Bustamante y Guerra con Malaspina
En algunos casos, el dinero es lo de menos. Frente a la audacia, el arrojo, la honra y eso para tantos anecdótico pero que es ni más ni menos que la historia; el oro, la plata, el vil metal, es lo de menos. Aunque hablemos del mayor tesoro hundido y cuantificable del mundo, aunque se trate de más de 3.000 millones de euros de hoy perdidos hace dos siglos frente a las costas…
Es el caso de la peripecia de Joseph Joaquín Bustamante y Guerra. La mala fortuna quiso que fuera él quien viera hundirse a la mítica Nuestra Señora de las Mercedes y a las tres fragatas que la acompañaban (La Clara, La Medea y La Fama) en su viaje de Montevideo (Uruguay) a Cádiz aquel 5 de octubre de 1805. La saña de los ingleses hizo el trabajo sucio. Su provocación acabó con los buques a pique y 249 tripulantes y comerciantes de las Indias con sus familias ahogados a escasas millas del Algarve, en Portugal.
Doscientos años después vino la polémica. Nadie se acordaba de aquello hasta que la empresa “Odyssey”, una especie de tinglado basado en la piratería posmoderna, diera con sus restos y comunicara que había hallado el tesoro de lo que dio en llamar misteriosamente “El cisne negro”. El Gobierno español lo llevó a los tribunales y un juez de Tampa (Florida), donde tiene sede la compañía, les obligó a dejar de marear la perdiz e identificar el tesoro. Era, tal y como se contó en este diario, el pecio más buscado del mundo: el de La Mercedes, con sus 500.000 monedas, acuñadas en Perú a finales del siglo XVIII, y un equivalente a 17.000 kilos de oro y plata. Pero con vidas como la de Bustamante y Guerra, con implicaciones históricas fundamentales para lo que años después fue la Europa contemporánea como las que tuvo aquella acción, lo dicho: el dinero es lo de menos. Porque tras la violenta carga contra La Mercedes, la historia del continente cambió. Dio un giro radical de equilibrio de fuerzas, de estrategias políticas. “El hundimiento de La Mercedes nos llevó directamente a la batalla de Trafalgar y de ahí acabamos en la guerra de la Independencia”, comentan José Luis Casado Soto, director del museo marítimo de Santander, y Aurelio González de Riancho, estudioso de la figura de Bustamante y Guerra. En aquella época, España se mantenía neutral frente a Francia e Inglaterra. La acción del almirante Cornwallis les obligó a retratarse. Al no querer rendirse, el fuego desató todo lo demás. Obligó al reinado de Carlos IV a posicionarse junto a Napoleón. Después, lo que sigue…
Al mando de aquella flota estaba Bustamante. Un personaje que durante toda la polémica por el episodio del “Odyssey” apenas ha cobrado protagonismo más allá de una línea. Es su sino. Haber acometido auténticas peripecias, empresas de las que cambian el rumbo y la vida de la especie y caer en el olvido. “Es un completo desconocido, no se le ha hecho nunca la justicia que merece”, clama González de Riancho, quien ha dedicado algunos años al estudio de él y su familia cántabra de Alceda.
El caso es que el amigo Bustamante y Guerra fue un personaje de película. Uno de esos lobos de mar nada al uso, mezcla del altivo Fletcher Christian de la mítica Bounty y capitán Cook. Surcó los siete mares, entregó el pellejo en cada travesía y abrió brechas como las de la expedición Malaspina, junto al marino italiano. “Fue un ilustrado, una extraña mezcla de marino y científico”, comenta González de Riancho.
Nació en Ontaneda en 1759. A los 11 años ya era guardamarina y emprende su carrera naval. Primero se las ve con berberiscos, muy pronto se hace plenamente consciente de que lo suyo contra los ingleses será un pleito largo. Le apresaron tras una refriega en la que detuvieron su rumbo a Filipinas y estuvo cautivo un año. Pero después hubo un encuentro que cambió su vida. Conoció a un italiano de rompe y rasga, encantador y digno espíritu de la floreciente ilustración que se llamaba Alexandro Malaspina. Aquello fue un hito. Cambió la fisonomía del mundo y las expediciones científicas posteriores, incluida la más famosa entre las famosas, la del Beagle de Charles Darwin. “Expertos de todo el mundo han venido a España a conocer las aportaciones que consiguió la Malaspina, pero nosotros hasta hace cuatro o cinco años no nos hemos enterado de lo que todo eso supuso”, dice Casado Soto.
Aquello fue, ni más ni menos, el experimento naval y científico más imponente de la época en Europa. Corría el año 1788. Malaspina y Bustamante y Guerra escriben a su majestad proponiéndole la aventura. En menos de un mes, el ministro de Marina, Antonio Valdés, les responde que lo que haga falta. La idea era tan simple como descabellada: dar la vuelta al mundo y describirlo.
Se construyen dos corbetas, la Descubierta y la Atrevida, diseñadas especialmente para el viaje. Tenían capacidad de carga, aguante y destreza para cualquier tipo de mar. Se podían almacenar víveres para dos años, leña para seis meses, disponían de espacio para transportar animales y plantas y fogones para dulcificar el agua del mar con alambiques. Medían 120 pies e iban armadas con 22 cañones.
Entre la tripulación, escogida por Bustamante y Guerra, había médicos, científicos, cirujanos, pintores y especialistas en historia natural dispuestos a aguantar los cinco años que pasarían lejos de sus casas. “Había otro problema, los marineros que una vez llegaban a los mares del sur y eran recibidos por indias desnudas en grandes fiestas, no querían volver…”, cuenta Riancho. Los que lo hicieron después de surcar el Atlántico y el Pacífico dos veces y bordear las costas de toda América y llegar a Australia, trajeron cientos de especies y dibujos de ciudades míticas y lejanas.
La España de Godoy estaba para pocas bromas. Cuando Malaspina desembarcó y denunció la situación en las colonias y los males incipientes que acabarían con la ruina del imperio, fue arrestado y su trabajo enterrado en el olvido. Bustamante y Guerra también pagó las consecuencias. Fue enviado a Montevideo. A la vuelta, ya saben lo que le pasó. Aun así sobrevivió.
Tuvo tiempo para luchar en Trafalgar y para hacerle un corte de mangas a Napoleón cuando los franceses le quisieron obligar a jurarles lealtad. Huyó disfrazado de fraile a Sevilla y acabó abrazando el absolutismo de Fernando VII. Pero un error lo comete cualquiera. Lo malo es cuando has tocado la gloria y nadie sabe reconocértela cuando has muerto. Justo como le ha pasado a él, por los siglos de los siglos (El País, 03/08/09)