La iglesia de San Pedro en el siglo XIX, según el Atlas de Paz Soldán
En 1534, san Ignacio de Loyola funda la Societas Jesu (S.J.), una nueva orden religiosa aprobada por Paulo III en 1540. Sus integrantes, más conocidos como “jesuitas”, trataron de interpretar a la nueva Iglesia militante de la Contrarreforma. Los jesuitas llegaron a adaptar la doctrina cristiana a las difíciles circunstancias de la época. Se enfrentaron a las realidades políticas y morales de su siglo y tomaron parte activa en la educación, asuntos públicos y obras misioneras. Actuaron, por ejemplo, en las cortes reales como confesores y educadores de príncipes y nobles. Fundaron muchos colegios e impulsaron muchas misiones no sólo en Europa sino en las tierras recién conquistadas por españoles y portugueses.
Bajo su autoridad máxima y vitalicia, el “General”, un jesuita se consideraba a sí mismo como soldado de Dios bajo la bandera de la Cruz, listo para luchar por la propagación de la Fe ante los protestantes, los herejes o los infieles. La Orden, por ello, estaba organizada con criterios militares: rígida disciplina, voto de obediencia al Papa y prohibición de cualquier crítica a los superiores. Bajo estos criterios, todo el mundo fue dividido en provincias jesuitas, y su “ejército” de sacerdotes siguió los caminos trazados por los navegantes y conquistadores europeos.
Los jesuitas en el Perú.- El tercer General de la Compañía, san Francisco de Borja, gracias al interés del rey Felipe II, fue quien envió al Perú a los primeros jesuitas. La “expedición” estuvo compuesta por los frailes Jerónimo Ruiz del Portillo, Luis López, Antonio Álvarez, Diego de Bracamonte y Miguel Fuentes; y los hermanos Juan García, Pedro Lobet y Luis de Medina. Llegaron al Callao el 28 de marzo de 1568; en Lima fueron recibidos por el arzobispo Jerónimo de Loayza y los vecinos de la ciudad. Los jesuitas, por vez primera en América, no venían al Perú para ejercer apostolado solo a los españoles y mestizos de los centros urbanos. Especialmente se les designó como campo de trabajo la evangelización de los indios, según el deseo de san Francisco de Borja.
En Lima, los jesuitas tuvieron domicilios en el complejo de San Pedro y en el Cercado de Indios; también tuvieron casas en Cuzco, Potosí, Juli y Arequipa, así como centros misionales en La Paz, Panamá, santa Cruz de la sierra, Chuquisaca y Santiago de Chile. Al finalizar el siglo XVI, poseían 13 domicilios en el Virreinato del Perú. El incremento de sus miembros fue notable: en 1584 eran 132; en 1594, 232. Esto se debió no solo al contingente que vino de Europa sino a las vocaciones que despertaron en el Nuevo Mundo, como las de Bartolomé de Santiago (arequipeño), Blas Valera (chachapoyano), Juan de olivares (chileno), Onofre Esteban (chachapoyano) y Pedro de Añasco (limeño). Es importante mencionar la presencia de los jesuitas en Juli (Puno), donde establecieron un centro misional de primer orden, que luego serviría como modelo para las famosas misiones del Paraguay.
EL COMPLEJO DE SAN PEDRO:
La iglesia de San Pedro.- Los jesuitas llegaron en abril de 1568 y, según Anello Oliva, cronista jesuita, se alojaron en el Convento dominico. Ese mismo año consiguieron su solar, en el mismo sitio que hoy, y construyeron una capilla provisional. Al año siguiente, los jesuitas ampliaron su solar inicial y ponían la primera piedra de una iglesia más grande. Adquirieron más solares para lograr un espacio aceptable para la fundación que deseaban: el Colegio Máximo de San Pablo, creado en 1583. La iglesia se culminó en 1574 y fue ricamente decorada con retablos y relicarios; también tenía pinturas, especialmente del pintor romano (jesuita) Bernardo Bitti, quien también pintó el dorado de los retablos.
Como vemos, originalmente la iglesia se llamaba Colegio Máximo de San Pablo. Una descripción anónima de Lima hacia 1620 señalaba: “… la casa de los jesuitas era la más rica y poderosa de la ciudad, pues su iglesia hasta los frontales de los altares, eran de fina y gruesa plata”. Según fray Antonio de Espinoza, el culto se llevaba de forma lujosa en la vieja iglesia. Había en el atrio una ventana alta por la que salía un sacerdote los días de misa para que los esclavos de caballo no se quedasen sin doctrina, lo que en cierto modo era una forma de “capilla abierta”, muy usadas desde el siglo XVI.
La iglesia sufrió su tercera reconstrucción entre 1624 y 1636, y fue consagrada dos años más tarde. Tiene como modelo lejano a la Iglesia de Gesú de Roma, el templo jesuita más importante de la capital italiana; el padre Vargas Ugarte asegura que el padre Nicolás Durán Mastrilli llevó a Lima, en 1623, los planos de la iglesia romana.. A pesar de ser construida durante la época del barroco, es la más “renacentista” de las iglesias limeñas. Luego del terremoto de 1746, sus bóvedas de crucería serán reemplazadas por bóvedas de cañón seguido, confeccionadas en madera. El hermano Martín de Aizpitarte, jesuita de origen vasco, fue el que se encargó de la obra, pero no la vio acabada pues murió en 1637, un año antes de ser inaugurada.
Lo cierto es que el 31 de julio de 1638, los jesuitas inauguraron el nuevo templo de San Pablo en un sitio mayor que el viejo, derribado para formar un cementerio y el nuevo atrio. La nueva iglesia tenía 66 metros de largo, 33 de ancho y 33 en el crucero. El templo se adornó con costosos recuadros y muchas obras de pintura, sobre todo del pincel de Bernardo Bitti, cuyas obras de la vieja iglesia se mudaron a la nueva. Parece que en los arcos laterales había un lienzo de Bartolomé Esteban Murillo, que representaba la Sagrada Familia. El interior del convento tenía tres patios con pilares de piedra del siglo XVI. Hay pocas referencias sobre estos patios, pero sí hay descripciones de la Capilla de “Nuestra Señora de la O”, que estaba al interior del Convento.
Cuenta Jorge Bernales Ballesteros, que con el terremoto de 1687, se produjo un hecho excepcional, que desató una de las devociones limeñas más hermosas. Días antes del sismo (que ocurrió el 20 de octubre), una imagen de la Virgen empezó a sudar y llorar 32 veces, y cesó su llanto el día del siniestro. La imagen fue conocida después como “Nuestra Señora del Aviso”, y recibió gran culto desde entonces. Su fiesta fue ese día trágico de octubre, que dejó en pie pocos templos, uno de ellos el de San Pablo de los jesuitas. En efecto, con el temblor, no sufrió gran cosa el templo.
Con el gran terremoto de 1746, el templo sí sufrió un poco más. Los jesuitas tuvieron que rehacer la cubierta con el sistema de bóveda de cañón. Se perdieron las dos torres y, al reconstruirlas, las rebajaron un poco, con chapiteles “apiramidados” al estilo sevillano, que aún pueden observarse en los grabados del siglo XIX. El interior recuperó su belleza con sus antiguos retablos finamente restaurados, todo sin alterar la planta original del templo (nota: Tras la expulsión de los jesuitas, el templo tomó el nombre actual de San Pedro, 1770).
Plazuela de San Pedro.- La historia de esta plazoleta se remonta, según Juan Bromley, a 1626, cuando el procurador de la orden de los jesuitas, fray Cristóbal Garcés, se presentó al Cabildo diciendo que ya había tratado con el vecino Juan Esteban de Montiel la compra de unas casas frente a la iglesia de la Compañía; sin embargo, otro vecino, Pedro de Villarroel se las había apropiado y había empezado a derribarlas. Agregó el fraile que la Compañía quería esas casas para crear una plaza pública que sirviera de ornato a la ciudad pero también como lugar de prédica del Evangelio y adoctrinamiento de niños negros e indios sin interferir con los oficios que se celebraban dentro del templo; asimismo, la nueva plazuela serviría para dejar a los negros y criados y a los caballos y carruajes de los vecinos que concurrían a la iglesia. El tema ya se estaba viendo en la Real Audiencia, pero el padre Garcés acudió al cabildo para que apoyase también la causa. Al final, todo resultó como lo quiso la Compañía: Villarreal vendió las casas a los jesuitas con la expresa condición de que no se edificaría ningún inmueble para dar paso a la plazuela. Cabe destacar que, durante los años del Virreinato, también se le llamó “plaza de los coloquios”, porque en ella los jesuitas montaban sus funciones teatrales de tipo religioso; asimismo, desde la plazuela también podía observar el público lo que se escenificaba en el atrio de la iglesia. También fue llamada “plazuela del gato”, aunque no sabemos el porqué de este nombre. Desde 1986, se encuentra en esta plazuela el monumento al ensayista y diplomático peruano Víctor Andrés Belaunde, cuya escultura en bronce es obra Humberto Hoyos Guevara; el que fuera presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, está de cuerpo entero y dando cátedra.
La Capilla de “Nuestra Señora de la O”.- Ubicada junto a la iglesia de San Pedro, fue construida en 1615 por la Cofradía o Congregación Mariana de Nuestra Señora de la Expectación del Parto, conocida como Nuestra Señora de la O (por la “O” admirativa con que comienzan las antífonas latinas del Magnificat los 8 días que preceden a la Natividad); el director de esta congregación era el padre Juan de Córdova. Su primera descripción corresponde al padre Bernabé Cobo, quien dijo que tenía 38 metros de largo y 16 de ancho. Contaba con una sola nave cubierta de madera a tres paños formando un semi-exágono decorado con florones, piñuelas, pinjantes y molduras doradas. Asimismo, zócalos de azulejos y, frente al altar mayor, tres tribunas en el sitio del coro con baluastres verdes y dorados; tres órdenes de asientos en forma de teatro, pues también era capilla para actos literarios; finalmente, añade Cobo, en el altar mayor, un magnífico Cristo Crucificado de la escuela montañesina (es decir, parecido al Señor de Burgos). Con los diversos sismos que ha soportado Lima, la Capilla ha recibido varias remodelaciones y hoy es casi irreconocible a la descripción que nos dejara el padre Cobo. Por ejemplo, los cambios al neoclásico (retablos) que le aplicó el presbítero Matías Maestro hacia 1798. Hasta la expulsión de la Compañía de Jesús (1767), el Colegio San Pablo, de la orden jesuita, la usó como capilla, aunque siempre se consideró que era propiedad de la Congregación Mariana de Nuestra Señora de la O. Es notable el magnífico lienzo de La Virgen de la Candelaria, del Bernardo Bitti, que se encuentra en la sacristía de la Capilla.
Francisco del Castillo (Lima, 1615-1673).- Fue evangelizador de negro. Su vocación religiosa la sintió desde muy joven. A los 11 años, ingresó al servicio de Juan de Cabrera, deán del cabildo catedralicio y, gracias a las recomendaciones de éste, ingresó al colegio jesuita de San Martín. Allí destacó como capillero de la virgen de Loreto. A los 14 años, definió su vocación por el sacerdocio. En un principio, quiso trabajar en favor de los indios de las misiones jesuíticas de Maynas, pero la vida cotidiana de Lima le descubrió otra misión: la cristianización de los indios esclavos que, en esa época eran unos 20 mil en la Ciudad de los Reyes. Así, Francisco acudía a los hospitales donde eran derivados para tratar sus enfermedades y administrarles la confesión y animarlos para la esperanza. En su Autobiografía cuenta que una vez impidió un suicidio, pues encontró un negro a punto de ahorcarse, de quien dijo: “…consólele y quiétele los cordelillos, que el demonio le había depurado para el efecto…”. Aquí queremos resaltar dos aportes de Francisco del Castillo a la vida espiritual de la ciudad:
1. Su prédica dominical en el mercado del Baratillo, cercano a la orilla derecha del río Rímac. En esa plazuela, todos los domingos, en medio de mercachifles y compradores, subido sobre una mesa, impartía los conocimientos básicos del catolicismo a la población más pobre de Lima. Su prédica no era convencional. Recurría a la sorpresa y a los mecanismos del barroco a través de unas láminas y cuadros conocidos como los novísimos, unas viñetas diseñadas para mentes sencillas, figuras de personas en la gloria o en el sufrimiento, con el fuego del infierno. En la plazuela, Castillo instaló una muy venerada cruz de roble, que luego daría lugar a la ermita “Santa Cruz del Baratillo” (1673)
2. Su labor como reformador de la capilla levantada en honor a Nuestra Señora de los Desamparados, patrona de Valencia (España), que por entonces era una ermita ruinosa ubicada en una plazuela a espaldas del Palacio de los virreyes. Allí, hacia 1660, al pie del crucifijo de la Agonía, Francisco del Castillo dio por primera vez en el Perú e Hispanoamérica el sermón sobre la Pasión de Cristo (o Sermón de las Tres Horas), que se inició a las 12 del día y terminó a las 3 de la tarde. La tradición iniciada por Castillo la continuó otro jesuita, Alonso Messía Bedoya, y subsiste hasta nuestros días.
Luego de muchos años de predicación, trabajo pastoral y lucha por la dignidad de los más pobres de lima, murió Castillo el 11 de abril de 1673, a los 58 años de edad. De su vida santa se dio testimonio cuando aún vivía. Los jesuitas de entonces, como Estanislao de Kostka decía: “¿Y para qué nos remontamos al Paraíso, padres, teniendo en la tierra un ejemplo de tan prodigiosas virtudes como el padre Francisco del Castillo”.
La iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados.- Fue demolida en 1939 para dar paso al jardín posterior del actual Palacio de Gobierno. Fue fundada a en la segunda mitad del siglo XVII, durante el gobierno del virrey Conde de Lemos. Si bien antes era una ermita, su primera piedra se colocó en 1669, perteneció a los jesuitas y la construcción quedó a cargo del alarife Manuel de Escobar; el padre jesuita Francisco del Castillo fue su principal impulsor. En su altar había una réplica, hecha en Lima, de Nuestra Señora de los Desamparados con el Señor de la Agonía; al costado del templo se ubicaba una casa profesa de los jesuitas y un Colegio de Niños. Nada pudieron hacer los conservacionistas de la época para impedir su demolición. En compensación, el estado peruano entregó a los jesuitas un terreno y levantó una nueva Iglesia en la avenida Venezuela, cuadra 12, Chacra Colorada (Breña).
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