Alguien debería instituir una revisión anual, cada 4 de junio, de los modelos chino, europeo y estadounidense. ¿Por qué el 4 de junio? Porque en ese día de 1989, la vía europea para salir del comunismo y su equivalente en China se separaron definitivamente. Nunca olvidaré cómo se me revolvió el estómago cuando, en la redacción de un periódico en Varsovia, en medio del entusiasmo por las primeras elecciones semilibres de Polonia desde la imposición del Gobierno comunista, vi las imágenes en las que sacaban a manifestantes muertos o heridos de la plaza de Tiananmen.
Veinte años después contamos con dos modelos opuestos, el chino y el europeo. Ninguno de los dos tiene precedentes, los dos son complejos y están en plena evolución; ambos son productos de lo que sucedió en 1989. En muchos sentidos, sus respectivos puntos fuertes y débiles contrastan por completo. Mientras tanto, Estados Unidos, aunque en lo fundamental cambió mucho menos con aquel año de maravillas y horrores, ha vivido un ciclo que le ha llevado de los de excesos de soberbia (el “momento unipolar” de los neocons) a un atrincheramiento traumático (descanse en paz General Motors y “Por favor, China, ¿te sobran unos cuantos trillones?”) que tuvo mucho que ver también con el sentimiento estadounidense de triunfo histórico al acabar la guerra fría.
Resulta interesante observar este momento desde Riga (Letonia), un rincón oriental de la Unión Europea que hace 20 años formaba parte todavía de la Unión Soviética. En su condición de Estado soberano e independiente desde hace poco, Letonia ha aprovechado su oportunidad de unirse a ese imperio pluralista y voluntario que es la UE y a la alianza de seguridad dirigida por Estados Unidos, la OTAN. Letonia es una democracia, si bien una democracia un poco caótica de tipo poscomunista. Las calles están llenas de carteles para las elecciones locales y europeas. La gente puede elegir a sus representantes.
Sin embargo, Letonia está atravesando un periodo especialmente difícil en esta crisis mundial. La expansión local, alimentada por los créditos, se ha visto seguida de un estallido absolutamente espectacular. El primer ministro, Valdis Dombrovskis, me dice que hace seis meses las previsiones de descenso anual del PIB eran del 5%; ahora son del 18%. Imagínense que su economía se contrajera casi una quinta parte al año. El gasto público se ha recortado y los funcionarios han visto sus sueldos reducidos hasta en un 50%. Le pregunto al flemático primer ministro si, en algún momento, ese recorte antikeynesiano del gasto público no degenerará en una terrible espiral de declive para toda la economía. “Quizá”, responde, con una especie de suspiro; quizá ya está ocurriendo; pero ¿qué va a hacer la pobre Letonia, que depende tanto de los préstamos internacionales y, por tanto, de las condiciones que negocia con el FMI y la Comisión Europea?
Esto que estamos viendo es el modelo europeo del periodo posterior a 1989 -Estados democráticos y economías de libre mercado, unidos en el marco de la UE, que proclaman su compromiso con la solidaridad intraeuropea-, puesto a prueba sobre la marcha. Ha habido manifestaciones masivas e incluso disturbios. Hay dolor e ira. Pero los extremistas permanecen al margen, y no he visto que haya un gran apoyo a un modelo alternativo de estilo ruso o chino. Tal vez surja, si es que las cosas empeoran, pero, de momento, se está mucho mejor en la Letonia de la UE que en la Letonia que pertenecía a la Unión Soviética, o que, por ejemplo, en el Tíbet de China.
Que yo sepa, no hay demasiados carteles electorales en las calles de Pekín, ni mucho menos en las de Lhasa. La gente no puede elegir a sus representantes, salvo localmente. No obstante, el sistema chino, tan desarrollado bajo un partido comunista que ha aprendido de forma consciente las lecciones de la caída del comunismo en Europa y la propia crisis de China en 1989, posee algunas ventajas significativas.
El Estado ha acumulado enormes reservas de divisa extranjera, tantas, que el mundo va a pedirle prestado, en lugar de al contrario. Ha presidido un extraordinario crecimiento económico. Traumatizado por el recuerdo de Tiananmen, está constantemente alerta ante posibles señales de malestar social, y trata de evitarlo con políticas económicas y sociales a corto y largo plazo. De acuerdo con el ejemplo de Deng Xiaoping, el verdadero arquitecto de la República Popular China de hoy, este régimen autoritario es asombrosamente pragmático a la hora de elaborar políticas. Permite una enorme cantidad de experimentación administrativa en sus provincias y sus ciudades, y a quienes tienen éxito con esos experimentos, a veces, se les recompensa con su promoción dentro del Partido-Estado gobernante. Los ideólogos más progresistas del partido proponen reformas que establezcan el imperio de la ley e incluyan algunos elementos de una democracia limitada, aunque sin llegar, ni mucho menos, a las elecciones libres, nacionales y multipartidistas que son esenciales en los modelos europeo y norteamericano.
Mientras tanto, el régimen de China depende de lo que sus partidarios llaman “legitimidad de rendimiento”, en vez de la “legitimidad de procedimiento”. Eso, por supuesto, plantea la pregunta de los 64 billones de renminbis [la moneda oficial china]: ¿qué ocurre si deja de rendir, es decir, de ofrecer mejoras económicas y sociales a suficientes personas y durante suficiente tiempo?
Sin elecciones libres ni prensa libre es imposible saber con cuánta legitimidad popular cuenta verdaderamente el Gobierno chino. Ni siquiera los propios chinos pueden saber lo que dirían, ni cómo votarían, si tuvieran la posibilidad de hacerlo con libertad. Pero las pruebas que tenemos sugieren un apoyo considerable al sistema tal como ha evolucionado. Y, a titulo de anécdota: para alguien que vivió las últimas décadas del bloque soviético es fascinante discutir en Pekín con jóvenes estudiantes, inteligentes y aparentemente idealistas, que son miembros del Partido Comunista y defienden su sistema con pasión y detalle.
No nos equivoquemos: este sistema sigue basándose en mucha más coacción -es decir, en definitiva, violen-cia- que los de Europa y Estados Unidos. No estoy idealizándolo en absoluto. Las que cualquier liberal serio considera libertades civiles y políticas básicas sufren violaciones a diario, sobre todo en el caso de las minorías oprimidas. Hasta un miembro privilegiado de la élite urbana puede acabar encerrado si se opone de frente a lo que un partido que aún es leninista considera fundamental para su poder.
Y que quede muy claro: creo en la democracia liberal. Mi 4 de junio consistió en unas elecciones maravillosas, no en una matanza. Creo que tenemos que volver a alzarnos para defender la democracia liberal en Europa contra muchas amenazas, entre ellas el populismo y la xenofobia, alimentados por la crisis y que pueden suponer votos para los partidos extremistas en las elecciones parlamentarias europeas (de modo que, por favor, europeos, acudan a votar). Creo que debemos renovar nuestras democracias liberales europeas, como los estadounidenses están empezando a hacer con Barack Obama. Y creo que la democracia liberal también sería positiva para China. Los méritos de la democracia no tienen nada que ver con la cultura. Pero sea cual sea el sistema político que desarrollen los chinos, ésa debe ser una decisión libre y soberana de ellos, a la que lleguen por su propio camino y a su ritmo. No podemos saber cómo estará gobernada China de aquí a otros 20 años, y ellos tampoco lo saben. Al fin y al cabo, ¿quién podía imaginar en 1969 qué mundo iba a haber a finales de 1989?
Mientras tanto, no tiene nada de malo que haya un poco de competencia pacífica entre estos sistemas. China es un espejo en el que podemos ver los puntos débiles de nuestros modelos. Europa y Estados Unidos son espejos en los que ellos pueden ver los puntos débiles del suyo. Que siga adelante esta discusión tan productiva. El próximo informe: el 4 de junio de 2010 (TIMOTHY GARTON ASH).