Durante los meses que duró el Protectorado de José de San Martín en Lima, hubo un sistemático esfuerzo por instalar un gobierno monárquico en el Perú, bajo la figura de un príncipe europeo. Frente a tal despliegue, se formó un frente liberal-republicano, encabezado por José Faustino Sánchez Carrión, el “Solitario de Sayán”, quien, desde unas cartas firmadas con ese seudónimo, se opuso firmemente a los planes del Libertador argentino y sus más cercanos colaboradores. Para Sánchez Carrión, la monarquía era contraria a la dignidad del hombre: no formaba ciudadanos sino súbditos, es decir, personas cuyo destino está a merced de la voluntad de un solo hombre, el Rey. Sólo el sistema republicano podía garantizar el imperio de la ley y la libertad del individuo. Reconocía que la república era un riesgo, pero había que asumirlo.
Sánchez Carrión nació el 19 de febrero de 1787 en el pueblo de Huamachuco, en la sierra norte del Perú. Fue hijo de un antiguo minero de la región que llegó a ser alcalde del pueblo en un par de ocasiones. Inició su formación con maestros privados, seguramente clérigos del lugar, y luego cursó estudios de latín y filosofía en el Seminario de San Carlos y San Marcelo de Trujillo (1802), con la intención de llevar una vida religiosa. Luego se trasladó a Lima a continuar sus asignaturas en el Real Convictorio de San Carlos (1804), dirigido entonces por el sacerdote liberal Toribio Rodríguez de Mendoza. Allí abandonó su vocación religiosa y se convirtió al liberalismo. Decidió estudiar leyes, fue profesor de filosofía en San Carlos, apoyó la Constitución de Cádiz y sus ideas, trasmitidas en discursos y conferencias, llegaron a ser conocidas por el virrey Fernando de Abascal, quien le prohibió cualquier actuación pública. Pero el joven estudiante no se doblegó, logró el título de abogado y, en 1819, el Colegio de Abogados de Lima le encargó de la defensa de las personas sin recursos en calidad de “abogado de los pobres”. Su radicalismo le valió el destierro de Lima, ordenado ahora por el virrey Joaquín de la Pezuela, y se retiró a Sayán, un pueblo al norte de la capital del Virreinato.
Allí se encontraba cuando San Martín proclamó la independencia y fundó la Sociedad Patriótica, que tenía como objetivo promover la monarquía como la salida más eficaz a las condiciones de la población del país. Fue en ese contexto que escribió una serie de cartas en las que argumentó su rechazo a tal proyecto. En una de sus misivas afirmó: “Un trono en el Perú sería acaso más despótico que en Asia, y asentada la paz se disputarían los mandatarios la palma de la tiranía”. Su diferencia con los monárquicos es que mientras éstos pensaban que el tipo de gobierno debía adaptarse a las circunstancias, el “Solitario de Sayán” sostenía que debía orientarse en cambio a neutralizarlas y combatirlas. En otras palabras, el viejo debate entre la concepción de la política como “resultado” de una sociedad o como “instrumento” de transformación de la misma. Asimismo, ironizaba del principio que los países de gran territorio se gobernaban mejor con reyes: “¿tan grandes son los reyes que necesitan tanto espacio?” Según este tribuno republicano, en un territorio extenso el monarca apenas se enteraba de los que pasaba en el interior y el poder efectivo, en realidad, lo tenía un enjambre de burócratas intermedios. También rebatió el criterio de los monárquicos en el sentido de que la mayoría de peruanos carecía de ilustración para un gobierno liberal-republicano: “Qué desgraciados somos los peruanos! Después de pocos, malos y tontos”. Respondió diciendo que “nadie se engaña en negocio propio” y que la religión y la cultura de la ilustración atemperaban la ignorancia. Finalmente, su radical alegato colocaba como referencia lo que ocurría, en esos años, en la América meridional: si ya la Gran Colombia, el Río de la Plata o Chile parecían encaminarse al sistema republicano, ¿para qué desatar recelos en los vecinos?
Su férrea oposición le valió un odio profundo a Bernardo de Monteagudo, el ministro monárquico de San Martín. Pero el “Solitario de Sayán”, en realidad, no estaba solo. Sus ideas eran también compartidas por Toribio Rodríguez de Mendoza, Francisco Javier de Luna Pizarro, Manuel Pérez de Tudela y Mariano José de Arce, entre otros. Ellos también desplegaron toda una retórica en favor de la república y sus ideas quedaron expuestas en el periódico La Abeja Republicana; también fue colaborador de El Correo Mercantil y El Tribuno de la República Peruana.
Sánchez Carrión formó parte, como diputado por Trujillo, del primer congreso peruano y fue uno de los inspiradores de la Constitución liberal de 1823. Como constituyente, se opuso a la designación de la Junta Gubernativa porque confundía los poderes públicos y propuso que se comprometiera a Bolívar la continuación de la guerra contra los realistas, en vista de los reveses militares y el caos político. Por ello, en junio de 1823, viajó con el poeta José Joaquín Olmedo a Guayaquil a invitar a Bolívar a venir al Perú. Bolívar le confió, en marzo de 1824, la Secretaría General de los Negocios de la República Peruana y, en tal virtud, fue su acompañante en la triunfal marcha hacia Lima. En ese contexto, tuvo el privilegio de cursar las invitaciones a los países americanos para la celebración del Congreso de Panamá. En una carta a Sucre, Bolívar lo describió así: “El señor Carrión tiene talento, probidad y un patriotismo sin límites”. Por todo ello, se ganó su confianza y lo nombró en el consejo de gobierno, junto a Hipólito Unanue y José de la Mar, y ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, en 1825, cuando se retiró del Perú.
Agobiado por la labor realizada durante los difíciles años de la guerra por la independencia, y con su salud muy debilitada, resolvió renunciar a todos sus cargos y recluirse en el pueblo de Lurín, a la hacienda “Grande”, propiedad de los padres del oratorio de San Felipe Neri, donde murió el 2 de junio de 1825, a los 38 años de edad.