Laura Náter y Mabel Rodríguez Centeno, profesoras de la Universidad de Puerto Rico Río Piedras, nos relatan la historia y vitalidad de los nombres de Boriquén y Puerto Rico, y subrayan que, pese a la conquista norteamericana en 1898, la isla siempre ha retenido la vitalidad de una nación sin estado y el fuerte apego a la lengua materna y a muchos aspectos de la cultura española.
“El día 19 de noviembre de 1493 recibió nuestra isla el bautismo de la civilización europea cambiando su nombre indígena de Boriquén por el cristiano San Juan; y andando los tiempos la capital, a la que el rey católico impuso el nombre de Ciudad de Puertorrico, se ha quedado con el nombre de la isla y se llama San Juan, y la isla ha tomado el nombre de la antigua ciudad y se llama Puerto Rico”.
El historiador Cayetano Coll y Toste se refiere en esta cita al “bautismo civilizatorio” de Boriquén, al ritual iniciático cristiano que anuncia el proceso de occidentalización de Puerto Rico. La sustitución del bárbaro Boriquén (o tierras del valiente señor) por un cristiano San Juan Bautista, que derivará en Puerto Rico, se narra con teatralidad y naturalidad. Lo cierto es que el subtexto sugiere los artificios nominales de una eventual nación cultural que hasta el día de hoy carece de Estado. Los artificios nominales sugieren los hilos del relato que da vida al mito de la nación.
En noviembre de 1493, Cristóbal Colón desembarcó por la “célebre bahía de la Aguada” y, según Juan Augusto y Salvador Perea, cuando aquellos tripulantes “saltaron a tierra, fue esta la primera vez que los heraldos de la verdadera civilización pisaron nuestro suelo”. Pero la colonización comenzó en 1508 al mando de Juan Ponce de León.
En 1511, el Papa Julio II ordenó la elección de un obispado y consagró la capital con el nombre de San Juan, estableciendo al Bautista como el Santo Patrono de la ciudad. Al mismo tiempo, la Corona otorgaba a la isla un escudo de armas, en el que se lee San Juan es tu nombre.
En 1519, se estableció la capital en la isleta llamada Puerto Rico. Con el paso del tiempo, las denominaciones de la ciudad y la isla se confundieron en una sola: San Juan Bautista de Puerto Rico, hasta que la capital quedó como San Juan y la totalidad del territorio se denominó como Puerto Rico.
Mito fundacional.- Lo nominal está asociado a los contenidos que artificiosamente se le adjudican a la nación y, muy en particular, a la construcción del mito fundacional. En el marco del relato oficial, el mito de la puertorriqueñidad tiene su origen en el momento del encuentro entre españoles y taínos, aderezado casi de inmediato con la incursión del elemento africano. Esa versión de la historia está definida como el producto de la fusión armoniosa de tres razas: la taína, la española y la africana.
Según esto, consumada la concepción, la puertorriqueñidad atraviesa por “tres siglos formativos” (del XVI al XVIII). Tras ese periodo, la puertorriqueñidad emerge triunfante y consolidada a principios del siglo XIX, simbolizada por el primer obispo puertorriqueño -Juan Alejo de Arizmendi?y el primer diputado de la Isla a las cortes españolas -Ramón Power y Giralt. Así, el siglo XIX se consagra como el gran período de florecimiento de la nación puertorriqueña.
Desde esa perspectiva, con la llegada de los españoles, surge la puertorriqueñidad y llega la civilización. Es decir, los civilizados le dieron vida y nombre a un nuevo pueblo.
En 1898, Estados Unidos asumió el mando de la isla. Sus documentos oficiales la nombraban como “Porto Rico”. No pocos consideraron el cambio de nombre como una ofensa a una centenaria tradición. Aún así, hubo que esperar 32 años para que la metrópoli restituyera a la isla el Puerto Rico.
Estado Libre Asociado.- Aunque denominar “Porto Rico” a Puerto Rico antecede por mucho a la llegada de los norteamericanos, la invasión adjudicó un fuerte matiz político-ideológico al “Porto Rico”. En el Diccionario de Real Academia de la Lengua de 1869 la voz admitida era “portorriqueño”. Según este, así se denominaba al “natural de Puerto-Rico y lo referente a la ciudad e isla de este nombre”. Mas Antonio Pedreira sostenía que, en las primeras décadas del siglo XX fueron varios los preocupados por tal vocablo y decidieron rechazarlo y defender el uso del “puertorriqueño”. Según él, lo de “portorriqueños” es de “pitiyanquis”, de americanizados que hacen una traducción directa del inglés. Y añade “que en el ámbito hispanoparlante, en el amor a la raza, en la devoción al pasado, en la solidaridad con nuestros mayores, en la cordialidad con los pueblos hermanos…” siempre hemos sido y somos Puerto Rico.
Esa certeza se reafirmó con la creación del Estado Libre Asociado en 1952 y llega hasta nuestros días. Las indecisiones, contradicciones y sustituciones en la nomenclatura de la isla y su ciudad principal no han implicado una amenaza a las certezas sobre la existencia de una nación, aun cuando carece de soberanía política. El nombre no perturba, el nombre es conciliación. Un nombre, Puerto Rico, que puede volverse “Borinquen, nombre al pensamiento grato/como el recuerdo de un amor profundo/bello jardín de América el ornato/siendo el jardín América del mundo” (El País, España).