Bicentenario de Argentina: la dictadura de Rosas


Juan Manuel de Rosas

El conflicto entre “federalistas” y “unitarios” lo decidió uno de los más famosos caudillos latinoamericanos: Juan Manuel de Rosas (1793-1877), ganadero de la provincia de Buenos Aires. Nacido en las postrimerías del orden colonial en el Río de la Plata, la tradición familiar de Rosas, como la de tantos otros miembros de los sectores altos de la sociedad porteña en la primera mitad del siglo XIX, lo vinculaba a las tradiciones de gobierno del imperio borbónico y a la propiedad territorial criolla; su abuelo materno había sido uno de los mayores hacendados de Buenos Aires. Desde muy joven sería destinado a la administración de las propiedades rurales de su madre, hecho que, alejándolo de la vida urbana de Buenos Aires, lo pondría en contacto directo con la vida del campo. Entregado a su actividad de hacendado, sus primeros años estuvieron dominados por el afán de acrecentar su patrimonio. En asociación con otros comerciantes y hacendados, Rosas forjaría su personalidad y su fortuna en aquella sociedad dinámica, socialmente móvil y de relaciones fluidas, que era el campo bonaerense y la industria ganadera de entonces, como sostiene Jorge Myers. Con los años, Rosas se convirtió en el principal estanciero de la provincia de Buenos Aires: “en conjunto las conocidas por tierras de Rosas en la provincia de Buenos Aires, ya fueran compradas, ocupadas, obtenidas en enfiteusis o donadas, acabaron por constituir un total de 14 inmensos campos en la depresión del salado que sumadas a la estancia del Pino, en La Matanza, totalizaron unas 142 leguas 863 milésimas de tierras, esto es, un total de 362.500 hectáreas” (Mayo 1997: 57).

La primera gobernación de Rosas fue entre 1829 y 1832. Fue elegido por la Junta de Representantes que, casi por unanimidad, le otorgó facultades extraordinarias. Hubo orden administrativo, un control severo en los gastos y, prácticamente, se liquidó a la oposición. En 1835 Rosas fue nuevamente elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires, esta vez con la suma del poder público y el manejo de las relaciones exteriores. Nuevamente la oposición fue combatida, casi mediante el terror, en una concepción política por la cual los opositores eran conjurados que debían ser eliminados (Lobato y Suriano 2000). El uso del terror era considerado necesario para asegurar el orden y la prosperidad.

Lo cierto es que el caudillo quería gobernar toda Argentina y para ello puso en práctica una política, por lo general sin escrúpulos, que favorecía a los estancieros y propiciaba la consolidación de una aristocracia latifundista. Era un ardiente “federalista” de Buenos Aires, poseía el carisma para someter a los caudillos rivales, impuso su autoridad personal, extendió el poder de la provincia de Buenos Aires sobre todo el país y edificó una nación sobre el principio del federalismo. También era un ardiente “nacionalista”, tanto que algunos extranjeros los consideraban un xenófobo.

Rosas dividía la sociedad entre los que mandaban y los que obedecían. Le obsesionaba el orden y lo que más exigía de la gente era la subordinación. Aborrecía el liberalismo, más que la democracia, y detestaba a los “unitarios” porque eran liberales que creían en los valores seculares del humanismo y el progreso. Para Rosas eran masones e intelectuales, es decir, subversivos que amenazaban el orden y la tradición, según John Lynch. No le interesaban las doctrinas constitucionales y tampoco fue un verdadero “federalista”. Pensaba y gobernaba como un centralista y siempre defendió la hegemonía de Buenos Aires. Acabó con la disputa entre “federalistas y “unitarios” y la sustituyó por el “rosismo” y el “antirosismo”. Gobernó con poder absoluto y, luego de un breve paréntesis, en el que las provincias se insubordinaron contra Buenos Aires y desataron la anarquía, Rosas volvió a ocupar el poder bajo sus propias condiciones y con su propio ejército. Como anota Jorge Myers, “demostraría ser durante todo su gobierno un político pragmático e improvisador, capaz de capear las turbulentas aguas de la revolución como una suerte de surfista (valga el anacronismo) que se colocaba sobre la marea de una sociedad extremadamente movilizada y lograba perdurar en esa posición”.

¿En qué consistió, entonces, el “rosismo”? El poder del sistema se basaba en la propiedad y el funcionamiento de la estancia que, a la vez, era el núcleo de los recursos económicos y un sistema de control social. Su dictadura consolidó el dominio de la economía a través de la estancia. Ella le dio dinero para la guerra, la alianza de sus colegas estancieros y los medios para reclutar un ejército de peones, gauchos y vagabundos. Rosas sabía cómo manipular a la gente pues la estancia fue su “escuela” política. Allí aprendió que solo la implantación de un férreo control podía lograr someter a una población móvil e indisciplinada, como la gaucha; también se dio cuenta que la única manera de obtener la lealtad y el control de aquellos gauchos, y peones itinerantes y celosos de su autonomía, era cortejarlos, “hacerse gauchos como ellos”, seducirlos mediante gestos y favores, convertirse en su apoderado, en un caudillo “protector” que pudieran también ellos considerar suyo (Mayo 1997). Era un hombre culturalmente “anfibio”, con capacidad para moverse entre mundos tan disímiles como lo eran entonces la ciudad y el campo. Ese conocimiento íntimo de la cultura rural, de sus valores, de sus creencias, de sus aspiraciones, le permitió durante varias décadas “tomarle el pulso” a la sociedad criolla que allí residía, tanto a peones como a terratenientes, y traducir ese conocimiento en acciones políticas concretas elaboradas a través del prisma cultural de la ciudad. Sin embargo, conviene no exagerar el aspecto “rural” de la personalidad de Rosas. Su educación formal había sido la acostumbrada, entonces, para personas de su condición social (Myers). Por ello, si bien Rosas se identificaba culturalmente con los gauchos, no formaba parte de ellos socialmente ni los representaba políticamente . El centro de sus fuerzas eran sus propios peones y sus subordinados, que más que apoyarle estaban a su servicio y cuya relación era más de clientelaje que de alianza.

Rosas estuvo lejos de ser un caudillo rústico, ignorante o bárbaro, como hubo muchos en América Latina por esos años. Su manera de gobernar, la “astucia” o el “cálculo” que proyectaba en sus acciones y en sus pronunciamientos contra sus más enconados enemigos, sugieren una forma de hacer política que dista mucho de los patrones de la rusticidad o del primitivismo (Myers 1999). Su dictadura no era militar: era un régimen civil que empleaba militares sumisos. Su herencia fue la hegemonía de los terratenientes (estancieros), la degradación de los gauchos y la dependencia de los peones. Fue una herencia que Argentina arrastró por muchos años. La sociedad tuvo un molde rígido al que la modernización política y económica tuvieron que adaptarse más adelante. El Estado “rosista” era como una estancia gigantesca. Todo el sistema social, en síntesis, se basaba en la relación patrón-cliente. Muchos entendían que la única alternativa no era otra cosa que la anarquía (Lynch 1993).

Asimismo, utilizó a la religión como instrumento político. Impuso la enseñanza religiosa en las escuelas y prohibió la participación de maestros que no tuvieran probadas cualidades morales y cristianas. Como anota Fernando Sabsay, el movimiento “rosista” transcurría desde la creación del mito de una realidad combinada de política, aprovechando los versículos de la religión católica y el uso del púlpito con fines propagandísticos. Habló de la “Santa Federación” mientras acusaba de “herejes”, “cismáticos”, “impíos” y “ateos” a los unitarios. Federación y religión, en síntesis, eran los dos pilares sobre los cuales había que fundar la vida en cada provincia.

Buenos Aires había sido la beneficiaria del “rosismo” pero, hacia 1850, el entusiasmo hacia su régimen había desaparecido. Sus afanes bélicos contra Paraguay y Uruguay, su excesivo autoritarismo y la despolitización que impuso a Buenos Aires, habían mermado el apoyo popular. Se esperaba que Rosas garantizara la paz y la seguridad, pero ahora su ejército era débil, desorganizado, y no se podía confiar en sus oficiales. Por ello, diferentes grupos de la oposición se unieron en torno a la figura del general Justo José de Urquiza (1801-1870) que quedó a la cabeza de los intereses regionales, de los exiliados liberales y de los patriotas uruguayos, todos aliados, que contaban con el suficiente dinero de las fuerzas brasileñas para derrocar al dictador (John Lynch). De esta manera, Rosas se vio con una oposición tanto en el interior como en el exterior (la Triple Alianza formada por Entre Ríos, Brasil y Uruguay) que lo hizo caer en 1851. Rosas tuvo que partir al exilio en Inglaterra. Pero a pesar de su dramática caída, el caudillo gaucho se convirtió en una figura legendaria. Los “nacionalistas” lo tomaron como el prototipo del patriota argentino que buscaba el desarrollo nacional frente a los apetitos extranjeros deseosos de impedir que el país se convierta e una nación plena. La figura de Rosas recuerda a la de Portales en Chile o a la de Iturbide en México, quienes también se convirtieron en políticos de mano dura tras la Independencia. La diferencia es que el paso de Rosas por el poder fue más prolongado.

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