LA EPIDEMIA DE 1868.- Quince años después, por segunda vez, apareció la fiebre amarilla en pleno verano y duró hasta mediados de julio. Se propagó lentamente desde Panamá, a lo largo de la Costa, estalló en el Callao en el mes de febrero, y las personas que huían la llevaron a Lima en marzo. Según los testigos, fue un verano extremadamente caluroso y además del malestar que producía el calor sofocante, se tenía entonces una peculiar sensación de presión sobre la cabeza que ocasionaba, a veces, un vértigo. Esta sensación de opresión observada en el Callao ya en febrero, solo apareció en Lima en marzo y abril, por lo que era muy natural atribuirle a la causa generadora de la fiebre.
La enfermedad cambió varias veces de carácter en el curso de su duración de 4 meses. Al principio, predominaba una gran predisposición a hemorragias, y todos los casos mortales terminaban en vómito negro, la forma típica en India Occidental. En el punto máximo de la epidemia, eran frecuentes las violentas congestione cerebrales, y la muerte se producía a menudo en el periodo de fiebre, antes de la remisión, y no pocas veces bajo convulsiones. Al final, los casos parecían ser más leves, pero la mortandad fue, en relación al número de enfermos, la más alta, a consecuencia de la inflación de los riñones y de la detención de la secreción. Los enfermos se sentían bien al ceder la fiebre y deseaban levantarse, pero se cansaban muy pronto y caían, poco a poco, en un estado de somnolencia del que ya no despertaban más.
Se afirma que en la epidemia de 1868 hubo más víctimas que en la de 1853, pero en comparación con otros lugares del Perú que fueron también atacados por la fiebre, la mortandad no fue tan grande. Según cifras oficiales, el número de los enterrados en Lima y Callao en los cuatro meses de epidemia ascendió a 6 mil sobre una población total de 180 mil. Otros lugares de la Costa, como Arica y Tacna, fueron fuertemente castigados, especialmente Islay, el puerto de Arequipa; la epidemia también se extendió hasta Iquique y Cobija, dos lugares que habían sido “respetados” en 1853.
Cuando al epidemia azotaba y diezmaba implacablemente a Lima y al litoral peruano, Manuel Pardo era director de la Beneficencia de Lima: eran los días tétricos en que las calesas llevaban a los enfermos a los hospitales, hasta entonces insuficientes y los carros mortuorios atravesaban las calles, llevando el terror y la desolación, en que los hombres se evitaban unos a otros, a veces por no comunicarse noticias funestas, otras por temor a contagiarse, nos dice una fuente.
En medio de este cuadro sombrío, Pardo emprendió una heroica cruzada. Improvisó lazaretos, organizó el sistema de ambulancias, boticas y puestos asistenciales, repartió personalmente sustancias desinfectantes, dictó medidas de higiene pública, regularizó el servicio médico gratuito, ordenó la rápida sepultura de los fallecidos y visitó el lecho de los mismos enfermos. Con vigor incomparable y sin mirar el peligro, Pardo llevó el contagio a su propio hogar, viendo desaparecer, víctima del flagelo, a uno de sus hijos más queridos. Agradecida la ciudad, le ofrendó una medalla de oro.
Esta epidemia arrebató, entre otras valiosas vidas, la del eminente jurista José Toribio Pacheco y la del talentoso y aún joven pintor Luis Montero. Como dato anecdótico, mencionamos que para combatir las miasmas que afectaban la atmósfera, la artillería estuvo haciendo disparos con pólvora en las calles y esquinas de Lima durante 15 días. Fue tal el pavor que el arzobispo Goyeneche dispuso que el 15 de abril saliera el Señor de los Milagros en procesión solemne.
En la revista Perú Ilustrado, la poetisa limeña Lastenia Larriva recordaba sí los detalles de esta atroz epidemia: Como sucede con la enfermedad que, endémica por estas regiones, toma de vez en cuando un carácter epidémico, raros eran los hijos del país atacados por el mal. Este se cebaba casi exclusivamente en las personas de la Sierra y en los europeos; pero, en cambio, con qué fuerza atacaba a éstos. Alemanes, ingleses, franceses, italianos (italianos sobre todo) morían en modo aterrador. Al principio, y con el objeto de impedir que el pánico se apoderara de los ánimos y contribuyera tal vez a propagar la epidemia, trataron las autoridades de ocultar o, por lo menos, disminuir la cifra de víctimas que diariamente hacía la fiebre. Pero este trabajo resultaba inútil pues, aunque los periódicos y las notas oficiales atenuaron los estragos del mal, todos veíamos caer a deudos, amigos y conocidos a nuestro alrededor y podíamos fácilmente deducir la gravedad de la situación. Hoy era un alto personaje como Mr. Edmundo de Lesseps el ministro de Francia o el ingeniero Blackley que tan poderosamente había contribuido dos años antes a la defensa del Callao en el memorable Dos de mayo, lo que daban el adiós a la vida, resultando impotentes los esfuerzo de la ciencia para salvarlos; mañana eran dos esposos, honrados industriales, antiguos y estimados huéspedes nuestros, los que desaparecían en pocas horas dejando huérfanos y abandonados en tierra extraña a varios tiernos niños; ya entrábamos a tal establecimiento de comercio y al echar de menos al joven alemán que de continuo nos atendía en nuestras compras, contestábamos un compañero suyo, arrasado en lágrimas los ojos, que aquél había expirado durante los pocos días que habíamos dejado al ir al almacén; o bien nos daba alguien bruscamente la noticia de que nuestra vecina de palco en el teatro, señora con quien habíamos cambiado nuestras impresiones dilettanti, acababa de recibir los últimos auxilios espirituales. Suspendiéronse entonces los espectáculos públicos y la ciudad, una de las capitales más alegres y bulliciosas en Sud-América, en estado normal, tomó un aspecto tristísimo. Por todas partes se miraban cruzar los fatídicos celestines con sus cortinillas verdes, detrás de las cuales se entreveían los amarillos y macilentos semblantes de los moribundos o el espectáculo más triste y aterrador aún de algún convoy fúnebre; y a todas horas del día y de la noche se escuchaba el sonido uniforme y clamoroso de la campanilla que anunciaba el paso del Santo Viático por las solitarias calles.
Manuel Pardo, presidente de la Beneficencia Pública de Lima durante la epidemia de 1868
En tacna hay un cementerio llamado "Cementerio Chino", y es justamente por la fiebre amarilla -que ponía de color amarillo a los enfermos como si fueran chinos- que azoto ésa enfermedad por esta zona.