Se considerada magnicidio al asesinato cometido contra la persona que ostenta la máxima representación del Estado. Según la constitución o las leyes de los estados, puede ser un emperador, un papa, un rey, un heredero a la corona, un presidente, un primer ministro, un canciller, etc. Históricamente, es el delito más agravado en los códigos penales y, por lo general, la presión de la opinión pública exige la muerte del culpable o de los culpables del homicidio.
Por extensión, el término magnicidio también se ha aplicado al homicidio de algún líder político, religioso o empresarial, o simplemente de alguna personalidad que ejerce una enorme influencia nacional o internacional. Hay que añadir que, en la memoria histórica, no es lo mismo el asesinato de una personalidad de grandes cualidades personales o intelectuales que el de un dictador impopular; por ejemplo, el asesinato de Kennedy frente al linchamiento de tiranos como Mussolini o de Caucescu.
En la Historia Universal, desde la Antigüedad, tenemos magnicidios famosos; tal es el caso de los asesinatos de Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, y de Julio César, muerto en el senado de Roma a manos de Marco Bruto y Casio Longino. Para los nostálgicos de las monarquías, la ejecución de Luis XVI (y de su esposa, María Antonieta), por ejemplo, en plena Revolución Francesa, puede significar un feroz magnicidio. En tiempos más contemporáneos, en el siglo XIX, el asesinato del presidente Abraham Lincoln, conmocionó al pueblo norteamericano.
A principios del siglo XX, Europa recuerda el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, episodio lamentable que hizo estallar la Primera Guerra Mundial. En la misma línea, podríamos citar el fusilamiento del zar Nicolás II y su familia por los bolcheviques durante la Revolución Rusa. Lamentablemente, el “civilizado” siglo XX siguió cobrando más víctimas que el mundo no ha logrado comprender: el mahatma Gandhi, John F. Kennedy, Martin Luther King y Yitzjak Rabin, solo por citar los más comentados. Hace poco tiempo, en pleno siglo XXI, vimos consternados el asesinato de la líder pakistaní Benazir Bhutto. No debemos olvidar, por último, la gran impresión que provocó en todo el planeta el intento de asesinato a Juan Pablo II en la plaza de San Pedro de Roma por un terrorista turco.
MAGNICIDIOS EN LA HISTORIA DEL PERÚ.- Si bien el término “magnicidio” no existía en la mente de los pobladores andinos, la muerte del inca Atahualpa, en la plaza de Cajamarca, dictada por los conquistadores en 1533, marcó profundamente a los antiguos pobladores del Perú, ya que fue el inicio del fin de su mundo: de sus instituciones políticas, de sus creencias, de sus dioses, en fin, de toda su cosmovisión. Similar impacto causó la ejecución de Túpac Amaru I, último inca de Vilcabamba, en la plaza del Cuzco, por orden del virrey Francisco de Toledo en 1572. Cuentan que su cuerpo fue desmembrado y cada parte enterrada en los cuatro lados que conformaron el Tawantinsuyo, y su cabeza quedó sepultada en el Cuzco. Según el mito, esta cabeza está viva y se está regenerando en secreto el cuerpo del Inca. Cuando se reconstituya el cuerpo de Inkarri, éste volverá, derrotará a los españoles y restaurará el Tawantinsuyo y el orden del mundo quebrado por la invasión europea. Siguiendo con la tradición andina, tenemos, por último, la dramática ejecución de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, líder de la “gran rebelión” del siglo XVIII, por órdenes del visitador Areche, en la misma plaza del Cuzco en 1781. Los detalles de su ejecución, junto a la de su esposa, Micaela Bastidas, son muy conocidos.
Del lado “español” de nuestra historia colonial, no podemos omitir el trágico asesinato del conquistador Francisco Pizarro, fundador de Lima, en el primitivo Palacio de Gobierno, en manos de los almagristas en 1541; según el contexto de la época, Pizarro era la máxima autoridad del Estado, pues ejercía el cargo de de Gobernador de Nueva Castilla, como se conocía el Perú por aquellos tiempos. Pocos años más tarde, en 1544, ocurrió otro magnicidio. Los encomenderos, liderados por Gonzalo Pizarro, asesinaron al primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, en la batalla de Iñaquito. El primer representante del Rey en nuestras tierras había llegado a hacer cumplir las Leyes Nuevas que limitaban fuertemente el poder de los encomenderos. Estos se sublevaron y, con el asesinato del Virrey, desafiaron abiertamente el poder de la Corona. Tuvieron que pasar varios años para que el Perú se pacificara y se asiente el gobierno dictado desde la Península con sus respectivos funcionarios.
Ya en los tiempos republicanos, en la primera mitad del XIX, ocurrió un hecho que aún provoca polémica entre los historiadores: la muerte del presidente Agustín Gamarra, en la batalla de Ingavi, en 1841. Los datos “objetivos” nos dicen que el presidente en ejercicio –Gamarra- tomó al ejército peruano e invadió Bolivia para reanexarla a nuestro país; murió en plena batalla. ¿Dónde está la polémica? Hay versiones que dicen que fue un grupo de soldados peruanos que aprovecharon el desorden de la batalla para eliminar al caudillo, muy enfrentado por muchos sectores de la opinión pública; incluso, cuando se hizo un examen en los agujeros de bala del uniforme de Gamarra éstos pertenecerían a municiones de los fusiles del ejército peruano. ¿Fue magnicidio o no? La polémica está servida (el famoso uniforme de Gamarra está en el Museo de Oro de Monterrico, sección armas). A partir de mañana, comentaremos tres magnicidios de nuestra historia republicana: los asesinatos de José Balta, Manuel Pardo y Luis M. Sánchez Cerro.
Ejecución de Túpac Amaru I, según el cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala
Representación de la muerte de Gamarra en Ingavi