valentino y Douglas Fairbanks crearon los primeros arquetipos cinematográficos del héroe romántico). Por su lado, las mujeres empezaron a fumar en público y a frecuentar -no acompañadas- bares y lugares similares. Se generalizó el empleo de maquillajes faciales y de lápices de labios; las faldas se acortaron hasta la rodilla; la ropa interior femenina se simplificó y estilizó; los trajes de baño se redujeron de forma notable; el cuerpo pasó a ser objeto de atención especial para lograr su mantenimiento esbelto y bello. En fin, la sociedad “descubrió” la sexualidad femenina. La llegada de las imágenes a través del cine -o las revistas- introdujeron nuevos comportamientos. Las nuevas actitudes amorosas, por ejemplo, que los peruanos pudieron ver en el cinematógrafo, afectaron profundamente las relaciones entre hombres y mujeres. Si hasta 1900 las mujeres llevaban vestidos muy largos y los hombres trajes muy pesados, poco a poco la gente se va a despojar de todo lo que es indumentaria inútil, inadecuada para establecer una mejor relación el tipo de clima de la costa. Se inicia una especie de racionalización de la vida cotidiana, es decir, la gente quiere comportarse de manera más práctica.
Pero a pesar de estos cambios, muy urbanos y mesocráticos, la moral seguía siendo sumamente tradicional. Una moral machista, donde el espacio público (la calle o la política) estaba reservado para los hombres; el espacio privado (la casa), en cambio, era el reino de la mujer. La mujer era una especie de “objeto sagrado” que se conservaba al interior de las paredes del hogar y representaba la virtud y la moral de una familia.
La imagen que publicamos corresponde a una postal de Lima hacia 1920 (cgi.ebay.es)