Tras la caída de Santa Anna, el país libró una dramática guerra con los Estados Unidos (1846-1848) que significó la pérdida del lejano norte mexicano. Este proceso supuso el reajuste del equilibrio de poder en Norteamérica a favor de los Estados Unidos y en detrimento de México. La pérdida territorial sacudió profundamente a la elite criolla. Su frustración enardeció aún más los ataques de los conservadores hacia los liberales, facción predominante en el poder desde la Independencia.
Hacienda “El Lencero” en Jalapa, Veracruz (foto: Juan Luis Orrego)
Los conservadores, encabezados por Lucas Alamán, pensaban que México había sido humillado debido a que había tratado ingenuamente de adoptar los valores anglosajones: debía haber un retorno a la tradición hispana. Específicamente, llamaban la atención el volver a los ideales aristocráticos, proteger los privilegios del Ejército y la Iglesia y crear, si fuera posible, una monarquía constitucional. Este nuevo giro explica, de alguna manera, el tono que tuvo el regreso de Santa Anna al poder después de 1850. Pero lo que sí es cierto es que esta derrota fue mortificante y un doloroso recuerdo que nunca ha muerto en México.
En 1853 recuperó el poder por undécima vez, abolió el federalismo y gobernó sin constitución. Fue un gobierno centralista y personal, pues quería establecer una suerte de despotismo ilustrado. Se dio poderes absolutos y el derecho de nombrar a su sucesor. Lucas Alamán ocupó el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Le restituyó a la Iglesia todos sus poderes y privilegios para lograr el apoyo del clero. Pero el enigmático caudillo, para encontrar una nueva fuente de ingresos, aparte de aumentar los impuestos, vendió a los Estados Unidos el sur de Arizona por 10 millones de pesos. Ahora, y con razón, los liberales estaban indignados. Pero esta vez el caudillo no tuvo reparos: acalló su prensa, los encarceló y los exilió. Fue, sin duda, uno de los errores de Santa Anna. Antes, su falta de principios, facilitaba su alianza o “entendimiento” con todos los sectores. Su perfil ecléctico allanaba el tráfico de alianzas. Pero esta dictadura conservadora, casi reaccionaria (se hizo llamar Alteza Serenísima), que duró hasta 1855, acabó con las ilusiones de muchos y con la carrera política del jalapeño. Según John Lynch, no había aprendido que en México cualquier gobierno central era vulnerable a dos peligros: la rebelión en las provincias y la disidencia militar.
La amenaza aparecía cuando los militares, una facción heterogénea y veleidosa, se aliaban a los intereses provinciales. Finalmente, como lo anota Enrique Krauze: en el fondo de la derrota de Santa Anna y de la desaparición de los grandes pensadores de la primera mitad del siglo yacía un hecho esencial: la derrota de los criollos. En poco más de treinta años, habían perdido su oportunidad histórica. La nación pasaría a otras manos, más cercanas al suelo de México, más cercana a la raíz indígena: las manos de los jóvenes mestizos, nacidos durante la Insurgencia o después, sin recuerdos de la Colonia, sin ataduras vitales con España. Los primeros hijos de la Independencia mexicana. El paso de unas manos a otras se haría a través de un personaje que, como Santa Anna, pero en un sentido inverso, enlazaría su biografía a la de México por tres lustros decisivos: un mexicano étnica y culturalmente anterior al nacimiento de México, anterior a la Conquista española, un indio zapoteca: Benito Juárez.
“El Lencero” (foto: Juan Luis Orrego)