Adof Hitler, la caída de un mito

Ante el estreno de El hundimiento (aquí en Perú la película se tituló La caída) se preguntaba el popular diario alemán Bild en portada: «¿Puede un monstruo ser mostrado como un ser humano?» ¿Era humano el que dictaminó el fin de una raza y envió a millones de europeos a la destrucción? La cuestión ha escandalizado a muchos, sobre todo ante la posibilidad de tener que responder.
No en vano la sociedad se higieniza a sí misma satanizando lo detestable como ajeno y defecto de producción. Hitler es el fantasma que preside el subconsciente de la historia de los alemanes, que sin embargo saben demasiado poco de él.

El desplome de un mito.- Ahora los alemanes han podido ver a su bestia -aprendida y odiada en las escuelas de la democracia- como un débil humano, dando por fin al absurdo un rostro real, como dijo la crítica. En este caso el del enorme actor Bruno Ganz, que dificilmente pueda ser ya otro que ese Hitler caído del mito. El director Oliver Hirschbiegel desciende al interior del búnker del mal para narrar el desplome de un mito al través de unos ojos, cuya inocencia, será necesariamente culpable: la joven secretaria personal de Hitler, mientras los soviéticos están ya en las calles circundantes y los alemanes no son capaces aún de contradecirle ni deponerlo.

Como adelantó Joachim Fest y ahora se ha visto en las pantallas, fuera de la histeria del escenario, el hijo del aduanero que quería pintar se revela vulgar, sin una sola de las características raciales que él mismo tomaba por superiores, bastardo de un tiempo turbulento, en el que además vio la desaparición de todo el orden en que creció y con él la de cuatro imperios tenidos por imperecederos.

La escuela intelectual y política alemana se ha prohibido siempre todo relativismo comparativo, el holocausto y el nazismo serían baremos irreductibles al cotejo. Stalin, Mao o Pol-Pot, los millones de muertos del socialismo y el nacionalismo quedan para otra página. Y es que el crimen más colosal fácilmente pierde terreno ante la humana gestión de la culpa. Mas entre la intocabilidad de hechos y argumentos y la popular escapada del «yo no fui, fue Hitler», que Hermann van Harten, llevó al teatro hace 25 años, la opinión pública asiste progresivamente a una ampliación del foco.

Desde su normalización a la caída del comunismo, Alemania lleva rompiendo algunos tabús sobre sí misma; una temporada abierta a la llegada al poder, hace 10 años, de los sesentayochistas y su nuevo patriotismo. Publicaciones como las de Günter Grass, Jörg Friedrich, H. A. Winkler o Götz Aly han probado a hurgar en el revés alemán del paño, por más que la reciente novela de Norman Mailer volviera a la vía de diabolizar al déspota.

Ni genio ni diablo: para historiadores como Kershaw o Fulbrook, la realmente escasa originalidad de Hitler -que copió casi todo- tal vez quede en su inigualable percepción del estado de las cosas y los medios a su disposición, así como el modo literalmente terrorífico de llevar a cabo sus ideas. Pero de la exaltación del líder heróico al mito racial, del antisemitismo al «pueblo» como comunidad, el ataque al intelecto, la subordinación del individuo, el cientifismo y la mejora de la raza, todo está ya en el pensamiento anti-racional que va del romanticismo al III Reich. Él y las gentes de su tiempo lo llevaron a cabo con una pulcritud moderna, ordenada, racional.

Miedo al extraño.- Puede que sólo en el caldo de cultivo emponzoñado de su tiempo y lugar pudo llegar a ser determinante un aspecto como la oratoria de un indocumentado rencoroso. Despojado del romanticismo que acompañaron proyectos como el suyo o el del «hombre nuevo» socialista, todas las ideas de Hitler pueden ser reducidas al miedo moderno al extraño y a una ansia de poder, que reconocía en el dominio el único modo de relación y, en la fuerza, el único argumento.
Ahora Europa asistirá a uno de los últimos juicios al nacional-socialismo: el anciano guardia de Sóbibor, John Demjanjuk, está visto para procedimiento en Múnich. Sucede en un contexto, abierto progresivamente a varios enfoques; y uno, que parecía pasado por alto, sería, que, si los alemanes son responsables del asesinato industrial de los judíos de Europa, no es secreto que contaron con una connivencia e, incluso, gran ayuda local.

Daniel J. Goldhagen publicaba hace 15 años su provocador «Los verdugos voluntarios de Hitler», mostrando la entregada participación de la gente de a pie en la cadena de montaje de la aniquilación y el expolio; el juicio a Demjanjuk, ahora, puede abrir tal vez el capítulo de «los verdugos extranjeros de Hitler».

Como desafió Zygmunt Bauman ya a todos desde los 70, en «La modernidad y el holocausto», en realidad viviría en el fondo de armario de todos, viéndolo como Arendt y Adorno una secuela maldita de todo lo que el orden ilustrado de la razón enseña como positivo. Por ello Bauman ha avisado que, la sociedad ni ha aprendido nada enajenándose del nazismo ni está libre de sus mecanismos originales.

Adaptado del ABC de España (25/05/09)

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA BESTIA

Por Javier Cortuo

«La historia contemporánea no conoce una catástrofe comparable al hundimiento de 1945. Nunca, hasta entonces, se extinguieron tantas vidas, fueron destruidas tantas ciudades y asoladas tantas regiones al derrumbarse un imperio». Así empieza Joachim Fest, legendario y controvertido periodista e historiador berlinés, conocido por su exitosísima biografía «Hitler» (1973), su escalofriante relato de la decadencia de, efectivamente, un imperio tan terrorífico como pernicioso para el siglo XX: el nazi. Lo tituló «El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich», y no tardó en llamar la atención del mundillo del cine en particular y de la sociedad alemana en general, siempre ávida de conocer detalles de esos quince días que, para muchos, resucitaron las ruinas de la vieja Cartago. Sobre todo a raíz de que el tirano emitiera la «orden de Nerón» el 19 de marzo de 1945, una kamikaze operación militar con la guerra ya perdida que pretendía que el enemigo se encontrase con «un desierto civilizatorio» en su conquista final. Y eso, evidentemente, conllevaba arrasar con fábricas, edificios, puentes, sistemas de canalización y todo vestigio de vida humana. Mientras, Hitler y sus acólitos permanecían en un búnker a diez metros bajo tierra con la pantomima de dirigir unos ejércitos fantasmales y desfondados.

Así, la crónica de los últimos días de la bestia fue a parar al tejado de uno de los directores que contribuyeron a levantar los cimientos del cine alemán en el siglo XXI: Oliver Hirschbiegel, que, después de un entrenamiento ladrador y algo mordedor en los 90 con la teleserie «Rex», acababa de dirigir la espléndida «El experimento» (2001). Por supuesto, el encargo no cayó en saco roto y el joven cineasta dio en el clavo con una obra de ingeniería germana redonda y casi sin fisuras que arranca en abril del 45, con las calles berlinesas en llamas mientras que en la madriguera de acero del «führer» se esconden como conejos sus íntimos Traudl Junge (Alexandra Maria Lara), su secretaria personal, o Eva Braun (Juliane Köhler), dispuesta a brindar con el monstruo hasta el último trago.

Evidentemente, el gran acierto de la película, aparte de su rigor, su valentía y sus momentos de brillante inspiración como ese breve epílogo documental, recayó en la apuesta por Bruno Ganz para encarnar a un Hitler patético, herido y «humano» (precisamente por ahí vinieron ciertas críticas y polémicas, aunque la coetánea «Amén», de Costa-Gavras o la reciente «Good» demuestran que los nazis también lloran, aunque sean lágrimas de cocodrilo). Y el protagonista de «El amigo americano», que llevaba unos años de relativa calma tras intervenir en otro peliculón continental -«La eternidad y un día» (1998), de Angelopoulos-, dio todo un recital interpretativo cuyo único fallo fue competir con Eastwood, DiCaprio, Depp, Cheadle y Jamie Foxx en la carrera para el Oscar al mejor actor de 2005. ¿Que seguramente a usted le sobrarían un par de nombres para hacer hueco al suizo? Pues ya somos dos, pero Hollywood es Hollywood.

El mejor Hitler del cine.- Al menos, le queda el premio de consolación de haber sido, para gran parte de la crítica, el mejor Hitler de la historia del cine. Y estamos hablando de colegas del calibre de Chaplin en «El gran dictador», Alec Guinness en «Hitler: los últimos diez días», Anthony Hopkins en «El búnker» (en cierta manera, dos antecedentes temáticos de «El hundimiento»), Robert Carlyle en «Hitler. El reinado del mal» o, incluso, Peter Sellers en «Camas blandas, batallas duras» y Mel Brooks en «Soy o no soy».

Tampoco tuvo suerte la cinta en la candidatura de Mejor Película de Habla no Inglesa que, para alegría patria, recayó en Alejandro Amenábar y su «Mar adentro», y eso que la también potente «Los chicos del coro» competía con bandera francesa. Sin embargo, nadie puede quitarle méritos al filme de Hirschbiegel (quien, a su vez, decidió hundirse unas brazas en las procelosas aguas de los remakes del imperio americano con su insulsa «Invasión», la de Nicole Kidman poniendo cara de ostra marciana) al regar la eterna semilla del cine revisionista nazi, propiciando una nueva generación de obras tan interesantes y variopintas como «El último tren a Auschwitz», «Yo serví al rey de Inglaterra», «El libro negro», «U-900», «La ola» o, incluso, «Valkiria». Eso, y mostrar al mundo la gangrena del totalitarismo en estado puro disfrazada de anciano fantoche con bigotito ralo y galones oxidados.

Puntuación: 1.00 / Votos: 1

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