Plaza de Mayo (Buenos Aires, 1867)
La elite de Buenos Aires, al adoptar el federalismo, logró su hegemonía al mantener el dominio exclusivo del puerto y sus rentas; las provincias, por su lado, fundaban sus expectativas de cambio en la sanción de una Constitución que nacionalizara a ambos. Si bien, como vimos, el periodo “rosista” no resolvió el conflicto, fue sentando las bases empíricas de una convivencia política de carácter nacional y, a partir de 1837, un grupo de intelectuales, entre los que destacan Alberdi y Sarmiento, madura el diseño de un proyecto nacional que se expresó en la Constitución de 1853 . Pero el documento no bastaba. Hubo que esperar diez años más para que surja la clase política capaz de centralizar el poder en el Estado y mediante la estabilidad política y seguridad jurídica atraer los capitales extranjeros que fundaran las bases del desarrollo económico.
La constitución de 1853, entonces, diseña un proyecto nacional. Se redacta en un contexto en el que los legisladores tenían ante sí un enorme territorio poblado por apenas un millón y medio de habitantes , en su gran mayoría analfabetos , sin medios de comunicación, sin ferrocarriles y con un enorme desequilibrio entre Buenos Aires y el resto del país. La otra cara del problema seguía siendo cómo transferir el poder de los estados provinciales a una unidad política más amplia, que tuviera en sus manos los recursos públicos derivados del comercio y del crédito así como la fuerza de las armas.
El mérito de estos constituyentes es que fueron capaces de concebir para el futuro otra realidad. En este sentido, Tulio Halperin (1995) subraya la superior clarividencia de estos pensadores. No hay paralelo fuera de Argentina al debate entre Sarmiento y Alberdi. Lo cierto es que ya en el Preámbulo de la Constitución se establecían claramente los objetivos: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” (citado por Fernández y otros 2002: 170).
Desde la promulgación de la Constitución de 1853 transcurrió un período turbulento y agitado de progreso vertiginoso. Aprobada en Santa Fe, no tendrá el reconocimiento de Buenos Aires. Estableció un régimen republicano federal, con división de poderes, un Congreso con dos cámaras y aseguró el autogobierno provincial. Estableció las garantías individuales y protegió la propiedad. Buenos Aires, aislada de la confederación, pero con el monopolio del puerto de mayor importancia del país, exhibía su prosperidad. Fue una época de expansión por la llegada de los primeros emigrantes europeos, de desarrollo de la agricultura y de la industria -pues se construían los ferrocarriles y se colonizaba la tierra- y de reformas en la educación y en las leyes sociales. Ese fue el contexto de las tres presidencias que se sucedieron entre 1862 y 1880, las llamadas “históricas” por la trascendencia de su obra: Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. En las tres hay una continuidad tanto en el proyecto como en los frentes de lucha, pues a ellos les corresponde la afirmación de un nuevo orden que requiere la formación de un Estado centralizado y seguridad jurídica para las inversiones extranjeras.
El primer frente a resolver será el federalismo del interior que reacciona por la forma en que Buenos Aires lleva a cabo su misión “libertadora y civilizadora”, que las provincias del interior la asumen como prepotente e impositiva. El resurgimiento de la montonera, severamente atacada por el ejército nacional, desata una guerra civil que pronto se convertiría en internacional cuando estalla la Guerra del Paraguay, muy impopular al principio por responder más a los intereses británicos y brasileños que argentinos . El segundo tema de conflicto eran las frontera interiores con el indio. Se trataba del imperio de las tribus que dominaban las pampas, territorios conocidos como “el desierto”. La estrategia a emplear contra aquellas poblaciones de frontera era motivo de serias discusiones. El tema no era estrictamente militar sino un proyecto integral a futuro. El desenlace fue el siguiente: el indio que podía adaptarse se incorporaba como mano de obra, el que no, se internaba más en el territorio. La alternativa frente al segundo caso fue el exterminio. De esta forma se ganaban territorios hasta entonces desconocidos pero de enorme potencial económico. Finalmente, el tercer tema de conflicto era la condición legal de Buenos Aires como capital de la nación . En los años siguientes, las autoridades nacionales se instalaron en condición de huéspedes ocupando la ciudad porteña producto de una Ley de Compromiso, promulgada por Mitre y que se fue prorrogando. Finalmente, durante la presidencia de Avellaneda, se dictó una ley que consagraba a Buenos Aires capital de la República Argentina (Fernández y otros 2002) .
Al mismo tiempo, los presidentes debían resolver la disputa entre intereses comerciales y terratenientes; los ganaderos, que representaban el sector productivo, exigieron obras de infraestructura que tan sólo podían ser construidas por el Estado: puertos, ferrocarriles, servicios públicos esenciales; reclamaban capital y este debía conseguirse del extranjero por medio de empréstitos. En este sentido, entre 1862 y 1880, el Estado debe difundir las relaciones de producción propias del liberalismo capitalista y adaptarlas a la producción agropecuaria en pos del mercado mundial.
Estas relaciones giraron en torno a tres temas: la tierra, la mano de obra y el capital. Respecto a las tierras, estas fueron liberadas por el Estado en tales condiciones que sólo pudo acceder a ellas el sector ganadero tradicional. Esto favoreció el latifundio pero no la formación de la pequeña o mediana propiedad . En cuanto a la mano de obra, se inculcaron los patrones del mundo capitalista: disciplina laboral como medio para incrementar la productividad. El gaucho se rebelaría contra estos cambios. A los terratenientes les molestaba el estilo de vida del gaucho: abandonar a su antojo el lugar de trabajo, cazar libremente, ocupar tierras ajenas, perder el tiempo en pulperías o portar armas blancas. El Código Rural de 1865 puso freno a todo esto. De otro lado, el avance de la explotación agrícola emplea mano de obra europea, la cual tendría el nivel de vida más alto que el promedio del mundo rural latinoamericano. Finalmente, la llegada de capitales fue el resultado de aportes públicos, privados y foráneos. El aporte estatal se destinó a abrir oficinas públicas y dotar al país de cierta infraestructura en comunicación (ferrocarriles y telégrafos). El capital privado se destinó a todo lo que pudiera mejorar la producción: sementales extranjeros, molinos, canales de regadío. Por su lado, el capital foráneo, básicamente británico, se orientó al empréstito público, los ferrocarriles y las tierras.
De esta manera se consolidaba la economía argentina y se adaptaba al mercado mundial. En la década de 1860 empieza a funcionar el Ferrocarril Gran Sur de Buenos Aires y abre sus puertas el Banco de Londres y Río de la Plata, de capital británico. Empresarios nacionales, por su lado, construyen el Ferrocarril Central Argentino. Ahora quedaban unidas las regiones productoras con los puertos de Buenos Aires y Rosario. También se creaban sociedades inglesas para la compra de tierras y la explotación ganadera. Paralelamente, el Estado alentaba el establecimiento de colonias agrícolas en Santa Fe, que darían origen a la espectacular expansión de la producción de cereales (Martínez Días 1992). Asimismo, en 1865, Argentina era la primera nación exportadora de lana ovina en el mundo. Por último, la creciente inmigración, procedente del sur de Europa, comenzaba a cumplir los sueños de la Generación de 1837, desarrollada por Alberdi en sus Bases y resumida en la frase: “gobernar es poblar”.