Archivo por meses: septiembre 2011

La Selva Central en el siglo XIX

Antonio Raimondi

El advenimiento de la República.- Con la retirada de los misioneros franciscanos y el desorden político de la República inicial, la población nativa tendió a dispersarse nuevamente y buscó volver a sus antiguas tradiciones intentando restaurar sus formas ancestrales de vida.

Pero este proceso natural se vio amenazado por un nuevo enemigo. Hubo una fuerte presión de la sociedad no nativa sobre los grupos indígenas con el interés de utilizar su mano de obra y aprovechar los recursos de sus territorios. Hasta la década de 1820, la presencia de los misioneros había contenido la penetración de comerciantes y de aventureros que buscaban beneficiarse económicamente de la zona y de sus habitantes originarios. Lamentablemente, las nuevas autoridades, con contadas excepciones, fueron cómplices de los nuevos atropellos. Muchos prefectos o alcaldes, por ejemplo, permitieron el reclutamiento de los indios para que sirvieran de peones a los comerciantes o de familias influyentes, incluso a las mismas autoridades. Las condiciones de trabajo rozaban, en muchos casos, con la esclavitud, pues no existía pago alguno por la labor efectuada.

Bajo esta “modalidad” republicana, nuevos productos empezaron a ser explotados como zarzaparrilla, algodón, pescado salado y cera. El costo humano fue muy alto porque los patrones locales, o nuevos gamonales, fueron los que controlaron el nuevo proceso económico en su fase extractiva y su comercialización regional. Además, esta nueva explotación se vio disfrazada por dispositivos legales que, con el supuesto fin de “civilizar” estos territorios, incentivaron la colonización y ocupación de las tierras amazónicas por parte de la sociedad republicana.

En 1832, por ejemplo, se dieron los primeros incentivos a los interesados en reconquistar Chanchamayo con la facilidad de obtener, en forma gratuita, el título de propiedad sobre extensiones de tierra que pudieran trabajar, hasta un límite de 40 mil metros cuadrados. La coartada para dar estas licencias es que las condiciones en que vivían los indios amazónicos eran un serio peligro para el “progreso” del país. En realidad, con la reapertura de las minas de Cerro de Pasco, la elite de Tarma vio la necesidad de recuperar la selva central para abastecer el mercado minero, básicamente a través de la producción de aguardiente de caña.

Paralelamente, los misioneros franciscanos intentaban regresar al convento de Ocopa. El diario El Comercio de Lima aseguraba, en 1936, que el presidente Orbegoso quiso restablecer el las misiones de la montaña y devolvió el convento a los franciscanos. Así se restauraba la vida en Ocopa, pero ahora con frailes italianos y españoles. También se reparó su edificio, muy afectado por el abandono desde la Independencia, y se reanudaron las incursiones hacia las perdidas reducciones de la selva.

Así, ya en 1847, cuando era prefecto de Junín el sabio Mariano Eduardo de Rivero, se llevó a cabo la “reconquista” de las montañas de Chanchamayo porque los nativos “ofrecían una resistencia feroz a los civilizados que pretendían adueñarse de sus tierras”. Esto sirvió de sustento, como apareció en el diario El Comercio de la época, para que se construyera un fuerte en San Ramón, dando nacimiento luego al pueblo del mismo nombre.

La fundación del fuerte San Ramón.- Los antecedentes de la fundación de San Ramón se remontan a 1808, cuando el entonces Intendente de Tarma, don José Urrutia y Las Casas, remitió al virrey de Lima, José Fernando de Abascal, un visionario, valioso y documentado informe en el que daba a conocer las grandes ventajas que resultaría la apertura de un camino a las montañas de Chanchamayo siguiendo la ruta de los que es hoy San Ramón y La Merced.

Según el antropólogo Stefano Varese, el intendente Urrutia fue uno de los personajes que mejor informa sobre la época floreciente que vivió la montaña de Chanchamayo, Perené, Cerro de la Sal, Huancabamba y Gran Pajonal. Su figura es sobresaliente: había sido Capitán General de los Reales Ejércitos, miembro del Supremo Consejo de Guerra, Gobernador y Capitán General del Principado de Cataluña.

Es cautivante el Informe de 1808 de Urrutia y su convicción con la que expone su tesis para defender las ventajas de la vía de Chanchamayo hacia el interior de nuestra selva, el estado en que quedó ese territorio al estallar la rebelión de Juan Santos Atahualpa y los destrozos que causó con su levantamiento. Su actuación brillante mereció elogios de un ilustrado de su tiempo, Hipólito Unánue.

Es contundente, específico e histórico su Informe al virrey Abascal sobre el desamparo de la región de Chanchamayo: “No es dudable que las montañas de Chanchamayo son un rico tesoro de las preciosidades de la naturaleza. Allí la madre naturaleza ha desplegado la fuerza de su inagotable fecundidad; parece que ha querido manifestar en ellas que no necesita del auxilio del débil brazo de los humanos para obtener su magnificencia y vigor; sus útiles y ventajosas producciones forman un teatro de considerables riquezas de los tres reinos: animal, vegetal y mineral que tan abundantemente los decoran y ennoblecen…Chanchamayo es el puerto principal de Los Andes, colocado por la Providencia en la mayor cercanía de esa metrópoli de Lima… Es indispensable la construcción de un fuerte”.

Los propósitos de Urrutia quedaron allí. Las guerras de independencia y los desórdenes de principios de la República hicieron que esta zona quedara, prácticamente, en el abandono hasta un histórico año: 1847. Gobernaba el Perú el mariscal Ramón Castilla quien, al sumir la presidencia en 1845, reinició la “reconquista” de la selva. El trágico recuerdo de al rebelión de Juan Santos Atahualpa, hizo que en esta oportunidad el intento de recuperación de estos territorios tuviera un carácter netamente militar.

La fundación del fuerte de San Ramón llevó a cabo en 1847, cuando era prefecto del departamento de Junín del antropólogo y naturalista Mariano Eduardo de Rivero y Ustáriz (Arequipa 1798-París 1857), autor de muchos estudios, especialmente, para fines de nuestro libro, Apuntes históricos y estadísticos sobre el departamento de Junín (1855). Rivero, en una carta dirigida a Castilla, interpretó la aspiración de los habitantes de Tarma de poseer terrenos en la fértil Chanchamayo e hizo presente al gobierno sobre la necesidad de recuperar el territorio y que, con su producción, iba a favorecer el comercio de todo el Departamento, dando bienestar a muchas familias. Para impulsar aún más su plan y demostrar la necesidad de emprender la reconquista de Chanchamayo, mandó publicar, también en 1847, el informe que el intendente José de Urrutia enviara años antes al virrey Abascal.

Lo cierto es que el gobierno de Castilla aceptó y salió una expedición a las montañas de Chanchamayo al mando del general Fermín del Castillo; el ingeniero Gregorio de la Rosa fue parte de ella. El objetivo era construir un fuerte militar en la confluencia de los ríos Chanchamayo y Tulumayo. Así, en septiembre de aquel año, los expedicionarios se habían apoderado del terreno y levantaron en el ángulo formado por la reunión de los dos ríos, el fuerte “San Ramón” que se llamó así en recuerdo del Presidente de La República, el mariscal Ramón Castilla. Su acta de erección se firmó el 7 de diciembre de 1847. El ingeniero De la Rosa no solo hizo el trazo de la nueva fortaleza sino que elaboró una carta o mapa de la montaña de Chanchamayo, trabajo que dedicó al general Castillo, jefe de la expedición. No cabe duda, entonces, que esta fundación serviría como “punta de lanza” para la incursión en la selva.

Cuentan que fue tanto el entusiasmo de los habitantes de Tarma por abrir esta puerta hacia el Oriente, que muchos vecinos de esta ciudad y de los pueblos aledaños cooperaron con los gastos que demandaba la apertura del camino, aparte de los víveres que entregaban para los operarios. Cabe destacar, de otro lado, que la labor de Mariano de Rivero, como prefecto de Junín, fue muy fecunda. No solo fundó el pueblo de San Ramón para abrir el camino de penetración a Chanchamayo sino que inauguró en su jurisdicción un monumento conmemorativo ala batalla de Junín (1846); fomentó el establecimiento de escuelas, como la Escuela Central de Minería de Huánuco; dispuso la creación de cementerios; y reveló la existencia de yacimientos de carbón de piedra.

Acta de fundación de San Ramón.- “En la confluencia del río Chanchamayo con el Tulumayo, a los siete días del mes de diciembre de mil ochocientos cuarenta y siete. El Señor General de Brigada Fermín del Castillo, jefe principal y director de la expedición sobre las montañas de Chanchamayo. Sargento mayor graduado D. Carlos Montes, los de igual clase D. Evaristo Simón Sornosa, D. Tadeo Humeres, D. Gregorio Relayza; el Suprefecto de la provincia, Teniente Coronel D. José Cárdenas, ingeniero de la misma empresa. Sargento Mayor D. Gregorio De La Rosa, quien hace de secretario en este acto; el Comandante de la columna expedicionaria, Teniente Coronel D. Pedro Cárdenas; los Tenientes D. Manuel Pérez Oblitas, D. José Sotomayor, D. Angel Martínez y D. Cayetano Escobedo y los Subtenientes D. Leandro Bonifaz, D. Dionisio Guzmán, D. José Valdivia, D. Manuel Sauri y D. Celedonio Del Castillo etc., constituido en este lugar y en conformidad con las instrucciones del Supremo Gobierno de La República, para formar un fuerte en la confluencia indicada, como punto de apoyo más a propósito para las operaciones ulteriores; después de haber, el Señor General, examinado detenidamente el terreno y sus avenidas y resultado ser este militar por su situación elevada y proximidad a la confluencia, procedió a comenzar la obra y con arreglo al petipié, formado anticipadamente por el ingeniero de la expedición, se midió una extensión de sesenta y seis varas, formando un cuadrado con un baluarte en cada uno de sus ángulos. Seguidamente se meditó sobre elegir los materiales de que debía componerse el fuerte y considerando que ninguno era de más facilidad la adquisición que la madera, así como económico para el erario emplearla, y que por otra parte esta fortaleza no debía resistir otras armas que las flechas, únicas que manejan y usan los bárbaros, se resolvió y dispuso que se hiciera de madera. Acto contínuo se trajeron varias piezas para iniciar la construcción del fuerte; y el Señor General Director en jefe de la expedición, colocó a nombre de la nación el primer palo, denominando la fortaleza San Ramón de Chanchamayo, por ser el nombre del Sr. Presidente de La República, quien ha dispensado decidida protección a la recuperación de esta bella parte de la montaña abandonada y olvidada por cerca de un siglo. A los baluartes se les tituló Rivero, Monzón, La Canal y Salaverry, apellidos, el primero del actual Prefecto del Departamento, que ha secundado con interés las miras filantrópicas del gobierno; el segundo del venerado y respetable párroco de la Doctrina de Acobamba, principal motor de esta empresa y quien no ha perdonado por su parte ningún género de sacrificios para llevarla a la cima; el tercero el del síndico procurador del Distrito de Tarma Coronel de La Guardia Nacional del que ha cooperado con celo infatigable; y el último el de Mayor de Plaza de este Departamento, Teniente Coronel D. Pablo Salaverry, por haber sido el que comandó la fuerza descubridora en compañía del Sargento Mayor del Batallón Cívico de Tarma, D. Juan Alvarez, cuyos méritos y servicios prestados en la empresa son dignos de encomio. Finalmente a las cuatro cortinas se les ha puesto los nombres de Tarma, Acobamba, Huasahuasi, Monobamba, por llamarse así los principales pueblos que con el más laudable entusiasmo han contribuido con su trabajo personal al ir descubriendo los caminos, sin que el hambre ni los peligros los arredrara, ni hiciera decaer sus ánimos; mereciendo grato recuerdo los pueblos de Palca, Tarma, Palcamayo y Vitoc. En este acto solemne todos los circunstantes poseídos del más exaltado y noble entusiasmo, viendo establecida la piedra angular de la gran obra que podrá un día darnos más directa comunicación con el viejo continente, por medio de la navegación de nuestros principales ríos tributarios, del mayor que conoce el mundo; y meditando con enajenamiento en la inmensidad de las ventajas que tal suceso produciría, manifestaron con agradecimiento el interés con que el Supremo Gobierno promueve y fomenta las Obras. Ofreciendo cada uno por su parte agotar todos los esfuerzos inimaginables hasta conseguir la realización completa de la preindicada expedición, con lo cual termina el acta y firmaron” (Fuente: Antonio Raimondi, El Perú, tomo III, p- 192 y ss.).

¿Cómo era el fuerte San Ramón en el siglo XIX? El fuerte contaba con un contingente militar y las nuevas colonias, hasta 1876, estuvieron bajo la conducción de oficiales del ejército. Como el gobierno y los hacendados tarmeños consideraron que entre los indios aún se conservaba la memoria de la rebelión de Juan Santos Atahualpa se decidió mantener la zona bajo vigilancia militar y se evitó la presencia de misioneros franciscanos.

De esta manera, se procedió a desalojar violentamente a los indios de la zona y sus casas y chacras fueron quemadas. Como anotan Fernando Santos y Frederica Barclay, “teniendo al fuerte de San Ramón como centro de operaciones, los colonos y fuerzas militares realizaron continuas incursiones armadas a los asentamientos indígenas para “tomarles algunos muchachos para su servicio”. Desde la orilla izquierda del Tulumayo los Asháninca se opusieron tenazmente a los avances colonos”.

Los testimonios del siglo XIX están cargados de enfrentamientos entre los nuevos colonos, respaldados por el ejército, y los indios durante los primeros 30 años de la “reconquista”, 1847-1877; además, estos conflictos no desaparecieron cuando las autoridades llamaron a los franciscanos para que colaborasen con la pacificación. Incluso el propio Padre Guardián del Convento de Ocopa ordenó que sus misioneros se retiraran pues ningún provecho espiritual se podía esperar ante semejante proceso de reconquista. Cabe destacar, por último, que hacia 1860 se encontraba como alférez, en San Ramón, el futuro “Héroe de la Breña”, Andrés A. Cáceres.

La primera “conquista” de Chanchamayo.- Fue el primer efecto de la fundación del nuevo Fuerte. Con el auxilio de los vecinos de Tarma, el prefecto Rivero logró, a partir de San Ramón, el dominio de la montaña de Chanchamayo. Para este objetivo, también contó con la participación de los misioneros franciscanos, ya restablecidos en Ocopa desde la década de 1840. A principios de septiembre de 1848, instigados por el Arzobispo de Lima, Francisco Javier de luna Pizarro, y del Prefecto de Junín, Mariano de Rivero, salieron de Ocopa los padres Fernando Pallarés y Antonio Gallizans por el camino Tarma-Palca-Chanchamayo y el 10 de septiembre llegaron a San Ramón.

El padre Dionisio Ortiz cita este acontecimiento a partir de la “Historia de las Misiones de Ocopa”, en la que se detallan los abusos de los colonizadores contra los indios y el sacrificio de los nuevos misioneros: “En este punto hallaron dos compañías de tropa cívica, las que cometían grandes desórdenes, arrojando balas a los indios que con frecuencia asomaban a la otra parte. No podían los padres misioneros ver con indiferencia semejante modo de conquistar infieles, y por esto procuraban impedir con la persuasión de un mal de tan fatales consecuencias. Algunos cristianos de los que por allí había, pasaron inconsiderablemente el Tulumayo con el intento de robar a los indios y tomarles algunos muchachos chunchos para su servicio; pero les sucedió muy mal, porque los indios llamados campas los flecharon hiriendo a algunos cristianos de la expedición. Para auxiliar a estos, pasó el Tulumayo, con una balsa, el Padre Gallisanz con algunos individuos de la pequeña guarnición de Tarma el 28 del citado mes. Mas, como por la extraordinaria corriente de aquel río no podían pasar la balsa sino tirada de un cable, este, aunque pudo sostenerla en la ida, quedó inutilizado para la vuelta; y así fue como debiendo regresar sin este auxilio tuvo la desgracia de naufragar el referido Padre, ahogándose a poca distancia de la reunión de los dos ríos, con otros dos cristianos que con él habían entrado en la balsa”.

Para reemplazar a los padres Gallisanz y Pallarés, fueron enviados el padre Vicente Calvo y fray Amadeo Bertona. De estos, el que más sobresalió fue el padre Calvo, quien llevó a cabo una serie de exploraciones del Pozuzo al Paleazu y de Huancabamba al Paleazu. Fue también muy amigo de Raimondi. El padre Izaguirre guarda estas palabras sobre su obra: “Fue el padre Calvo un héroe cortado por el molde franciscano, uno de los más valerosos e incansables exploradores de los tiempos modernos. Un nuevo genio de la selva cuyo anhelo era emplear la vida entera en beneficio de la religión y en bien de la nación peruana. Gastó su vida en la montaña viviendo en ella unos 25 años. Parece que el padre Calvo hubiese tenido el privilegio de despertar en el Perú el espíritu de empresa para dar principio a una era de exploraciones de valor científico y de utilidad incomparable para la geografía nacional”.

La visita del sabio Antonio Raimondi.- Entre los años 1851 y 1858, San Ramón tuvo el honor de recibir, en dos oportunidades, al ilustre italiano, naturalista e historiador, don Antonio Raimondi, quien acampó en el flamante Fuerte, Afortunadamente, nos dejó estampadas en sus escritos las impresiones que recogió en esas importantes expediciones en su afamada obra, El Perú.

Por ejemplo, aquí presentamos un fragmento del testimonio que hace de su viaje de Palca a San Ramón: “La formación geológica de Palca, pueblo situado en el camino de Tarma a Chanchamayo y Vitoc, es de roca esquistosa. Cerca de este pueblo se separa el camino que va a Marainioc y Vitoc, del que conduce al valle de Chanchamayo. Cerca de Palca se encuentra otra pascana llamada Matichacras que es una pequeña casa situada en una altura sobre el lado derecho del rio Chanchamayo. Siguiendo se llega a Chalhuapuquio que es la primera hacienda del valle. De esta se va al Fuerte de San Ramón; el camino es casi enteramente llano, y siempre en medio del monte. Al otro lado de este se hallan varias haciendas”.

Asimismo, no oculta su fascinación por San Ramón: “Estimulado por la curiosidad, me interné hasta lo más espeso del bosque, como huyendo de las huellas del hombre, para colocarme frente a frente a ese mundo maravilloso. Allí rodeado de elegantes arbustos y a la sombra de coposos árboles, que oscurecían la luz del sol, me parecía hallarme en el laboratorio de la vida vegetal y creía descubrir en medio de la espesura del follaje a la virgen naturaleza, bajo forma humana, afanada en modelar y producir las delicadas y hermosas plantas que tenía a mi alrededor. Largo tiempo quedé absorto contemplando ese enjambre de variados vegetales; me parecía no tener ojos suficientes para verlo todo y abrazar de un solo golpe a su admirable conjunto”.

El antropólogo Stefano Varese, al hacer un balance de la estancia de Raimondi en la selva, resalta que solo con su libreta de apuntes y una sustancial modestia, encontró en el misterio del bosque un estímulo para su curiosidad científica. La montaña y los nativos supieron reconocer en él un amigo. Para el viajero científico – prosigue Varese-si el nativo es malo es porque ha estado en contacto con la civilización y de ella ha recibido solamente agravios; con amor, con respeto al nativo se le conquista. Por ello, Raimondi vive con ellos y participa de su vida familiar, juega con los niños y se ríe a carcajadas con sus bromas y hasta se pinta la cara con ellos. Con este esfuerzo “intercultural”, obtuvo más para la ciencia y para él. Fue un convencido y arduo defensor de la conquista del valle de Chanchamayo.

En sus visitas a Chanchamayo, Raimondi pasó la noche varias veces en San Ramón y nos da el siguiente testimonio: “El Fuerte consistía en una empalizada de madera de la misma montaña y tiene la forma de un cuadrado, en cuyo interior hay otro con habitaciones. La habitación del comandante, que está situada al frente, es de tablas, las de los soldados son de palos como las de la empalizada. En las dos esquinas, que miran a los salvajes, se han construido como dos baluartes para los centinelas. En el ángulo izquierdo, entrando al Fuerte se ha situado el depósito de pólvora, que está revestido exteriormente de hojalata para protegerlo del incendio, que podrían ser causados cuando tiran flechas incendiarias. Los techos de todas las habitaciones son de hojas de homero (Phytelephas macrocarpa), admirablemente entre tejidas. Las habitaciones dejan en el medio un gran espacio que sirve de patio. Exteriormente, delante del Fuerte, se ha formado una gran plaza a la que se ha cubierto como el patio con una gruesa capa de arena fina transportada del río, con el objeto de evitar el barro y los charcos que se forman cuando vienen los aguaceros, que en este lugar son muy frecuentes, principalmente en la estación de lluvias que empieza en enero y dura hasta abril. Ordinariamente la guarnición del Fuerte está compuesta por cerca de 50 hombres, pero en esta época y por causa de los movimientos políticos que han envuelto La República, solamente hay 18 hombres, de los cuales, más de la mitad son civiles de Tarma. El comandante que sucedió a Noel, fue el señor Cárdenas; el mismo que fundó la hacienda Chalhuapuquio. Después, con el cambio de Gobierno, mandaron provisoriamente a don Manuel Cárdenas, que fue al que encontramos en nuestra visita y nos dio alojamiento en el Fuerte todo el tiempo que estuvimos. Chanchamayo tiene un clima generalmente sano y aunque hay bastante calor, se come con mucha apetencia. Hay también una plaga muy grande de insectos, principalmente hormigas y cucarachas, que todo lo devoran, de modo que no se puede guardar nada; y aunque se suspenden las cosas por medio de pequeñas sogas al techo de la casa, siempre llegan a ellas subiendo por las sogas. No hay otro método preventivo que aislar los objetos por medio del agua. También los mosquitos, abejas y avispas incomodan mucho con sus picaduras. Es todavía una fortuna que no abunden las culebras venenosas, ni los animales feroces. Sin embargo, no se puede dejar afuera del Fuerte carneros ni perros, por que se los devoran. Existen animales feroces, como jaguares y pumas, aunque son muy raros y contados los que se han visto hasta el día”.
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La rebelión de Juan Santos Atahualpa

Hacia la década de 1740, nada hacía presagiar que toda la labor de los franciscanos en la Selva Central se iba a ver seriamente afectada por esta rebelión indígena, liderada por un supuesto descendiente de los incas, Juan Santos Atahualpa, quien no había nacido en el lugar sino, según la leyenda, en el Cuzco.

Antes de entrar en detalle de lo ocurrido, es importante rescatar el testimonio de Antonio Raimondi quien fue el primero en analizar el impacto que tuvo en la región este levantamiento. Con el título de Pérdida de todo lo conquistado en las montañas de Chanchamayo y río Perené, Raimondi describe este colapso de la siguiente manera: “Desde la fundación de los nuevos pueblos en las márgenes de los ríos Chanchamayo y Perené, esta bella cuanto fértil región, había ido en continuo progreso; pues además de los pueblos de conversiones, iba poco a poco creciendo las haciendas, cuyos importantes productos daban lugar a un activo comercio. No se tiene hoy la menor idea del floreciente estado en que se hallaba toda la montaña de Chanchamayo a principios de 1742. Basta decir que, en los terrenos actualmente habitados por los salvajes, había productivas haciendas de caña, cacao, café, coca, etc”.

“Así, según el Intendente Urrutia, el mismo lugar de Chanchamayo era entonces una hacienda de caña dulce y coca del Colegio Santo Tomas de Lima. Cerca de Chanchamayo habían establecido los misioneros franciscanos el pueblo de Sauyria, cuyos habitantes tenían chacras en terrenos muy fértiles. Detalla de igual forma : “que en el valle de Vitoc con sus anexos de Sivis, Pucará y Collac en aquella época, había toda una comarca de haciendas denominadas: Chontabamba, La Colpa, Marancocha, San José, Santa Catalina, San Fernando, Nuestra Señora del Carmen y, que siguiendo las orillas del río Chanchamayo, se notaban otros hermosos fundos. De igual forma, en el pueblo de Quimiri, tenían los padres misioneros y algunos particulares grandes cañaverales. Otras tierras cultivadas se ubicaban en el Cerro de la Sal y hacia el norte de este, hasta Huancabamba, Pucará, Lucen y Vaquería”.

Añade Raimondi: “Aquellos silenciosos bosques, hoy en día habitados tan solo por pequeñas tribus salvajes, eran centros de gran actividad; y se había entablado el comercio con los mismos infieles, quienes cambiaban los ricos productos de la montaña, con víveres y objetos de nuestra industria. Intercambiaban la gente de la sierra: carne salada, quesos, ají, aguardiente, herramientas, etc., y regresaban con valiosas especies de la montaña, multiplicando de este modo sus capitales. La ciudad de Tarma, situada en la puerta de esta feraz región, iba continuamente progresando; pues sus habitantes mantenían un activo tráfico con la montaña, obteniendo grandes provechos de su lucrativo comercio. Hasta los chunchos, -según dice Urrutia- , llegaron a entablar su viaje a Tarma para vender o cambiar sus frutos, regresándose muy confiados a sus reductos, surtidos de cuanto necesitaban en su país. ¿Pero, quien hubiera dicho que tanta prosperidad debía desaparecer en muy poco tiempo, bajo la mano destructora de estos mismos chunchos, tan solo por instigación de un hombre ambicioso y cruel? La hermosa montaña de Chanchamayo, poblada a principios del año 1742 de numerosas y bellas haciendas, cayó desde su apogeo, en un mar de desgracias; siendo poco después teatro de escenas sangrientas, que sembraron por todas partes destrucción y muerte. Este bello país, que había sido conquistado poco a poco a la virgen naturaleza, volvió a quedar bajo su dominio, después de haber gozado unos pocos años los beneficios de la civilización”.

¿Quién era Juan Santos Atahualpa? El primer testimonio sobre la figura de Juan Santos Atahualpa fue el del padre Amich, quien nos dice que fue un indio del Cuzco que había ido a España sirviendo a un padre jesuita; otros dicen que incluso viajó por el norte del África. De regreso al Perú, según la leyenda, cometió un crimen en Guamanga (Ayacucho) y, viéndose perseguido por la justicia, huyó a la montaña, donde se encontró con el curaca de Quisopango, quien lo refugió en el Gran Pajonal. Se hizo llamar Juan Santos Atahualpa y, con astucia, logró que los indios lo creyesen descendiente del último inca del Cuzco, Atahualpa.

La mayoría de estudiosos de este movimiento coincide en que es muy difícil reconstruir una historia verídica del personaje. Sus datos biográficos son muy sueltos y, especialmente, envueltos en el mito. Se dice que recibió cierta educación y, con lo que había aprendido en su viaje a Europa, logró, poco a poco, dominar los ánimos de todos los habitantes del Pajonal, que llegaban de todas partes a prestarle obediencia, dejando desiertos sus pueblos. Fue adquiriendo tanto prestigio que aun los indios de las reducciones, fundadas en las márgenes del río Perené, tales como Eneno (Eneñaz), Metravo (Metraro), San Tadeo, Pichana (Pichanaki), Nijandaris, y Cerro de La Sal, iban a visitar al pretendido “inca”. Parece que en 1743 era dueño ya de todas las poblaciones del Pajonal y de las márgenes del río Perené, desde el conflictivo Cerro de La Sal para abajo.

El móvil de la rebelión.- La moderna historiografía coincide en tres factores:

1. La disputa por el control del Cerro de la Sal (ubicado en las inmediaciones de lo que es hoy La Merced) entre los grupos indígenas y los curas franciscanos.

2. La reacción de los indios de la selva central frente a un modelo evangelizador, de “civilización”, que no iba de acuerdo a su modo de vida tradicional. Como bien sabemos, los aborígenes de la montaña eran semi nómades; combinaban la caza, pesca y recolección en el territorio amazónico con formas superficiales de agricultura. La implantación de pueblos o “reducciones” emprendida por los franciscanos, alteraba de modo significativo su orden de vida y sus formas de explotación de la naturaleza. Definitivamente, no guardan el perfil de los indios “andinos” que, con el tiempo, pudieron combinar la vida en sus pueblos y el tradicional “control de los pisos ecológicos”.

3. Una esperanza mesiánica y milenarista de retorno a tiempos del pasado liderada por un “mesías”, un supuesto descendiente de los incas, personificado en Juan Santos Atahualpa.

Lo cierto es que a partir de 1742 y 1743 la rebelión tomó proporciones alarmantes y el gobierno virreinal optó por enviar tropas, armas, municiones, cuyas expediciones salieron de Tarma. En 1745 el virrey Conde de Superunda envió varias tropas de soldados. Todas ellas fracasaron en aplacar la insurrección, por los factores que describió Raimondi: “Las impenetrables selvas, tan favorables para las emboscadas de los indios y que utilizan las armas de largo alcance (lanzas, flechas) , la gran humedad que echa a perder la pólvora y que mohosea y pudre en pocos días los víveres; el temperamento cálido al que no están habituados los soldados, que, por lo general, son indios de la sierra; numerosos ríos que hay que vadear a cada paso y, el pánico que tienen los soldados a los salvajes, son otros tantos obstáculos improvistos que dificultan las operaciones militares en aquella región, dando al contrario a los salvajes y sus armas gran superioridad”. En una estrategia de guerra de “guerrillas” emprendida por los rebeldes, entre 1742 y 1754, producto de la rebelión, se perdieron todos los pueblos fundados por los misioneros en Chanchamayo, por ejemplo. Se perjudicaron también las misiones del Cerro de la Sal, Perené, Gran Pajonal, Pangoa y Ucayali.

Un análisis moderno de la rebelión.- Entre los historiadores, estudiar los hechos del levantamiento de Juan Santos Atahualpa siempre ha sido polémico, ya que para algunos es un personaje cuestionado (legendario) y para otros un héroe que dio el primer grito de independencia en la selva central del país.

El historiador español Arturo de la Torre, acaso el que mejor conoce el tema hoy, opina: “La impresión transmitida por la historiografía americanista tradicional sorprende por la aparente paz de la vida colonial, sin otras alteraciones que unos pocos levantamientos puntuales que sirvieron de contraste con la tónica secular. Las obras aparecidas desde 1970 están sirviendo para acercarnos a una imagen más aproximada a la real. De entre los levantamientos utilizados como ejemplo de lo “inhabitual” se encuentra la revuelta de Juan Santos Atahualpa que junto a la de José Gabriel Condorcanqui aparece como fenómeno emblemático del s. XVIII. Ambos episodios pueden ser considerados como precedentes de los movimientos emancipadores, debido a su carácter nativista siendo, en todo caso, un ejemplo para las élites criollas. Pese al intenso trabajo historiográfico de los últimos años, han pervivido sorprendentemente notables errores sobre el levantamiento selvático”.

A partir de ese análisis, lo que podemos afirmar como historiadores es lo que sigue. La selva, históricamente, permaneció alejada de la trayectoria del Perú. Habitada por grupos amuesha y campas, ninguno de los conquistadores que tentó su anexión, desde épocas incaicas, logró incorporarla. A la expedición infructuosa de Túpac Yupanqui, hay que sumar las de Alonso de Alvarado, de Ursúa y otras más, que no obtuvieron mejores resultados que algunos pájaros de hermoso colorido y la desazón de la derrota frente a una naturaleza hostil. Durante el siglo XVII y principios del XVIII se inició un nuevo tipo de incursiones con objetivos más altruistas que los de las huestes conquistadoras del siglo XVI. Fueron, como vimos, las entradas evangelizadoras emprendidas por misioneros en busca de la expansión del reino espiritual cristiano.

La labor en la cuenca del Perené correspondió a los franciscanos. En 1635, con la entrada de fray Jerónimo Jiménez, se fundó una capilla en un centro económico y religioso de la región: Cerro de La Sal. Al empeño del fraile siguieron otros esfuerzos semejantes. En general, la actitud de los naturales resultó poco receptiva a la evangelización, siendo necesario el apoyo de soldados que acompañaran a los frailes en su labor. El problema fue que la presencia de los franciscanos y la arrogancia de los militares se convirtieron en elementos perturbadores, originando continuos levantamientos.

En este sentido, la primera revuelta importante fue protagonizada por el cacique de Catalipango, Ignacio Torote (1737), quien, aprovechando una reunión de franciscanos en Sonomoro, atacó sorpresivamente a los frailes. La respuesta de las autoridades españolas fue un ejemplo de lentitud: seis meses tardó en partir la columna encomendada de la represión. Cuando la expedición, mandada por el Gobernador Militar de Tarma, Pedro Milla, inició la búsqueda de Torote, éste ya se había puesto a buen recaudo de la justicia virreinal. Años después volvería a aparecer enrolado en las huestes de Juan Santos.

La mañana del 3 de junio de 1742 se inicia la rebelión en Chanchamayo al mando de Juan Santos Atahualpa, quien logró congregar a diversos pueblos de la selva central como asháninka, yánesha y hasta shipibo. Llama a todos los indios amajes, andes, cunibos y simirinchis. Los indios, en su situación de “cristianos infieles”, hacen muchos bailes y se muestran muy contentos con su nuevo “rey” y dicen mil cosas contra españoles y negros.

Juan Santos, se hizo proclamar Apu Inca, descendiente de Atahualpa. Su meta era restaurar el Imperio Inca aniquilando a los españoles y sus costumbres. Su primer objetivo fue la reducción de Eneno (Eneñaz), para luego seguir con Matranza, Quispango (Pangoa), Pichana (Pichanaki) y Nijandaris. Esta rebelión duró aproximadamente diez años.

De otro lado, se dice que Juan Santos Atahualpa fue descendiente inca nacido en Cuzco y criado por los jesuitas. Aprendió castellano y latín. También se dice que viajó a España, Angola, Inglaterra y Francia. Regresó al Perú y allí fomentó una rebelión al comparar el viejo mundo con la dominación española ejercida en su patria. Se dice que estuvo relacionado con los ingleses pues al iniciar la lucha de la libertad se vio por las costas del virreinato la nave del inglés Jorge Anso.

En cuanto al supuesto trato con los ingleses, sobre lo cual no hay mayor información documental que lo confirme, se puede, no obstante, lanzar algunas hipótesis a partir de ciertas circunstancias por entonces acaecidas, tal como lo hace el historiador Francisco Loayza. Es conocida, por ejemplo, la vieja pugna que sostenían los ingleses con los españoles en busca de tener mayores facilidades para comerciar con los mercados de América, celosamente guardados por España. Estos hechos no eran desconocidos para un hombre bien informado y culto como Juan Santos Atahualpa. Así, en la primera noticia sobre él se dice “que habló con los ingleses, con quienes dejó pactado que le ayudasen a cobrar su corona por mar, y que él vendría por tierra, recogiendo su gente, para al fin recobrar su corona”. Para Loayza este pacto no es inverosímil por los hechos antes referidos y podría haberse establecido en 1741.

Los ingleses –dice- cumplieron lo pactado con Juan Santos a favor de la independencia. El vicealmirante Jorge Anson, al mando de cinco buques de guerra, fue comisionado por su Gobierno, para entrar al Pacífico y perseguir todas las naves y bloquear todos los puertos subyugados a España. Agrega Loayza: “No es probable que Anson, después de tantas correrías, por más de medio año, al no tener noticia de levantamiento alguno en el virreinato del Perú, decidió alejarse, rumbo al Asia. Cinco meses después de estas correrías (mayo 1742) no habiéndose levantado los pueblos peruanos de la costa y de la sierra, dan los indios de la montaña, con Juan Santos Atahualpa, el grito de rebelión. Si este movimiento de los montañeses hubiera estallado en su debido tiempo, la expedición del vicealmirante inglés Jorge Anson habría resultado eficiente y, quizá, definitiva…”.

Por último, no se sabe mucho sobre la desaparición de Juan Santos Atahualpa. Se dice que desde 1756 no se sabía nada de él. Otra versión dice que hubo una sublevación entre los rebeldes y tuvo que ordenar la muerte de Antonio Gatica, su lugarteniente y otros hombres por posible traición. Se dice también que fue envenenado. Pero la más acertada es que murió de vejez. Lo cierto es que después de ser desalojados misioneros y soldados “blancos”, no volverían a ingresar nuevos grupos de colonos a la selva central hasta ya conformada la República del Perú en el siglo XIX.

Las misiones franciscanas luego de la rebelión.- Los franciscanos, a pesar del desastre, no estaban dispuestos a perder sus reducciones y, en 1766, desde Ocopa, decidieron recuperar las misiones del alto Ucayali, un territorio que no había sido convulsionado por la rebelión de Juan Santos. Así, en 1791, se reconstruyó el pueblo de Sarayacu donde se congregó a indios setebos y conibos.

Luego, en 1809, los franciscanos lograron reunir a un gran número de familias piro en el Alto Ucayali, y, en 1813, fundaron, con 300 familias shipibo, el pueblo de San Luis de Sharasmaná en el río Pisqui. Ahora, la idea era encontrar un camino de comunicación entre Ocopa y Sarayacu y se emprendieron varias expediciones de exploración. Pero el recuerdo de la rebelión de Juan Santos estaba aún fresco y los nativos no se avenían con facilidad a recibir de nuevo a los misioneros, lo que decidió a los franciscanos a construir un fuerte para amedrentarlos.

En realidad, el contexto era peligroso. Por ejemplo, en 1816, los indios campa atacaron la expedición del padre Plaza. Frente a este revés, se organizó una expedición con el fin de obtener la comunicación deseada entre Ocopa, Andamarca y Sarayacu. Como vemos, en esta nueva etapa de la acción misional se retomaron los métodos de los inicios de la Conquista: la acción armada secundó la tarea evangelizadora.

Pero había otro problema. Esta etapa coincidió con el contexto de las guerras por la independencia, lo que provocó el descenso del ímpetu misionero. El Estado virreinal no estaba en capacidad de brindar apoyo económico ni logístico a los evangelizadores. En 1823 el convento de Ocopa fue abandonado por los religiosos. Incluso, el general realista José Ramón Rodil acusó al libertador Simón Bolívar de haber dado muerte a los misioneros. El Libertador reaccionó enviando a Andrés de Santa Cruz para que los presentase en Lima con el fin de demostrar la falsedad de las acusaciones. Finalmente, por razones políticas, el colegio misionero de Ocopa, en 1824, fue clausurado por orden de Bolívar y convertido en colegio de instrucción pública. Esto fue un golpe muy duro a la acción misional pues se puso fin al centro rector de la labor evangelizadora en la selva central.

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