Arriba, depósito de cadáveres del Escuadrón 731. Hoy, una placa informativa en el lugar recuerda los horrores allí cometidos (Wikipedia)
En agosto de 1945, la guerra estaba ya casi decidida. La ventaja de los aliados era clara y en Asia, antes de que el Enola Gay abriese sus tripas sobre Hiroshima, a Japón sólo le quedaba planear una retirada con dignidad. Una misión tan táctica como cualquier otro asalto, pues requería borrar los rastros de las atrocidades cometidas. En Manchukuo, la sucursal que el Imperio japonés había plantado en territorio chino —un Estado con Gobierno títere, sumiso a las órdenes de Tokio—, la retirada incluía desmantelar las misteriosas instalaciones del Laboratorio de Investigación y Prevención Epidémica, situado a las afueras de Harbin.
La unidad, disfrazada de planta de purificación de agua, estaba constituida por un centenar de edificios, repartidos en seis kilómetros cuadrados. Entre los médicos y soldados japoneses que allí trabajaban, el lugar era conocido como el Escuadrón 731, un programa secreto de investigación y desarrollo de armas biológicas que, entre 1937 y 1945 —la duración de la Segunda Guerra Chino-Japonesa—, llevó a cabo experimentos con entre 3.000 y 12.000 civiles y prisioneros. Entre éstos había chinos, rusos, coreanos y mongoles, pero también europeos y americanos.
En esta especie de Auschwitz instalado en el corazón de Manchuria se investigó el uso de patógenos como bioarmas y se realizaron pruebas médicas con cobayas humanas. Las cirugías, amputaciones y disecciones a pacientes con vida estaban a la orden del día, en muchos casos sin anestesia pues se consideraba que ésta podía distorsionar los resultados. A los prisioneros se les conocía como ‘marutas’, o maderos en japonés, porque los laboratorios estaban camuflados como aserraderos. Algunos fueron obligados a inhalar gases nocivos; a otros se los abandonaba en el duro invierno del noreste chino para explorar el proceso de congelación de la carne.
También se quiso saber cuánta sangre era capaz de perder un prisionero con un miembro amputado. No pocos acabaron con el cerebro, los pulmones o el hígado extraídos, y a algunos se les inyectó orina de caballo en el hígado, entre los miles de casos dificílmente justificables como exprimentos médicos. En la sede del escuadrón se almacenaban fetos y cuerpos de adultos en formol, y la unidad era capaz de producir grandes cantidades de ántrax y bacterias causantes de la peste bubónica. La operación ‘Cerezos en flor por la noche’, a mediados de 1945, planeaba emplear ataques kamikaze sobre la costa de California con bombas cargadas de esta bacteria. El ataque atómico lanzado por EEUU sobre Hiroshima y Nagasaki interrumpió el plan.
El arquitecto de esta barbarie fue Shiro Ishii. Militar graduado en medicina por la Universidad Imperial de Kioto, Ishii profesaba una macabra fascinación por la guerra bacteriológica. Si había que prohibir las armas biológicas, como había hecho el Protocolo de Ginebra en 1925, era porque podían ser extremadamente poderosas, pensaba Ishii. Convenció al emperador Hiro Hito de la ventaja que la investigación en diversos campos relacionados con la medicina podrían aportar en el campo de batalla y así, dado que Japón quería expandirse hacia el sur de Manchukuo y conquistar toda China, en 1936 le fue asignado el trabajo con un generoso presupuesto.
Como sede del Escuarón 731, Ishii levantó un complejo con aeródromo, línea férrea, barracones, calabozos, laboratorios, quirófanos y crematorio, cine, bar y hasta un templo Shinto. «La misión divina de un doctor es bloquear y tratar las enfermedades», dijo a sus empleados, «pero el trabajo en el que nos vamos a embarcar es lo opuesto». Hablaba en serio. En China, se considera que los ensayos para extender el cólera, ántrax y la peste llegaron a matar a unas 400.000 personas.
Desde el Escuadrón, y bajo la batuta de Ishii, se coordinaba el trabajo de media docena de subunidades similares por todo el sudeste asiático ocupado. Cada una tenía su especialización: el estudio de la peste; la fabricación de bacterias de tifus, cólera o disentería; experimentos para ver cómo respondían los humanos a la privación de alimentos y agua… Al final de la guerra, Ishii ordenó a sus subordinados «llevarse el secreto a la tumba» y durante la huida a Japón, se les entregó cianuro de potasio para poder suicidarse en caso de ser capturados por las tropas aliadas.
El ‘Holocausto asiático’, que incluye la masacre de unos 300.000 ciudadanos en Nanjing en el invierno de 1937, es un capítulo poco conocido en Occidente. Los aliados también contribuyeron a ‘enterrarlo’: Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas aliadas y encargado de la reconstrucción de Japón tras la contienda, concedió inmunidad a los médicos a cambio de los resultados de su investigación. Los tribunales de guerra de Tokio nunca juzgaron estos hechos y sólo la URSS procesó a una docena de implicados en el proceso de Jabarovsk, en 1949.
Así, la mayoría de personal del Escuadrón regresó a salvo a Japón, donde muchos se convirtieron en reconocidos políticos, médicos y hasta representantes del Comité Olímpico Japonés. Sólo unos pocos se arrepintieron de sus actos al final de sus vidas. Ishii, el ‘doctor muerte’, falleció en 1959 en su hogar, tras pasar una vida tranquila, aquejado de un cáncer de garganta. Tenía 67 años (publicado por El Mundo de España).
Quiero agradecerle por los datos históricos presentados sobre la II guerra mundial. Bueno los usaré con mis alumnos ….Saludos desde Tacna.