Polonia y su modelo de revolución

Por TIMOTHY GARTON ASH (24/05/2009)
Cuando está a punto de cumplirse el vigésimo aniversario de la derrota del totalitarismo en el país centroeuropeo, la experiencia polaca sigue desempeñando un papel importante en la historia política.

Como obra de carpintería, esta mesa no es una gran cosa. El barniz oscuro está ya pelándose en varios sitios, la superficie está un poco gastada y las vigas a ras de suelo, de estilo rural, me recuerdan a una mesa de pub británico manchada de cerveza. Ahora bien, como pieza política, es una obra maestra.

Construido especialmente por carpinteros polacos para las primeras negociaciones del país en torno a una mesa redonda en 1989 -las primeras en la Europa comunista-, y hoy conservado como pieza de museo en el palacio presidencial de Varsovia, este gran mueble en forma de rosquilla, formado en realidad por 14 trozos separados, es el símbolo del nuevo tipo de revolución pacífica y negociada que en 1989 se impuso al viejo estilo violento de 1789. La mesa redonda sustituyó a la guillotina.

Para la mayoría de la gente, “1989”, si significa algo, seguramente significa la caída del muro de Berlín. Algunos quizá recuerden la revolución de terciopelo en Checoslovaquia, otros tal vez los brotes de violencia en las calles de Bucarest y el sangriento fin del dictador de Rumania, Nicolae Ceausescu. Aquellos dramáticos acontecimientos de la segunda mitad del año eran buen material televisivo, y lo que ocurrió en Bucarest pareció en algunos momentos una imagen de 1789.

En cambio, las tortuosas negociaciones de la primera mitad del año en Polonia y Hungría no se parecieron nada a una revolución. Una mesa redonda en torno a la que hablan unas personas no es demasiado televisiva. Incluso las trascendentales elecciones semilibres de Polonia el 4 de junio de 1989, que desembocaron directamente en la llegada del primer ministro no comunista en lo que todavía era el bloque soviético, fueron relativamente tranquilas. Estoy seguro de que, cuando se celebre el vigésimo aniversario este 4 de junio, los medios de comunicación hablarán mucho más de la matanza de la plaza de Tiananmen, que sucedió aquel mismo día.

Si digo esto no es para fomentar la queja típicamente polaca de que “el mundo no valora la contribución de Polonia” (al final del comunismo en Europa, la Segunda Guerra Mundial, el Renacimiento, la astronomía, etcétera). Es para destacar que, al centrarnos en lo telegénico y lo conocido, perdemos de vista la auténtica novedad de lo que ocurrió en 1989 en Europa central y ha vuelto a ocurrir desde entonces en otros lugares, con numerosas variaciones. Por un lado, el poder blando de un movimiento social de masas (y en Polonia llevaban una década de protestas y huelgas masivas) controlado por sus dirigentes para lograr el objetivo de una transición negociada. Por otro, unas personas que seguían en posesión de los instrumentos básicos del poder duro -las armas, el aparato del Estado, la policía secreta-, pero estaban dispuestas a negociar un acuerdo de reparto de poder (aunque no preveían con qué rapidez iba a producirse el cambio ni hasta dónde iba a llegar). En un tercer lugar, los representantes del pueblo y las instituciones intermedias -que en Polonia incluían la inmensa autoridad de la Iglesia católica-, que ayudaron a mediar y generar confianza. Todos ellos, simbólicamente sentados en torno a una mesa construida a toda prisa y no especialmente bien.

En cada instante, nadie podía estar seguro de que el siguiente paso no fuera a ir demasiado lejos, ser demasiado para los partidarios de la línea dura en el propio país o para el Kremlin. Nadie había hecho algo así hasta entonces. Nadie sabía si era posible hacerlo. Como decía un chiste de la época: sabemos que es posible convertir un acuario en sopa de pescado; la cuestión es si se puede convertir la sopa de pescado en un acuario.

Además de inspeccionar la carpintería en el palacio presidencial, he venido a ver al actual presidente, Lech Kaczynski, un populista conservador que levantó su campaña, hace cinco años, en torno a las acusaciones de que no había habido una ruptura suficientemente clara y radical con el pasado comunista. Sin embargo, ahora me ha dicho que, en su opinión, el acuerdo logrado por la oposición encabezada por Solidaridad en aquella mesa redonda fue el mejor al que podían aspirar sin arriesgar demasiado en las circunstancias de principios de 1989. ¿Acaso el juicio histórico del presidente actual asume el compromiso, adoptado por todos en la mesa redonda, de que el arquitecto de la ley marcial en Polonia a principios de los ochenta, el general Wojciech Jaruzelski, se convirtiera en presidente del país en el verano de 1989 como garantía para la Unión Soviética? En efecto, aunque habría preferido que “por poco tiempo”.

Como historiador, me interesa oír a todas las partes, así que fui a ver también al propio general Jaruzelski, hoy un hombre enfermo de 85 años, pero todavía firmemente interesado en ofrecer su versión de la historia. Me recordó la resistencia que había existido en las filas de su propio partido, el ejército y la policía, y el hecho de que cuando él, como presidente, y el nuevo primer ministro no comunista del país, Tadeusz Mazowiecki, fueron a una cumbre del Pacto de Varsovia en Moscú en diciembre de 1989, otro de los participantes en la mesa era nada menos que Nicolae Ceausescu. Unas semanas más tarde, Ceausescu estaba muerto.

Aquel triunfo pacífico, nacido en una mesa redonda y afianzado por unas elecciones semilibres, no era inevitable, ni mucho menos. Como en Suráfrica, como en Irlanda del Norte, como en Chile, el nuevo modelo anti-jacobino de revolución, con sus encuentros surrealistas entre ex presos y sus antiguos carceleros y torturadores, exigía compromisos dolorosos y moralmente desagradables. Sin un gran momento de catarsis revolucionaria. La línea entre los males del pasado y las bondades del futuro quedó difuminada. Es lo que el antropólogo Ernest Gellner, al hablar de la revolución de terciopelo en su Checoslovaquia natal, llamó “el precio del terciopelo”.

Por eso, el problema del pasado nunca desaparece del todo. España después de Franco es la excepción que confirma la regla (y, visto el debate político que hay hoy en España sobre el franquismo, quizá ni siquiera sea una excepción tan clara). Por eso, 20 años después, estoy más convencido que nunca de que el complemento necesario para una mesa redonda es una comisión de la verdad. No unos juicios penales interminables y de dudosa legalidad, como el que probablemente acompañará al general Jaruzelski hasta su tumba (salvo en el caso de verdaderos crímenes contra la humanidad). No unas depuraciones arbitrarias y partidistas. Sino, una vez que están seguros los fundamentos básicos de un país libre, una confrontación pública, exhaustiva, justa y simbólica de la nueva democracia con su difícil pasado, con todas sus complejidades humanas.

Cuando, como consecuencia del modelo negociado de revolución, no se puede obtener justicia, al menos puede pedirse la verdad. Es lo que sucedió, por supuesto, en Suráfrica. Ojalá la Iglesia católica polaca hubiera tenido a un arzobispo Desmond Tutu dispuesto a proponer y presidir una tarea semejante a principios de los años noventa, cuando ya estaban sentadas las bases constitucionales, económicas y políticas de un país libre. Pero el arzobispo Tutu polaco, para entonces, residía en Roma.

El nuevo modelo de revolución de Polonia en 1989 sigue siendo un acontecimiento importantísimo e innovador. Pero estudiar historia sirve también para aprender de los errores, que a veces sólo se ven años después. Así que la próxima vez que un país en pleno proceso de salir de una dictadura y un conflicto civil encargue a sus carpinteros una mesa redonda especial, conviene que empiece a pensar también en los muebles necesarios para una comisión de la verdad. Es más, quizá puedan incluso utilizar la misma mesa. –


Tadeusz Mazowiecki, primer ministro de Polonia, en 1989

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