La historia de Wagner y su familia, descendientes, acólitos y admiradores -el clan del «Maestro»- camina en paralelo con la historia de Alemania y con todo lo que ésta ha tenido de fáustica ambición. De sueño romántico y de pesadilla autoritaria y antisemita. En el siguiente pasaje, se aborda la admiración de Hitler por el músico y su identificación con los héroes wagnerianos.
Por Jonathan Carr
Hay en efecto muy pocas pruebas de que Hitler leyera las obras en prosa de Wagner, aunque sí se tiene la evidencia de que tomó algunas en préstamo de una biblioteca antes de su ascenso al poder, y el fraseo de algunos de sus discursos indica que se había embebido por lo menos del espíritu de El judaísmo en la música. En tal caso, ¿por qué no empleó al Maestro tomándolo más visiblemente por aliado, en especial de su cruzada antisemita? En Mi lucha, por ejemplo, señala que su originaria hostilidad a los judíos estuvo muy en deuda con el ejemplo que dio Karl Lueger, el alcalde antisemita de Viena. También ensalza a Goethe por actuar de acuerdo con el espíritu de «la sangre y la razón» al tratar «lo judío» como elemento claramente extranjero. No rinde un homenaje similar al Maestro, y de hecho menciona a Wagner por su nombre una sola vez en todo el libro (aunque en muchos otros lugares sí se refirió al «Maestro» de Bayreuth).
Ni siquiera cuando Hitler se queja en otro contexto de que permitir la actuación de artistas judíos en Bayreuth era equivalente a una «profanación racial», y asegura que fue esta realidad lo que desbarató su primera visita al festival en 1925, pasa a decir algo así como que «el Maestro, que tan acertadamente denostó a los judíos, tuvo que revolverse en su tumba». Además, para entonces su antisemitismo se había intensificado mucho, seguramente a resultas de las heridas que sufrió, en especial en un ataque con gases, en una guerra que a su entender se había perdido debido a la traición «judeo-marxista». En un espeluznante adelanto de la «solución final», Hitler escribió en Mi lucha que «si en la guerra doce o quince mil de estos hebreos que corrompen todo lo que tocan hubieran sufrido los efectos de los gases venenosos… el sacrificio de millones de hombres en el frente no habría sido en vano.» Y en cambio nunca invocó al Maestro al que idolatraba para que diera testimonio en contra del pueblo que más aborrecía.
La explicación más probable de toda esta reticencia es que Hitler comprendió, mejor incluso que Goebbels, por ejemplo, que con Wagner se encontraba en un terreno ideológico engañoso. A fin de cuentas, el propio Maestro había contratado a Levi, aunque fuera de mala gana, para que dirigiera Parsifal, y tuvo bastantes amigos judíos, por mal que los tratara. En cuanto a la solución que propuso en El judaísmo al «problema judío», equivalente a la asimilación total, difícilmente pudo estar más lejos de lo que Hitler tenía en mente. Es verdad que en su segunda versión del Judaísmo Wagner planteó la cuestión de que los judíos tal vez debieran ser expulsados, acercándose más a una actitud que Hitler sí hubiera visto con buenos ojos, pero si lo hizo no fue con la clara convicción de que el comentario pudiera ser de utilidad para los propagandistas del nazismo. Además, y ya al final de su vida, Wagner, dándole una nueva vuelta a la cuestión, pareció haber planteado la idea de que los judíos podían salvarse mediante «la sangre de Cristo», mediante su conversión. En resumidas cuentas, es posible que Hitler no llegara a citar la prosa de Wagner no porque apenas la conociera, sino porque la conocía demasiado y estimó más conveniente echarse atrás.
Si bien su antisemitismo era en efecto ambivalente, Wagner sirvió de modelo pese a todo para Hitler. ¿Qué clase de modelo fue? La respuesta surge con bastante claridad cuando Hitler hace esa única referencia al Maestro en Mi lucha. En ese punto de su fatigosísimo y prolijo relato, Hitler no aborda directamente el antisemitismo, ni la música, ni el teatro, sino lo que él denomina «los maratonianos de la historia», los grandiosos, solitarios individuos que trabajan de cara al futuro, condenados a ser en gran medida mal entendidos en su tiempo, aunque siempre dispuestos «a seguir luchando por sus ideas e ideales hasta el final». Como ejemplos de esta actitud, Hitler aduce sólo tres nombres -Lutero, Federico el Grande y Wagner-, aunque obviamente da a entender que la lista podría ampliarse y que él podría estar incluido en ella. De este trío, Wagner era el más próximo a Hitler desde el punto de vista histórico, y el sino de muchos de los héroes escénicos de Wagner estuvo cerca de igualar el de los «maratonianos»: Rienzi, el tribuno que muere entre las llamas, así como Lohengrin y Tannhäuser, los «marginados» e «incomprendidos», e incluso el sabio y anciano Sachs, el viudo que conquista la aclamación del público, si bien se condena a la soledad al renunciar a Eva y ayudar a su amado caballero andante a ganar el premio del Maestro. ¿No es así como se veía Hitler a sí mismo, solitario, esforzado, heroico? Aunque pueda parecer grotesco, la vida y las obras de Wagner fueron casi con toda certeza espejos en los que el Führer creyó verse reflejado, al menos en términos generales y, para él, de un modo imponente.
No es de extrañar que a Hitler le conmoviera la visita que hizo a Wahnfried por vez primera en aquella mañana de otoño de 1923, cuando estuvo ante la tumba del Maestro. Y tanto más por cuanto de pronto se encontró en el centro de lo que era a todas luces una familia feliz y unida, experiencia insólita para un veterano de guerra y además cargado de odio. Si bien Siegfried le pareció a Hitler un tanto blando, era a pesar de todo el hijo del Maestro, y se esforzaba por poner el festival de nuevo en marcha. Asimismo, había que tener en cuenta a los niños, tan vivarachos, y a la anciana abuela de la primera planta, y al «sabio» Chamberlain que vivía a la vuelta de la esquina, y por encima de todos a su adoradora Winifred. Casi veinte años después, recordando el pasado en su Wolfsschanze («La guarida del lobo»), su cuartel general en Prusia Oriental, Hitler comentó con emoción sus experiencias de aquel primer encuentro y el modo en que la familia estuvo a su lado cuando pasaba por sus momentos más bajos. «¡Amo a todas esas personas, amo Wahnfried!», confesó, añadiendo que consideraba un golpe de fortuna que, al salvar el festival del colapso financiero cuando llegó al poder en 1933, hubiera tenido la ocasión de devolverles a los Wagner el apoyo inicial que le prestaron. Sus habituales visitas a Bayreuth, dijo, habían estado siempre entre sus momentos de mayor felicidad, y cuando terminaban tuvo siempre la misma sensación que tenía al retirar los adornos de un árbol de Navidad.
Tras la muerte de Siegfried, y en contra de su voluntad, corrieron no pocas especulaciones sobre la muy elevada posibilidad de que Hitler y Winifred fueran a contraer matrimonio. Era ampliamente conocida su dilatada relación, y habían corrido las informaciones (naturalmente embellecidas) sobre las visitas nocturnas, visitas «relámpago», que le hizo a menudo el Lobo. Hacia 1932 como muy tarde, cuando el cabecilla nazi ostentosamente envió un inmenso ramo de flores a Wahnfried, la prensa local había llegado a la conclusión de que estaba a punto de hacerse en firme el anuncio del compromiso. Pero las flores en realidad se enviaron para conmemorar la confirmación de Wieland y de Friedelind como miembros de la iglesia ya de pleno derecho, y ese anuncio de compromiso nunca llegó a hacerse. «Mei Mudder mecht scho, aber der Onkel Wolf mecht halt net», parece que dijo Friedelind. El sabor inimitable de su dialecto se pierde en la traducción, aunque el sentido es bien claro: «Mi Madre claro que quiere, pero el Tío Lobo dice que no».
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Fuera a pesar de, o fuera precisamente por la ausencia de vínculos matrimoniales, «Winnie» y «el Lobo» mantuvieron un contacto constante y sumamente amistoso a lo largo de los años, aunque el vínculo existente entre ambos fue a menos durante la guerra.
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En un plano puramente práctico, naturalmente, y en su condición de directora del festival, Winifred tenía muchos más motivos de agradecimiento a su “Lobo”. De entrada, disipó todas las complicaciones monetarias de Bayreuth, y lo hizo de una manera tal como ningún otro benefactor, ni siquiera el rey Luis, había llegado a hacer con anterioridad. Hay que reconocer que buena parte del dinero recibido llegó directamente de él, y ni siquiera en todos los casos llegó de otros nazis que se plegaran al evidente deseo del Führer. En un principio, Goebbels tuvo una particular actividad en el respaldo de Bayreuth, tal vez por pensar que allí podía adquirir, por medio de sus aportaciones, una influencia decisiva. Sólo en 1934 su ministerio de propaganda compró más de once mil entradas por valor de 364.000 marcos (más o menos un tercio del presupuesto total de Bayreuth).
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Además del florecimiento que trajo consigo esta lluvia de dinero, Winifred también fue consciente de que podía recurrir a Hitler siempre que tuviera la sensación de que su puesto, como directora del festival, se encontraba amenazado, por ejemplo entre los celosos funcionarios nazis de la localidad, o debido al afán siempre adquisitivo de Goebbels. Gracias a la protección de Hitler, Winifred con frecuencia pudo contratar a los artistas con los que deseaba contar a toda costa, y que sin embargo le hubiera sido prácticamente imposible contratar de observarse estrictamente las odiosas leyes políticas y raciales del Reich.
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Hasta ese extremo fue Bayreuth a partir de 1933 un «festival de Hitler», y no tanto un «festival nazi».
Adaptado del ABC de España
Hitler junto a las nietas de Wagner