Nacido en Lima (1935), el también Marqués de Torrebermeja y Conde de las Lagunas, es abogado, escritor, profesor de derecho de la PUCP y bibliófilo; su biblioteca es su hogar. Todo empezó por influencia familiar. Su padre, un belga, era un gran lector y un gran amante de los libros. Él fue quien le enseñó a ahorrar las propinas para comprar libros y a organizar su primera biblioteca cuando tenía 12 años. El doctor De Trazegnies aún guarda el primer “catálogo” que escribió.
Para el también ex Canciller de la República, los libros son sus amigos y nos explica qué es ser bibliófilo: “Yo entro a mi biblioteca, paseo la vista por mis libros y los siento vivos, encuentro que me están mirando y que quieren reanudar su conversación conmigo. Me digo que cada uno representa lo mejor de la personalidad de alguien que quiso comunicar algo que para él era importante. Y, como lector, le agradezco los esfuerzos que hizo para escribir y publicar lo que quería transmitirme. Pero, además, ser bibliófilo significa saber que un libro es también una obra de arte en sí mismo, es un objeto sensual que da un placer independiente de su lectura. Tomar una bella edición en las manos, sentir su peso, recorrer con suavidad sus páginas, es casi tan maravilloso como acariciar a una mujer o ensimismarse en la contemplación de un atardecer en el mar. El libro antiguo tiene, por otra parte, una sensualidad particular. Sus páginas ásperas, el olor a viejo, sus rústicas tapas de pergamino o esos empastes de un refinamiento insólito, los grabados, las letras capitales, las sugestivas marcas o divisas del impresor, los sofisticados frontispicios, colas y florones, crean una atmósfera evocativa e inquietante. Además, todo libro antiguo tiene su misterio, tiene una vida oculta al haber pasado de mano en mano quizá dejando huellas de su paso en el espíritu de los sucesivos lectores pero quizá también siendo marcado por las huellas de todos esos seres incógnitos del pasado, que lo amaron y que, muchas veces, dejaron una firma, algo resaltado que les llamó la atención, un comentario fugaz”.
Lamentablemente, a pesar de algunos esfuerzos, en el Perú no existe una asociación de bibliófilos, por lo que cada uno, como Trazegnies, es casi un “anacoreta”. Su colección de libros refleja sus gustos e intereses. Aparte de los volúmenes que le sirven para su trabajo académico, que son de historia, literatura y derecho, en su biblioteca también podemos encontrar textos de filosofía, matemáticas, astronomía, novelas, códigos de leyes, poesía y economía, teatro y política.
Piensa, además, que ser bibliófilo es una afición que no puede ser popular: “Muchas personas que realizan trabajos muy importantes en campos científicos o técnicos o en materia de negocios, no requieren consultar muchos libros para ello; consecuentemente, no desarrollan ni desarrollarán nunca un amor apasionado (iba a decir enfermizo) por los libros. A lo sumo, llegarán hasta el estadio de comprar libros de empastes llamativos, por metros, a fin de decorar algún estante de la casa o de la oficina.Sin embargo, es importante que existan coleccionistas en el Perú ya que, de otra manera, el libro antiguo existente en el país sólo encontrará mercado en las universidades de los países del Primer Mundo y en los coleccionistas extranjeros. Los coleccionistas (me refiero a los verdaderos, no a los comerciantes) salvan el material bibliográfico –y documental, en general- por dos razones. En primer lugar, porque evitan su salida del país al adquirirlos para sus bibliotecas en el Perú. Incluso yo he traído de regreso libros peruanos que he adquirido en el extranjero: Francia, Estados Unidos, Chile, Argentina y hasta Nueva Zelanda. En segundo lugar, porque, aún en los casos (como el mío) en que la colección no tiene una especialidad definida, el coleccionista tiende a agrupar de manera más o menos coherente libros que están sueltos por el mercado y así reconstituye una unidad colectiva de saber (la colección) que andaba desparramada por las calles. Muchas veces, cuando se trata de obras de varios tomos, el coleccionista va comprando tomos aislados conforme los encuentra, con la esperanza de reconstituir la obra en su integridad”.
Uno busca los libros pero los libros también “buscan a uno”, dice Trazegnies. Y es que su colección no solo viene de compras o búsquedas en librerías del país o del extranjero sino también de obsequios o títulos que le ofrecen: “En una oportunidad, alguien me llamó por teléfono para decirme que era una persona muy mayor y que tenía libros antiguos que ya no iba a usar; por ese motivo, me invitaba a pasar por su casa para ver si los quería adquirir. Me enseñó un estante lleno de libros de medicina del S. XIX. Pero definitivamente los libros de medicina no me interesan: hay demasiados y su contenido no tiene vigencia alguna en la actualidad. Sin embargo, vi otra vitrina en el lado opuesto de la sala y pregunté qué contenía. Me contestó que eran periódicos y libros para niños, sin ninguna importancia. Por curiosidad me aproximé y terminé comprándome veinte volúmenes de libros de Julio Verne en su primera edición francesa y una colección perfectamente empastada en cinco tomos de la revista “L´Illustration” de París, que cubren toda la Primera Guerra Mundial (1914-1918)”.
Entre sus libros más antiguos o valiosos podemos citar:
a. Un libro sobre aguas termales, publicado en Venecia en 1571, en el que, apenas a cuarenta años del descubrimiento del Perú, ya se habla de unas aguas en nuestro país que contienen oro y plata
b. La edición de 1608 de El Quijote, por el mismo impresor de la primera edición: Juan de la Cuesta. Lo valioso es que el propio Cervantes revisó esta edición e hizo algunas pequeñas modificaciones en el texto. Este libro lo compró en Lima, por lo que es posible que haya llegado durante el Virreinato, entre los primeros ejemplares de El Quijote que llegaron a nuestro país.
c. La edición de 1590 de Jerusalén Libertada, de Torcuato Tasso, publicada cuando el autor todavía vivía.
d. La Gramática Quechua de fray Diego González Holguín, publicada por Francisco del Canto, un incunable peruano.
e. La segunda edición de Los Comentarios Reales y la primera de La Florida del Inca, ambas, como sabemos, de Garcilaso de la Vega.