Una biografía relata la vida y milagros (sobre todo eróticos) del desgarrado y abrumador poeta inglés, un romántico de los pies a la cabeza. Pasando, eso sí, por la cintura.
Vivió, bebió, nadó (cruzó brazada a brazada el Helesponto), escribió («Las peregrinaciones de Childe Harold», «El corsario», «Don Juan»…), peroró (en la Cámara de los Lores), boxeó, manejó el florete, disparó, dilapidó, derrochó. Amó y fue amado. Odió y fue odiado. Hizo la guerra pero, sobre todo, hizo el amor. Hasta que el cuerpo aguantó. Lo hizo casi siempre con urgencia. Como quien se juega la vida en ello. Apasionada, ardorosa, encendida, casi histéricamente.
Y lo hizo, por supuesto, más románticamente que nadie: con las hermanas Beltrán (en España, entre corrida y corrida de toros), con May Gray, su institutriz, con su prima Mary Duff, con su hermanastra Augusta Leigh, con nobles damas como Caroline Lamb, Lady Frances Webster, Jane Elizabeth Scott, Annabella Milbanke, Claire Clairemont, con Lady Blessington, con italianas como Margarita Cogni y la condesa Teresa Guiccioli y hasta, según sus propias palabras, con doscientas cincuenta venecianas más o menos anónima en poco más de un año.
Les escribía cartas que les daba en las narices de sus maridos, o las mandaba a hacer puñetas: «Te arrepentirás de haberte liado con el diablo», le espetó a alguna entre revolcón y revolcón. Con estos nombres y estos apellidos (y unas docenas más) y, por supuesto con el de su principal protagonista, Lord Byron, se escribe «Byron enamorado» (Ed. Espasa), de Edna O’Brien, un recorrido por la vida y la obra (aquí las mayormente eróticas) de este hombre al que no sólo le gustaban las especies de dos patas, sino que adoraba también a los animales (platónicamente, por fortuna) hasta el punto de dar cobijo a un oso en su cuarto de universitario, anticipándose al pensamiento sagar que años después hizo Oscar Wilde: «Cuánto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro».
Un revoltoso revolucionario.- Byron escribió a raudales, como un torrente, viajó por media Europa, navegó, guerreó, coleccionó pistolas. Nació con un defecto en el pie, que le atormentó más el alma que el caminar (fue un muy buen atleta), nada que no pudiera mitigar con su terrible humor negro: «Cuando un órgano se debilita, siempre hay otro que lo compensa». Y como esta biografía ratifica, lo compensó con creces. Admirador de Napoléon (lloró sobre los campos de Waterlo un año después de la derrota del Gran Corso), liberal, antipatriota, visceral, generoso, ciclotímico, borrachuzo hasta la sobredosis, abstemio y vegetariano acérrimo otras temporadas.
Estuvo al lado de los Shelley en el verano de 1816 cuando dieron vida, trozo a trozo, a Frankenstein. Fue admirador y lector de Rousseau (algo de buen salvaje sí que tenía mylord Byron, a pesar de su cultura y de su educación). Fue, también, revoltoso, revolucionario. Por ejemplo con los Carbonarios italianos que luchaban contra el Imperio Austro-Húngaro, en 1821. Tras su derrota, y mientras su amante italiana comentaba que los italianos iban a tener, una vez más, que refugiarse en la opera, él, inverosímilmente añadió: «Sí, en la ópera y en los macarrones».
A Inglaterra no podía regresar (so pena de enfrentarse a acusaciones de sodomía, deudas, incesto, enajenación) y al final se embarcó rumbo a Grecia, dispuesto a liberarla del yugo otomano, con la cabeza puesta en el Cervantes de Lepanto. Pero allí, en tierras de Missolonghi quedó para siempre. Era el 19 de abril de 1824. Tenía apenas 37 años. Vida y destino: el héroe romántico vencido por la malaria.
Su corazón estuvo tan ocupado como su cabeza (por no señalar más claramente), pero fue siempre un corazón partío o, mejor, compartío, repartío, incluso. Volaba de nido en nido, de cama en cama. Quizá en una frenética huida hacia adelante, mientras escapaba del dolor, de la angustia, de la tristeza, de la soledad que a menudo asolaban su alma dolorida y magullada.
Al final, como un semidios clásico en tierra helena quedó tal que sus héroes de infancia: como Héctor, como Aquiles. Allí acabó el poeta, el arcángel romántico, fiel a sus penúltimas palabras: «Pretendo quedarme con los griegos hasta el último jirón y la última camisa». Y en brazos de Helena de Troya, le faltó añadir (ABC de España).